domingo, 26 de febrero de 2023

EMILIO PRUD’HOMME Y JOSÉ REYES

 

EMILIO PRUD’HOMME Y JOSÉ REYES

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

Es importante recordar, en clave de conciencia individual y social, los valores humanos que en el pasado hicieron sus aportes para mantener viva la llama de la dominicanidad.

Esa evocación tiene mayor significado en el presente, cuando es palpable que hay desinterés por las actitudes y hechos que contribuyeron a darle forma al pueblo dominicano, con sus falencias y virtudes.

Por eso siempre es propicia la ocasión para lanzar, aunque sea al voleo, algunas notas que permitan a las actuales y futuras generaciones rendirles el respeto y la admiración que se merecen personajes del calibre de los autodidactas Emilio Prud’ homme Maduro y José Rufino Reyes Siancas, los creadores del himno nacional dominicano.

Ambos vivieron matriculados en la idea fija de que hay que mantener vivo el mejor sentimiento en favor de la patria, lo cual no sólo se afinca con fusiles y bayonetas en manos de rudos hombres que generalmente están ajenos a las sensibilidades que emanan de las letras y de la música.

Ellos fueron héroes civiles, en tanto tenían motivaciones interiores, a pesar de que tuvieron que interactuar, entre otros, con políticos y soldados ariscos y montaraces, expertos en dominar hombres y bestias.

A Emilio Prud’homme Maduro y José Rufino Reyes Siancas les correspondió vivir en una época de la historia criolla en la que aquellos que olían a pólvora, y también los que utilizaban los tejemanejes de la politiquería ramplona, veían por encima de los hombros, con claro gesto de menosprecio, a los que usaban el caudal de su insospechada imaginación como útil medio para contribuir a la consolidación de la nacionalidad dominicana.

En el himno nacional, uno de los símbolos de la nación dominicana, se capta el pensamiento nacionalista de ambos, a pesar de que ese canto épico fue objeto de boicoteos de parte de infames cargados de envidia que se movían con claras intenciones de hacerlo desaparecer, tal vez por el origen humilde y el desapego a los oropeles de sus autores.

De José Rufino Reyes Siancas hay que decir, en apretado resumen, que nació en Santo Domingo en el 1835 y murió en el 1905, en esa misma ciudad.

Fue un músico multifacético. Tenía preferencia por el instrumento de cuerda frotada que es el violoncelo. Además, fue un compositor de extraordinaria calidad, con un excelente manejo del pentagrama.

Su principal mentor fue el compositor, maestro de la música y militar Juan Bautista Alfonseca, a quien  superó como creador musical.

Emilio Prudhomme Maduro nació en Puerto Plata en el 1856. No fue de los poetas de mayor resonancia en el romanticismo, versión dominicana, que en la etapa juvenil de él estaba en boga, con sus particulares matices, en diferentes áreas del Caribe insular.

Vale decir que para esa época el romanticismo, movimiento cultural y artístico que dejó sus huellas en muchas partes del mundo, ya comenzaba a declinar en su propia cuna, Europa.

El hecho de que Prudhomme Maduro no fuera en sus inicios un poeta de primera línea no significa que su ejercicio poético fuera mediocre. Desde sus comienzos como poeta y escritor tuvo su lugar en el florilegio de las letras nacionales.

Está fuera de cualquier asomo de duda que la mayor inspiración poética de Emilio Prudhomme Maduro fue el himno nacional dominicano, escrito en doce estrofas, con versos de arte mayor, en decasílabos. Con esa obra singular quedó inmortalizado en la historia del país, sacándolo para siempre del segundo escalón del parnaso criollo, donde lo ubicaban al principio de su actividad literaria.

Ese ilustre puertoplateño pulió sus trabajos literarios al mismo tiempo que ejercía como profesor en diferentes lugares de la geografía dominicana. Era hostosiano, y como tal difundió el ideal del gran antillano Eugenio María de Hostos.

En Azua fundó, en el 1887, la famosa escuela Perseverancia, con elevada clasificación en las crónicas sobre la educación dominicana del pasado. En su ciudad natal, bañada por el Atlántico, ejerció la profesión de abogado con notable brillo y gran honradez.

