sábado, 21 de mayo de 2022

NAPOLEÓN FUE PERDEDOR EN EL CARIBE (2)

 

NAPOLEÓN FUE PERDEDOR EN EL CARIBE (2)

 

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

 

Los impactantes hechos militares, políticos, raciales, económicos, sociales y de índole personal de Napoleón Bonaparte cubren senos oceánicos, desde que era un ardiente seguidor de los jacobinos hasta que murió como destronado emperador francés cautivo de los británicos.

Escribir sobre una figura de su magnitud siempre fascina, porque permite escudriñar los entresijos que sirvieron de eje central a las actividades públicas y privadas de una persona fuera de lo común, cuyas decisiones causaron odio o admiración entre sus contemporáneos. Esa ambivalencia se ha proyectado hasta el presente.

Su talante de hombre brioso se supo desde que con sólo 19 años de edad fue destinado, con el rango de subteniente de artillería, en abril de 1789, al cuartel de Auxonne, en la región de Borgoña, situada en el centro este de Francia.

Faltaban pocos días para que estallaran las primeras manifestaciones de la Revolución francesa desde cuyo torbellino el joven militar (nacido del vientre de la hermosa y tenaz  María Leticia Ramolino, en la mediterránea ciudad de Ajaccio, en la isla de Córcega) se elevó hasta convertirse en una renombrada personalidad.

En la historia oficial de Francia Napoleón Bonaparte está colocado en un elevado pedestal de prócer, porque en nombre de su país protagonizó grandes hazañas militares.

En muchas ocasiones empleó con éxito sus formidables conocimientos tácticos y estratégicos, así como su intuición para vencer a enemigos variopinto en épicas batallas a cielo abierto.

Sin embargo, ese coloso de la guerra tenía grandes abismos en su magnética personalidad. Así se comprueba al examinar su cotidianidad, desde las páginas de su biografía.

En la historia universal su memoria está degradada a los escalones donde moran los infames. Jorge Luis Borges dijo más de una vez que “hay gente que admira a Napoleón, yo no. Si uno admira a Napoleón, también puede admirar a Hitler, y eso sería terrible.”

Si había alguna duda de lo que era capaz de hacer para imponerse quedó despejada cuando el 2 de diciembre de 1804, en la Catedral de Notre-Dame,  con gesto adusto le quitó de las manos al Papa Pío VII la corona que pensaba ceñirle en la cabeza y dándole la espalda al pontífice se la colocó él mismo.

Instantes después Napoleón hizo lo mismo con su esposa caribeña, la martiniqueña Josefina Tascher de La Pagerie, a quien le puso en la cabeza una tiara convirtiéndola así en emperatriz consorte de Francia. Luego también ella fue reina consorte de Italia y duquesa de Navarra.

Ya en su calidad de emperador de Francia visitó la catedral de Aquisgrán y frente a las cenizas  de  Carlomagno (fundador en el año 800 del Sacro Imperio Romano Germánico) pronunció una frase que lo definía en toda su dimensión: “Sólo habrá paz en Europa cuando haya un solo jefe.”

Napoleón estaba consciente de su excepcionalidad. Ataviado con su pantalón blanco de lana de Cachemira, su pañuelo de seda de Madrás y su sombrero de fieltro de pelo de castor de Canadá repetía esta expresión lapidaria: “Un hombre como yo, es un dios o un diablo.”

Fue a ese hombre, que nunca pudo imponer su poderosa voluntad en el Caribe insular, a quien Beethoven le dedicó su Sinfonía No.3, también conocida como Sinfonía heroica, con tonalidad de mi bemol mayor.

Al comprobar la deriva autoritaria de su homenajeado el genial compositor, pianista y director de orquesta alemán se arrepintió y retiró dicha dedicatoria que colocaba a Napoleón en el olimpo musical.

Así ocurrió también con el poeta inglés Lord Byron, originalmente entusiasta admirador del hombre cuyas tropas fueron derrotadas el 7 de noviembre de 1808 en el cerro dominicano de Palo Hincado.

Ese miembro destacado del movimiento cultural conocido como Romanticismo, clave para la formación de la cultura occidental, renegó luego del emperador francés.

Lord Byron expresó su rechazo en una oda mordaz que remató con un vaticinio: “Podría surgir algún nuevo Napoleón para avergonzar al mundo otra vez.”

Muchos autores han descrito la crueldad usada por Napoleón cuando daba riendas sueltas a su espíritu avasallante en diversos sitios de las Antillas Mayores y Menores (que forman un arco en el mar Caribe); en otros lugares de América, así como en los océanos Atlántico e Índico, también en ciudades y campos de Europa e incluso en el norte de África, en el territorio de Egipto, donde asoló pueblos emplazados a ambas orillas del río Nilo.

Tal vez el biógrafo más penetrante sobre los sentimientos criminosos del poderoso emperador ha sido hasta ahora el eminente siquiatra español Juan Antonio Vallejo–Nájera, quien al mismo tiempo de definirlo como un hombre dotado de un “enorme talento y perspicacia” puntualizó lo siguiente:

“Si la historia debe hacer reproches a Napoleón no es por sus eclipses de buenos modales, sino por las crueldades, y el sacrificio despiadado de miles de vidas. Hoy,sin duda alguna, habría sido juzgado y condenado como criminal de guerra.”(Perfiles humanos. Editorial Planeta,1994.Pp83-128).

Los fracasos de Napoleón en el Caribe no se limitaron al aspecto militar, sino también al ámbito racial, político, económico y social.

En el 1796 impulsó el restablecimiento en firme de la esclavitud en las colonias francesas de esta parte del mundo. En teoría había sido abolida 2 años antes, por mera conveniencia coyuntural.

Cuando el 26 de enero de 1801 la ciudad de Santo Domingo fue entregada por el gobernador español Joaquín García Moreno a Toussaint Louverture, quien paradójicamente estaba siendo derrotado era Napoleón, pues no era la voluntad del entonces primer cónsul de Francia que se aplicara por vía del prominente personaje haitiano el artículo IX del Tratado de Basilea, tal y como consta en la documentación emanada del comisario francés Roume de Saint Laurent, así como en los hechos desatados posteriormente.

Cuando Napoleón decidió en el 1803, en su calidad de jefe del gobierno denominado El Consulado, abrir hostilidades contra los países entonces enemigos de Francia se produjo casi de manera automática un desplazamiento de la guerra entre potencias europeas hacia los territorios insulares del mar Caribe.

En esa ocasión él seguía poniendo en práctica la estrategia mercantilista basada en un acentuado apoyo de todos los resortes del poder estatal a las actividades industriales y comerciales que había impulsado Jean-Baptiste Colbert, el contralor general de las finanzas de Francia en los tiempos del rey Luis XIV.

 

sábado, 14 de mayo de 2022

NAPOLEÓN FUE PERDEDOR EN EL CARIBE I

 

NAPOLEÓN FUE PERDEDOR EN EL CARIBE I

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

Napoleón Bonaparte es una extraordinaria figura cuyos hechos, desde que participó en Francia en el derrocamiento del llamado Antiguo Régimen, convirtieron su nombre en uno de los más mencionados de la historia mundial.

Durante ese estremecedor conflicto social y político que se inició en la ciudad de París el 5 de mayo de 1789, conocido como la Revolución francesa, así como el período conocido como el Directorio, fue un activo revolucionario republicano que alcanzó en esa fase de su vida el grado de general.

Un somero análisis de los hechos en los cuales Napoleón intervino en esa convulsa etapa de la vida pública francesa permite decir que fue un traidor a las causas que dieron origen al levantamiento popular que acabó con el régimen de los Borbones.

La expresión de hondo contenido político resumida en las palabras “libertad, igualdad y fraternidad”, que había sido creada en diciembre de 1790 por el escritor y líder de los jacobinos radicales Maximilien Robespierre, y que se convirtió rápidamente en el lema de la Revolución francesa, sería echada a un lado por Napoleón. Con sus actitudes y trapisondas convirtió aquel ideal en un simple anhelo truncado.

Luego del golpe de Estado contra el referido Directorio Ejecutivo, en el 18 Brumario (9 de noviembre de 1799), se creó una nueva institución de gobierno con el nombre de El Consulado, con Napoleón como primer cónsul.