En el 1916, en el gobierno cuatromesino de Francisco Henríquez y Carvajal, Emilio Prudhomme Maduro dirigió el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública. Más de una década después de cesar en ese elevado cargo recaló otra vez en los pasillos judiciales, en esa ocasión en calidad de juez de la Suprema Corte de Justicia.

Lo anterior lo hizo posterior a su trabajo original como retorcedor de tabaco en el norte del país.

Uno de sus biógrafos, el historiador Rufino Martínez, al describir su participación en la vida pública como declarado jimenista anotó que: “Esa actitud del hombre no perjudicó al poeta, la más sobresaliente dote de su espíritu; pero afectó al maestro de generaciones de Santo Domingo, Azua y Puerto Plata…” (Diccionario Biográfico-Histórico Dominicano.P443.Rufino Martínez).

La obra maestra de Emilio Prud’homme Maduro y José Rufino Reyes Siancas, que es el máximo canto para resaltar y estimular siempre la defensa de la patria, fue estrenado el 17 de agosto de 1883, en la ciudad de Santo Domingo.

Ese mérito germinal le correspondió a la orquesta dirigida por Manuel Martínez, de la cual era integrante el mismo Reyes, así como los también valiosos dominicanos José Acosta, Alfredo Soler, José Pantaleón, Mariano Arredondo y otros.

Es oportuno señalar que las estrofas definitivas del himno nacional dominicano fueron escritas por Prud’homme en el año1897.

Con el himno creado por ellos fueron recibidos en el país, en el año 1884, en merecida alabanza, los restos mortales del patricio Juan Pablo Duarte, procedentes de Venezuela, donde había fallecido el 15 de julio de 1876.

Por múltiples alegatos, innecesarios de mencionar aquí, no fue sino el 30 de mayo de 1934, mediante la Ley 700, que se declaró de manera oficial como himno nacional el canto mayor de la patria dominicana que concibieron Emilio Prud’homme Maduro y José Rufino Reyes Siancas. Por mandato constitucional es “único e invariable”. (Ley 700, 30 de mayo de 1934. G.O. 4686. Artículo 33 de la Constitución de la República, proclamada el 13 de junio del 2015).

Las estrofas que escribió Prud’homme y las vibrantes notas musicales compuestas por Reyes son un timbre de orgullo y emoción para los dominicanos.

Analistas literarios y musicólogos han considerado que La Marsellesa, el mayor canto patriótico de Francia, cuyas letras y música surgieron en el 1792 del poeta, dramaturgo y militar Claude Joseph Rouget de Lisle, es la más alta expresión para elevar el amor patrio de los galos,  pero no pocos expertos han resaltado también la grandeza y calidad, en paralelo con aquel, del himno nacional dominicano.   

sábado, 18 de febrero de 2023

LA CONSPIRACIÓN DE LOS ALCARRIZOS

 

LA CONSPIRACIÓN DE LOS ALCARRIZOS

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

La conspiración de Los Alcarrizos contra los haitianos comenzó a tomar forma en febrero de 1824. Hace ahora 199 años de ese hecho que forma parte de la historia dominicana.

Los cabecillas fueron Baltazar de Nova, el cura Pedro González, que ejercía su sacerdocio en el referido poblado, los capitanes criollos incardinados entre las tropas haitianas Lázaro Núñez y José María de Altagracia; así como los señores Juan Jiménez, Facundo Medina, José Figueredo, José María García, Esteban Moscoso, Sebastián Sánchez, etc.

Antes hubo otros conatos de rebelión que tampoco cuajaron. Prueba de eso fue la sentencia condenatoria del 15 de octubre del 1823 contra los señores Agustín de Acosta, Narciso Sánchez, José de Cierra y León Alcaide.

En la parte oriental del país la rebeldía germinó desde el principio de la ocupación extranjera, como se comprueba en los informes oficiales enviados al gobernador Borgellá por los comandantes Maurice Bienvenu, desde Higüey; Morette, desde Samaná; Proud`Homme desde San José de Los Llanos y otros.

Así también hubo movimientos de armas en diversos lugares del Cibao y de la zona sur del país.

Basta un ejemplo: En el 1823 el capitán Lázaro Fermín, desde San Francisco de Macorís, desafió a los ocupantes haitianos. Inició una insurrección que obligó al gobernante usurpador Jean Pierre Boyer a enviar al nordeste a miles de soldados para sofocar la revuelta armada que llegó a extenderse a otros pueblos cibaeños.

Antes de comenzar las acciones bélicas de Los Alcarrizos un traidor alertó a las autoridades haitianas, provocando una despiadada persecución encabezada por el citado general Borgellá al frente de cientos de soldados del regimiento militar 12. La asonada, en consecuencia, no llegó a romper fuente.

Hay que precisar, para hacer honor a la verdad, que el objetivo de los conspiradores de Los Alcarrizos no era lograr la soberanía del pueblo dominicano, sino devolverle a España, en la persona del rey Fernando VII, el dominio colonial de esta tierra cargada de calamidades durante siglos.

Los autores de las diversas corrientes historiográficas del país coinciden sobre lo anterior. Por ejemplo, el historiador José Gabriel García escribió que la revolución de Los Alcarrizos “tenía por objeto vitorear al rey don Fernando VII, y sustituir el pabellón azul y rojo con el estandarte glorioso de Castilla.” (Obras completas. Volumen 1.P362.Editora Amigo del Hogar, 2016).

Se ha sostenido que el clero dominicano estaba detrás de ese fallido levantamiento armado. Esa creencia tomó cuerpo porque el arzobispo de Santo Domingo, Pedro Valera Jiménez, era pro español, y el principal gestor de la conspiración de Los Alcarrizos era el referido sacerdote Pedro González, muy ligado a ese alto prelado.

Pero vale decir que mientras el arzobispo y varios sacerdotes rechazaban a las autoridades haitianas, por diversos motivos, otros curas se prosternaron ante los generales Boyer, Baltazar Inginac, Borgellá y otros gerifaltes del vecino país.

El caso más revelador de lo anterior fue el del clérigo Bernardo Correa y Cidrón. Fue designado por el arzobispo Valera como su delegado en territorio haitiano, con sede en la ciudad de San Marcos, dentro del departamento Artibonito.

En reunión efectuada el 3 de junio del 1823, en Puerto Príncipe, el presidente Boyer le exigió a Correa y Cidrón que para poder ejercer su ministerio sacerdotal en dicho territorio era condición obligatoria que Valera “se considerara arzobispo y ciudadano de Haití”.

El 28 del mes y año referidos Correa y Cidrón (a quien le fascinaban las llamadas mieles del poder) le envió a su superior eclesiástico una carta empapada de indignidad, en la cual lo apremiaba para que aceptara todas las órdenes de Boyer. Se sabe que Valera rechazó dicho pedido. Las consecuencias personales de esa actitud las he reseñado en otras crónicas.

Como la conspiración de Los Alcarrizos fue un fracaso militar muchos de los conjurados fueron capturados de inmediato. Otros lograron escapar por poco tiempo y muy pocos eludieron la persecución de las autoridades haitianas.

El presidente Boyer exigía un castigo severo a los que se rebelaron contra su gobierno de ocupación. Para dar riendas sueltas a la voluntad de dicho personaje se abrieron juicios de pantomima.

El escenario fue el tribunal de primera instancia de Santo Domingo, en atribuciones criminales, que operaba al amparo de los artículos 168 a 210 de la entonces vigente constitución de Haití, así como en una ley del 15 de mayo de 1819, del mismo país, la cual mediante su artículo 2 eliminó el recurso de apelación, dejando abierto el de casación, que para ejercerlo había que ir a la sede de la Suprema Corte, en la ciudad de Puerto Príncipe, y estaba sujetado a condiciones casi insalvables para encartados dominicanos.

El comisario del  gobierno, es decir el fiscal que llevó la acusación contra los rebeldes de Los Alcarrizos, fue Tomás Bobadilla Briones, un personaje que, al decir de su principal biógrafo, Ramón Lugo Lovatón, era “…calculador como una máquina de sumar aplicada a la política”.

Los jueces que decidieron el destino de los conspiradores de Los Alcarrizos fueron Joaquín del Monte, Raymundo Sepúlveda, Vicente Mancebo, Juan B. Daniel Morette y Leonardo Pichardo. La primera sentencia condenatoria fue emitida el día 8 de marzo de 1824.