Para defenestrar a las autoridades anteriores a El Consulado contó con un fuerte apoyo popular y la plena adhesión del ejército.

Logró esa rara confluencia de intereses entre civiles y militares mediante una sincronización perfecta de sus extraordinarios atributos marciales y su gran habilidad política.

En principio se creó una pantomima de triunvirato en el que Napoleón se hizo acompañar por el ensayista y académico Emmanuel Joseph Sieyés y el político y legislador Pierre Roger Ducos. Ambos eran hombres de paja, pues el poder absoluto lo tenía el genial corso en su dicha calidad de primer cónsul. 

Para sorpresa y perplejidad de no pocos, a partir del 18 de mayo de 1804 Napoleón Bonaparte se declaró emperador de Francia, coronándose el día 2 de diciembre de ese mismo año.

El 26 de mayo de 1805 se añadió el título de Rey de Italia. Tuvo plenitud de poderes frente a sus súbditos de ambos países transalpinos.

En octubre de 1813 abdicó, y fue exiliado a la isla Elba, en la Toscana de Italia. Su prisión en ese territorio insular no era tal, pues mantenía su propia escolta y todos los privilegios que se le antojaran.

Está rigurosamente comprobado que los custodios que tenía allí obedecían a pie juntillas todas sus órdenes. En realidad fueron unos pocos meses alejados de los focos parisinos. Se podría decir que disfrutaba unas vacaciones especiales en el archipiélago toscano, cerca de su Córcega natal.

De allí se fugó con toda su comitiva el 26 de febrero de 1815, instalándose de nuevo en Francia el día 20 de marzo de dicho año. Esa vez su gloria sólo duraría unos 100 días.

El resplandor de su fulgurante personalidad comenzó a apagarse cuando fue derrotado por la denominada Séptima Coalición, formada por varios monarcas europeos que pusieron a la cabeza de sus tropas al general británico de origen irlandés Arthur Wellesley, mejor conocido como el Duque de Wellington.

Ese hecho histórico, que trascendió las fronteras terrestres y marítimas de Europa, ocurrió el 18 de junio de 1815. Fue la célebre batalla de Waterloo, librada en las laderas y repechos cercanos a esa ciudad que ahora es territorio de Bélgica.

Desde Waterloo Napoleón Bonaparte retornó cabizbajo a París. Tal vez en esos momentos pesaba sobre su conciencia que más de 40 mil soldados franceses habían muerto en su último episodio militarista, y seguro de que se habían escapado para siempre sus deseos de crear un imperio francés con dominio de todo el llamado viejo continente, como se le dice a Europa.

Fue apresado por los ingleses y encarcelado en la isla Santa Elena, ubicada en un remoto lugar del Atlántico Sur. Allí murió el 5 de mayo de 1821, aparentemente envenenado con arsénico, con prescindencia de que padecía varias dolamas. Tenía 51 años de edad.

Dicho lo anterior para poner en perspectiva al personaje que nunca pudo controlar, como era su deseo, varias de las islas del mar Caribe, a pesar de haber sido detentador de un poder absoluto, tener el control de un vasto territorio con pueblos de lenguas y costumbres diferentes, ser el comandante en jefe de uno de los ejércitos más poderosos de su época y, además, ser un indiscutible genio militar.

Sus fracasos en esta parte del mundo se comprueban al estudiar el resultado de las acciones bélicas de sus oficiales y tropas.

Uno de los fiascos más notorios de Napoleón Bonaparte en el Caribe insular fue el desastre de la expedición armada que organizó en el 1802,  la cual puso al frente a su cuñado Charles Leclerc.

Dicha caravana de guerra estaba compuesta por 81 embarcaciones de diferentes tipos (navíos, fragatas, corbetas, bergantines, avisos, buques de transporte, etc.) distribuidos en varios escuadrones navales con barcos de guerra de Francia, España y Holanda, dotados con cientos de cañones de gran poder de fuego.

Leclerc surcó aguas caribeñas el 29 de enero de 1802.Tenía bajo su mando 58,000 hombres. Las últimas escuadras de aquella aventura napoleónica penetraron al mar Caribe el 20 de septiembre de 1802.