Ordenaron el ahorcamiento de los referidos Lázaro Núñez, José María de Altagracia, Lico Andújar, Facundo Medina y Juan Jiménez. La ejecución se produjo el 9 de marzo de 1824.

El presbítero Pedro González y los señores José Ramón Cabral, Ignacio Suárez y José Figueredo fueron condenados a cinco años de prisión.

Otros acusados fueron condenados a dos años de prisión, entre ellos Manuel Gil, Sebastián Sánchez, Esteban Moscoso y José María González.

Una prueba de la anomalía que existía entonces en el país quedó demostrada en el análisis que de dicha decisión judicial hizo el polígrafo Max Henríquez Ureña, al concluir que la misma: “…establecía que era ineludible ejecutarla, aunque se interpusiera contra ella cualquier recurso…” (Episodios Dominicanos: La Conspiración de Los Alcarrizos. SDB, edición 1981.Max Henríquez Ureña).

Agrego aquí que es obvio que con dicha decisión, dada bajo el biombo de un tribunal obsecuente, se buscaba, en vano, escarmentar y atemorizar a la población dominicana.

El camino judicial quedó abierto, en razón de que muchos de los implicados en la conspiración de Los Alcarrizos pudieron escapar del acoso de los soldados del régimen ilícito.

El 29 de marzo del mencionado 1824 el mismo tribunal condenó a penas de prisión a otros conspiradores que fueron capturados luego del primer grupo de acusados.

Dos días después se hizo un juicio en contumacia contra los que no habían sido aprehendidos hasta entonces. Unos fueron condenados a muerte, como el dirigente Baltazar Nova (quien pudo escapar hacia Venezuela), y otros a prisión.

Una cuarta sentencia, dictada el 10 de mayo de indicado año, cerró en el ámbito de la justicia la conspiración de Los Alcarrizos. Ellas forman parte de la infamia jurisprudencial que se acumuló durante el largo período en que el país estuvo sometido al yugo haitiano.

La respuesta de Jean Pierre Boyer a los conatos de alzamientos que se suscitaban en gran parte del territorio dominicano está contenida en un discurso cargado de mentiras que pronunció el 5 de abril de 1824 ante el Congreso Haitiano, donde señaló que:

“…la República continuaba gozando de una perfecta tranquilidad, no obstante que algunos insensatos, poseídos por la ambición y la malevolencia, se habían atrevido a manifestar pérfidas intenciones en el Este…” (Discurso de Boyer. Puerto Príncipe.5 de abril de 1824).

Dichas palabras revelan una mezcla de insensatez y de desprecio por la verdad de parte del tirano Boyer, hijo de un colono francés y de una esclava nacida en el corazón del Congo.

viernes, 10 de febrero de 2023

MATRÍCULA DE SEGOVIA: SU IMPACTO HISTÓRICO

 

MATRÍCULA DE SEGOVIA: SU IMPACTO HISTÓRICO

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

 

El 18 de febrero de 1855 representantes de la República Dominicana y España firmaron en la ciudad de Madrid un tratado de reconocimiento, paz, amistad, comercio, navegación y extradición.

Las Cortes Constituyentes españolas autorizaron a la reina Isabel II para que ratificara ese pacto. Así lo hizo Su Católica Majestad el 26 de julio de dicho año, desde su palacio real de San Lorenzo.

La antigua metrópoli designó días después de la referida ratificación al señor Antonio María Segovia Izquierdo, un curtido político y escritor madrileño, en calidad de cónsul general, con rango de encargado de negocios, en la República Dominicana.

Después se supo que el objetivo principal de los españoles era utilizar dicho convenio para tratar de eclipsar el ejercicio de la soberanía nacional, que apenas tenía 11 años de tortuosa vigencia.

Con mucha razón el historiador Vetilio Alfau Durán señaló en una reseña de gran calado, sin ningún tipo de anfibología, que: “El inicio de la perturbadora injerencia diplomática en los asuntos internos de la política dominicana tiene un nombre: la Matrícula de Segovia.” (VAD en Clìo.P.469.Editora Corripio, 1994).

Cuando se analizan los movimientos del procónsul Segovia no cabe duda de que el procedimiento de matriculación que lleva su primer apellido fue una especie adelantada, aunque frustrada, de la anexión del país a España.