Resultaron fallidos todos los intentos de los generales Leclerc, Rocambeau, Dugua, Baoudet, Villaret-Joyeuse y otros, por hacer cabeza de playa en las ciudades marítimas dominicanas de Puerto Plata, Santo Domingo, Samaná y Montecristi. Ellos trataban de dar cumplimiento a las órdenes de Napoleón.

En el caso de su incursión en Haití tampoco logró esa inmensa armada afincarse en firme en pueblos ribereños como Puerto Príncipe, Les Cayes, St Marc, Port de Paix, Mole St Nicholas, Gonaives y Jéremie.

La historia registra que por diversos motivos más del 90% de dichos expedicionarios perecieron en esta parte del mundo. El propio general Leclerc lanzó su último hálito de vida en la isla haitiana La Tortuga, el 2 de noviembre de 1802. Fue víctima, como miles de sus subalternos, de la fiebre amarilla.

Es oportuno señalar que esa fallida expedición tuvo su origen en el Tratado de Basilea del 1795, mediante el cual Francia le devolvió a España los territorios que le había ocupado en una guerra previa.

Mediante ese acuerdo volvieron a la jurisdicción española la región de Cataluña (Barcelona, Lérida, Gerona y Tarragona) y las provincias vascongadas (Álava, Guipúzcoa y Vizcaya). A cambio España le cedió a Francia el territorio oriental de la isla de Santo Domingo, es decir la actual República Dominicana.

En la ciudad de Santo Domingo dicho Tratado fue dado a conocer el 18 de octubre de 1795. En su artículo IX se lee que: “el Rey de España por sí y sus sucesores cede y abandona en toda propiedad a la República Francesa toda la parte española de la Isla de Santo Domingo en las Antillas.”

Al margen de su inclinación por España, hay que decir que en el romancero popular dominicano aparece una décima del célebre Meso Mónica lamentando la presencia aquí de la Francia dirigida por Napoleón Bonaparte.

El poeta popular y gran repentista que fue Meso Mónica utilizó frases como éstas: “Dime tú, noble ciudad, ¿Quién te puso en este día entre indecibles tormentos?

Ese sentimiento anti napoleónico se reproduciría muchas veces, tanto aquí como en otros lugares del Caribe, tal y como indicaré en la siguiente entrega.

 

domingo, 8 de mayo de 2022

BATALLAS DE EL NÚMERO Y LAS CARRERAS y II

 

BATALLAS DE EL NÚMERO Y LAS CARRERAS  y II

 

TEÓFILO LAPPOT ROBLES

 

Para concluir las breves pinceladas sobre la Batalla de El Número y entrar en los detalles de la Batalla de Las Carreras, ambas ganadas por los dominicanos en la tercera invasión armada de los haitianos a nuestra nación, es oportuno traer al presente una nota dejada para la posteridad por un personaje que jugó un papel importante en la defensa de la Independencia Nacional.

En efecto, el ciudadano francés Francisco Soñé, radicado desde hacía años en el sur del país, valiente héroe de la Batalla del 19 de marzo de 1844, en Azua, escribió en sus memorias que:"cuando Duvergé libraba la batalla de El Número Santana y sus amigos estaban en fiesta en Sabana Buey con lindas aldeanas de los contornos en un movido baile que duró toda la noche y se prolongó hasta el medio día."

Por su lado el historiador César A. Herrera Cabral describe que mientras Duvergé derrotaba a los invasores haitianos en el territorio azuano de El Número estaba "...el omnipotente caudillo Santana acampando como Señor de la Guerra en el Cuartel General de Sabana Buey." Más claro ni el agua de un arroyo cristalino.

Sobre la Batalla de Las Carreras hay una miríada de interpretaciones, muchas de ellas con grandes inconsistencias; pero siempre hay oportunidad de sacar conclusiones aproximadas a la verdad de los hechos.

Una de las versiones al respecto es la del señor Max Rayband, un agente consular francés estacionado en Puerto Príncipe, quien un libro que tituló “El Emperador Soulouque y su imperio.”

En dicha obra, al referirse a la Batalla de Las Carreras, dicho cónsul relata que el suelo de ese poblado dominicano quedó lleno de cadáveres y de soldados agonizantes. Remata su opinión diciendo que: “más de mil fusiles abandonados por los invasores fueron recogidos sobre el campo, así como trescientos caballos.”