Fue tanto el daño del señalado representante extranjero a la soberanía dominicana, utilizando para eso de manera principal su citada Matrícula, que el héroe nacional Ramón Matías Mella Castillo proclamó fuerte y alto que: “Todo se remedia con envolver al cónsul Segovia en su bandera y devolverlo a la Madre Patria.” Así consta en las páginas amarillas de la historia nacional.

Por su parte el historiador Bernardo Pichardo Patín, en su obra titulada Resumen de historia Patria, escribió que la nacionalidad dominicana fue herida de muerte “por la afrentosa Matrícula de Segovia.” La calificó como engendradora de desgracias y maldición bíblica, en su condición de origen de la injerencia foránea en el país.

Es oportuno decir que Segovia llegó al país con el señuelo de una almibarada condecoración para colocarla en el pecho del entonces presidente dominicano Pedro Santana. Era la Gran Cruz de la Orden Americana de Isabel La Católica. El apodado El Chacal de Guabatico no la aceptó entonces por motivos ajenos a cuestiones de dignidad.

Pocos años después ese mismo personaje se sentiría orgulloso con el título nobiliario de marqués de Las Carreras, creado para él por la mencionada reina el 28 de marzo de 1862, por sus servicios como máxima figura de la fatídica anexión del país a España.

A su paso por la isla de Saint Thomas, en el Caribe oriental, Segovia tuvo una larga conversación con Buenaventura Báez, el caudillo dominicano exiliado allí, gran rival de Santana. Era la muestra más elocuente de lo que luego se produjo en la política interna del país.

Dicho pacto tuvo repercusiones históricas, con carácter fatídico para el país, debido a que Segovia actuó, vale reiterarlo, como una suerte de procónsul, utilizando maniobras que en la jurisprudencia universal se conocen como una cubierta seudo legal, particularmente con la interpretación que le dio al contenido del artículo 7 del referido tratado bilateral. Añadiendo a sus acciones múltiples chantajes, incluyendo amenazas de muerte contra los dominicanos que no se matricularan españoles.

Ese texto establecía la posibilidad de que los españoles nacionalizados dominicanos “podrán recuperar la suya primitiva si así les conviniere en cuyos casos sus hijos mayores de edad tendrán el mismo derecho de opción…” 

En la práctica el susodicho procónsul Segovia extravasó los alcances del citado apartado. Utilizando artimañas fue minando las bases de sustentación del gobierno, pero peor aún machacó la soberanía dominicana.

La referida Matrícula de Segovia fue puesta en funcionamiento a partir del 20 de febrero de 1856. Fue de alguna manera una respuesta de la corona española a los aprestos de Santana y sus seguidores para convertir a la República Dominicana en un protectorado de los EE.UU., lo cual afectaría a España.

Segovia Izquierdo logró en poco tiempo (26 de mayo de 1856) que Santana renunciara a la presidencia de la República. También pudo neutralizar a los poderosos seguidores del caudillo desplazado. Así lo hizo con Antonio Abad Alfau, Manuel de Regla Mota y otros. También le “metió los dedos en los ojos”, para decirlo de manera metafórica, al ladino agente comercial gringo en el país Jonathan Elliot.

Lo que parecía entonces impensable (desplazar a la facción santanista del poder) lo logró el astuto español con su célebre matriculación.

El historiador estadounidense Charles Christian Hauch, en una obra interesante, más allá de omisiones y algunas falencias, expresa que: “Mediante el proceso conocido como “matrícula”, Segovia se dedicó a registrar a cualquier dominicano como español, previo el pago de dos dólares…” (La República Dominicana y sus Relaciones Exteriores (1844-1882. P60. Editora Centenario, 1996).

La puesta en práctica de la llamada Matrícula de Segovia fue lo que le allanó el camino a Buenaventura Báez para que el 8 de octubre de 1856 volviera por segunda vez a la presidencia de la República, asegurando así los intereses imperiales que  representaba el valido aquí de la Corona española.

Dicho lo anterior porque Báez, como bien afirma una de sus biógrafas: “…cifraba el éxito de su gestión en la protección de una nación imperial, no importaba su ubicación geográfica.” (Buenaventura Báez. El caudillo del Sur.P.14.Editora Taller, 1991. Mu-kien Adriana Sang).