Los relatos más creíbles de nuestro ayer describen que el proyecto de los conservadores que hegemonizaron los inicios del ejercicio de la cosa pública en la República Dominicana no era mantener en pie la Independencia, sino entregar la soberanía nacional a un poderoso país que les asegurara privilegios económicos, políticos y sociales a sus miembros.

Para lograr sus propósitos antipatrióticos los conservadores maniobraban desde Santo Domingo, Sabana Buey, Santiago y otros lugares, rechazando una y otra vez (como hizo Santana contra Duarte el 23 de marzo de 1844) cualquier asomo de fortalecer los mecanismos de defensa que aseguraran la permanencia de la República Dominicana como una nación libre. 

Como parte de ese entramado en contra de la patria desde el principio los  susodichos conservadores minimizaron la trascendencia histórica de la Batalla de El Número y en cambio disfrazaron como héroe supremo de las Batallas del 19 de marzo y de Las Carreras a Pedro Santana Familias, creando alrededor de su figura una aureola que difuminaba a los verdaderos héroes de aquellas gloriosas jornadas de las armas dominicanas.

A Santana lo presentaron entonces, y así han seguido haciéndolo hasta ahora, como el héroe único de la Batalla de Las Carreras.

Para contrarrestar dicho invento, que distorsiona un tramo de la historia dominicana, alguien, en el 1858, con gracia y astucia, calificó a ese personaje como un hombre que “no tiene del tigre más que la figura y las mañas.”

Durante el régimen de Trujillo los santanistas tuvieron un gran impulso editorial procurando revertir la realidad de los hechos del pasado. Es una prueba más de que la historia dominicana está llena de mentiras sostenidas.

Analizar la importante obra del historiador César A. Herrera Cabral, titulada “La Batalla de Las Carreras: Sus antecedentes históricos y consecuencias”, permite tener una idea depurada de los hechos concernidos a esa jornada épica. (Editora Taller, 4ta.edición,1985).

La lectura de la abundante documentación recibida y despachada por el señor Román Franco Bidó, quien era el Ministro de Guerra y Marina del gobierno encabezado por Manuel Jimenes, permite comprobar que lo ocurrido los días 20 y 21 de abril del 1849 en el poblado de Las Carreras no fue como lo presentaron entonces y después los conservadores.

Al margen de algunos de sus juicios, no compartidos por mí sobre los alcances históricos de la Batalla de Las Carreras, resulta interesante resumir la opinión que sobre ese acontecimiento bélico hace el señor Joaquín Balaguer en su obra El Centinela de la frontera:

a)Que el 20 de abril de 1849 Santana se hallaba ausente en su cuartel de Sabana Buey y “sólo conoció los detalles de este primer episodio por los reportes oficiales enviados desde el campo de la acción por el coronel Francisco Domínguez” y

b)Que el segundo combate se libró el 21 de abril. Duró una hora y media “y culminó con un asalto al arma blanca…” Santana llegó al final de los combates, cuando ya el triunfo lo tenían los dominicanos. Ya había caído el bravo general haitiano Louis Michiel “con el pecho perforado por la lanza de Cleto Villavicencio, soldado del Batallón de Higüey.”

Hay que señalar que el 23 de abril del citado 1849 hubo otros encuentros de los dominicanos con los invasores en desbandada. Esas acciones se debieron exclusivamente al instinto militar de los coroneles Aniceto Martínez, Bruno Aquino y Bruno del Rosario.

En La Batalla de Las Carreras el acre olor a pólvora lo sintieron con intensidad, entre otros valientes patriotas, Antonio Sosa, Francisco Domínguez, Antonio Abad Alfau, Marcos Evangelista, Blas Maldonado, Merced Marcano, Pascual Ferrer, Juan Cheri Victoria, Cleto Villavicencio y  Baltasar Belén.

El ponderado historiador y pensador Emiliano Tejera, con su proverbial objetividad, al referirse a las acciones de guerra de El Número y Las Carreras señala que en los 12 años de enfrentamientos contra los haitianos Santana “sólo oyó los tiros del enemigo dos veces….”

Diferente a Duvergé, que el mismo Tejera dice sobre él lo siguiente: “Puso su pie victorioso en donde nunca lo puso Santana.”

Un repaso minucioso de los antecedentes de la Batalla de Las Carreras permite decir que la misma tuvo varios héroes ideológicos, entre ellos Duarte, Duvergé, Mella y José María Cabral. Esa condición excepcional les es aplicable porque fueron referentes que abanderaban la libertad del pueblo dominicano.

Al analizar el pensamiento militar de esos patriotas se comprueba que estaban en sintonía con las prédicas del famoso personaje real o ficticio chino conocido como Sun Tsu, al cual se le atribuye haber dicho: “El triunfo es el principal propósito de la guerra. Si tarda mucho en llegar, las armas se embotan y la moral disminuye.”(El Arte de Guerra.Capítulo II.Dirección de la Guerra.Ediciones Leyenda.México.)

Las enseñanzas militares de Mella jugaron un papel de mucha importancia en la Batalla de Las Carreras, como justicieramente señaló hace 131 años Federico Henríquez y Carvajal al desglosar sus haberes históricos: “Las Carreras su briosa intrepidez.”(Discurso.27-2-1891.)

En el referido enfrentamiento sangriento, reitero, se probó de nuevo, con impresionante eficacia, la táctica de combate creada como doctrina de guerra por el patricio Ramón Matías Mella para enfrentar en el fragor de los combates a los invasores.

Así resumió él sus enseñanzas: para  las líneas de vanguardia ordenaba cuerpos en tierra cuando retumbaban los cañones enemigos y ágiles avances cuando los contrarios recargaban armas.

Santana y su grupo aprovecharon los méritos patrióticos de otros en las Batallas de El Número y Las Carreras para consolidar su poder: Iniciaron a los pocos días una rebelión contra el presidente Manuel Jimenes, al cual obligaron a renunciar el 29 de mayo de 1849, con el apoyo eficaz de los cónsules de Inglaterra, Francia y EE.UU.

Un congreso con muchos paniaguados y no pocos adocenados declaró a Santana como Libertador de la Patria, con orden expresa de que su imagen fuera colocada en la sala de sesiones del Congreso “en medio del inmortal Colón y el de don Juan Sánchez Ramírez.”

Como una suerte de jugosa “ñapa” al después de la Anexión designado por una reina española como el Marqués de Las Carreras el Estado le donó en mayo de 1849 una casa de dos plantas en la calle El Conde, de la ciudad capital,  dizque a “título de indemnización por sus sacrificios.”

En cambio, como una amarga paradoja, luego del triunfo de los patriotas dominicanos en las Batallas de El Número y de Las Carreras el gran héroe Antonio Duvergé fue apresado y se le abrió un primer juicio por una acusación insostenible, de la cual salió absuelto, pero fue confinado en el Seibo, donde posteriormente se le abrió otro falso expediente y fue fusilado por órdenes de Santana el 11 de abril de 1855.

El triunfo dominicano en la Batalla de Las Carreras, que a mi modo de ver ha sido  injustamente cuestionado por algunos historiadores, fue en gran medida por la aplicación de la referida doctrina militar de Mella y una secuela del éxito arrollador de las tácticas elaboradas y desplegadas en los teatros de la guerra por Antonio Duvergé Duval, el héroe de muchos combates y batallas de gran significación en la cronología que marca con luminosidad la dominicanidad.

Hay que resaltar, por su valor intrínseco en el fragor de los combates, que el Dr. Pedro Delgado estuvo en la Batalla de Las Carreras, en  calidad de médico para asistir a los heridos; tal y  como escribió en el 1885 el sacerdote Francisco Xavier Billini.

También vale decir que el himno de ese acontecimiento bélico, donde los dominicanos salieron triunfantes, lo escribió el poeta, militar y clarinetista Juan Bautista Alfonseca Baris.

En resumen, las Batallas de El Número y Las Carreras están entre las más importantes de todas las desarrolladas por los dominicanos contra los invasores haitianos, desde el bautismo de fuego en el sitio llamado Fuente del Rodeo, en el  área de Neiba, el día 13 de marzo de 1844, hasta la última que se libró en Sabana Larga, Dajabón, el 24 de enero de 1856.