Actuando al alimón Segovia y Báez decidieron apresar a Santana y luego deportarlo, tal y como ocurrió el 11 de enero de 1857 cuando lo montaron en la goleta Ozama rumbo a la isla Martinica. Allí, con varios pretextos por delante, no lo aceptaron.

A su retorno rocambolesco al país lo encarcelaron de nuevo hasta que ya avanzado febrero de dicho año lograron desembarcarlo en Guadalupe.

Es mucho lo que se puede seguir señalando sobre la funesta presencia que como un gendarme de los intereses neocoloniales españoles tuvo Segovia en la República  Dominicana. Estas son simples notas que podrán ampliarse en otra ocasión.

sábado, 4 de febrero de 2023

BATATALLAS FINALES FRENTE A INVASORES HAITIANOS

 

 

 

BATATALLAS FINALES FRENTE A INVASORES HAITIANOS

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

Antes de obtener su independencia el pueblo dominicano fue varias veces víctima de invasiones armadas procedentes de Haití.

En enero de 1801 lo hizo Toussaint Louverture; en febrero de 1805 llegó Jean-Jacques Dessalines y en febrero de 1822 vino, y dejó sus representantes durante 22 años, Jean-Pierre Boyer.

Esas incursiones militares no cesaron al proclamarse el 27 de febrero de 1844 la independencia de la República Dominicana. A los pocos días del fogonazo libertador estaban de nuevo aquí los haitianos. Esa vez dirigidos por Charles Rivière-Hérard.

La última de una fatídica serie de irrupciones de tropas del país vecino comenzó el 1 de diciembre de 1855, con más de 30,000 soldados bajo la dirección de Faustin Soulouque, un emperador de plastilina que nunca aceptó la realidad de que había nacido el Estado dominicano con todos los atributos de su soberanía.

Los invasores atacaron por varios puntos de la franja del suroeste y por diversos sitios del noroeste dominicano.

En esa época el presidente de la República, y jefe de los ejércitos dominicanos, era el general Pedro Santana. Estableció su cuartel general en Azua de Compostela y desde allí dio las directrices de guerra para la defensa de la patria.

Después de las épicas batallas de Santomé y Cambronal, libradas el 22 de diciembre de 1855, así como la de El Can, del 6 de enero de 1856, ganadas en el sur del país por los patriotas dominicanos, les cupo la gloria a los combatientes de Sabana Larga y Jácuba, en el noroeste.

Esos fueron los últimos escenarios de guerra en los cuales se selló para siempre las pretensiones de los haitianos de volver a ocupar militarmente el territorio nacional.

Como se ve, luego de tres semanas de dicha invasión, en un preludio de lo que ocurriría en la parte noroeste, Soulouque, sus oficiales y soldados masticaron el polvo de la derrota.

Fue insuperable para los intrusos la gallardía de oficiales de la categoría del general José María Cabral, máximo héroe de la batalla de Santomé, librada en una sabana situada al oeste de la ciudad de San Juan de la Maguana.

El mismo general Cabral, en una lucha cuerpo a cuerpo, convirtió en abono para las malvas al terrible general haitiano Antoine Pierre. Otros muchos dominicanos también escribieron en ese descampado sureño sus nombres con letras doradas.

El referido 22 de diciembre del 1855 fue clave para el triunfo de las armas nacionales el tesón y la pericia bélica del general Francisco Sosa, el valiente venezolano que dirigió las tropas dominicanas en la gloriosa batalla de Cambronal, en lo que hoy es el municipio Galván, al este de la ciudad de Neiba.

En Cambronal fue abatido el llamado duque de Leogane, el sanguinario general Pierre Riviére Garat, jefe de los intrusos haitianos que en la región sur nos invadieron el 1 de diciembre del 1855.

Dos días después de los hechos de Santomé y Cambronal, más hacia el oeste, en Sabana Mula, en la hoy provincia Elías Piña, fue derrotado el mismo Soulouque, quien huyó con el remanente de su caballería y dos batallones de soldados que mandó a buscar a la localidad haitiana de Valiere.

En su huida llegó hasta el pueblo de Juana Méndez, fronterizo con la ciudad dominicana de Dajabón, donde instaló su cuartel general para seguir hostigando a los dominicanos.

Sobre la derrota del jefe supremo de Haití y sus tropas en Sabana Mula escribió el 30 de diciembre de 1855 el coronel Juan Contreras al general José María Cabral, informándole que: “La armada haitiana ya va en despedida para la parte de Hincha…También me dicen que llevan muchas literas.”

Días después, en un recodo del suroeste, el 6 de enero de 1856, el general banilejo Pedro Valverde Lara y el almirante Juan Bautista Cambiaso también derrotaron a los invasores, en el lugar conocido como El Can, ahora perteneciente a la geografía del municipio de Oviedo, en la provincia de Pedernales.

El 3 de enero de 1856 el emperador de opereta Soulouque fue desafiado a pelear por altos oficiales dominicanos, entre ellos Juan Luis Franco Bidó, Fernando Valerio, José María López, Pedro Florentino, Manuel Jiménez, José Hungría, Lucas de Peña, Federico Salcedo,  Santiago Sosa, Nicolás Minaya y Tiburcio Fernández.

En un documento histórico de esa fecha, llamado por los mencionados héroes dominicanos “cartel de desafío al ejército haitiano”, se lee, entre otras cosas, que para dicho reto militar los dominicanos desplegaron una infantería de “tres mil setecientos hombres de todas las armas”, dos piezas de artillería en el lado oriental del río Masacre, así como los cazadores de Santiago y Dajabón y las tropas de caballería encabezadas por los oficiales Rafael Gómez y Lucas de Peña.

En la parte final de ese documento, poco divulgado, señalan los patriotas dominicanos que el duelo a Soulouque y su estado mayor “se había hecho por espacio de siete horas…para atraerlo a combate sin poderlo lograr…que era justo y prudente no fatigar innecesariamente las tropas a vista de tanta pusilanimidad de parte del enemigo…”

Es justo decir que el 24 de enero de 1856 el general Juan Luis Franco Bidó era el comandante en jefe de las tropas dominicanas que vencieron en Sabana Larga y en Jácuba a miles de soldados haitianos encabezados por los generales Paul Decayette, Cayemitte y Prophete.

En ejercicio de su pundonor militar, y para dejar constancia histórica de lo ocurrido durante las 9 horas de cruento combate entre los patriotas dominicanos y los invasores haitianos en ese glorioso 24 de enero de 1856, el general Franco Bidó anotó en su diario de guerra que el resultado fue: “…el campo sembrado de cadáveres enemigos desde Sabana Larga hasta la sabana de Dajabón, en tan gran número, que me parece imposible contarlos.”

Añadió, refiriéndose a los soldados victoriosos, que: “Después de la gloriosa jornada del 24 en los campos de Jácuba, en que las armas de la República han obtenido un triunfo tan completo sobre las huestes enemigas, que buscando nuevos escarmientos, osó invadir estas provincias, cumplo con los deseos del Gobierno y los impulsos más sinceros de mi corazón en deciros que habéis merecido bien de la Patria…”

El héroe independentista y restaurador Benito Monción Durán igualmente hizo un amplio relato de los hechos que dieron como resultado el triunfo de los dominicanos en Sabana Larga. Describió lo ocurrido en Talanquera, El Llano, el paso de Macabón, y la persecución contra los invasores en Guayubín y caseríos aledaños, hasta su “retirada en confusa derrota.”

Sobre la batalla de Jácuba el comandante superior militar de Santiago, general Domingo Mallol, de origen catalán y comerciante como su progenitor, le informó al Ministro de Guerra, mediante comunicación del 27 de enero de 1856, sobre los invasores, entre otras cosas, que: “Los Generales Florentino y Peña les salieron por la retaguardia en la sabana de Jácuba y la mortandad fue terrible. Hemos calculado en más de mil los muertos en este sitio.” 

En resumen, los héroes dominicanos de las batallas arriba mencionadas adquirieron suprema categoría marcial, a pesar de que en ellas había en gran cantidad eso que, en el lenguaje militar en otro tiempo, se conocía como “fuerzas brutas individuales”, con el añadido de que era escasa la provisión de boca para las tropas combatientes.