viernes, 29 de octubre de 2021

LA DOCTRINA MONROE I

 

LA DOCTRINA MONROE I

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

La Doctrina Monroe fue divulgada el 2 de diciembre de 1823 por el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica James Monroe.

Su principal redactor fue John Quincy Adams, entonces jefe de la diplomacia de dicho país y sucesor de Monroe.

Dicha doctrina es uno de los documentos más controversiales de política internacional, pues más allá de lo que dicen sus letras ha sido utilizada para cometer muchos abusos fuera de las fronteras de los EE.UU.

Su contenido revela la voluntad de los líderes estadounidenses de entonces de hacer frente a la hegemonía que durante siglos habían tenido las potencias de Europa en el continente llamado América.

Con ella pretendían sus editores, además, a su decir, frenar los propósitos de la llamada Santa Alianza, una coalición militar que en la segunda década del siglo XIX buscaba restaurar el absolutismo monárquico en algunos países europeos, con extensión a sus colonias ultramarinas.

En realidad la Doctrina Monroe se creó como una herramienta útil para convertir a  los EE.UU. en el país más poderoso de la tierra.

Fue uno de los primeros símbolos de su naciente poder imperial. Para ellos era una especie de su toro Apis, solo que con más poder que aquel ser mitológico.

Contrario al pregón de que era un escudo de defensa para todos los países de América, lo que se buscaba era que los EE.UU. impusieran su predominio frente a los demás pueblos de esta parte del mundo.

Las bases fundamentales de la Doctrina Monroe quedaron sustentadas por conveniencia económica, geográfica, política y militar de los Estados Unidos de Norteamérica, bajo su lema nacional  E Pluribus Unum  (“de muchos, uno”).

La conocida metáfora del palo y la zanahoria (dar y quitar), convertida en un sonsonete por la diplomacia estadounidense, ha encontrado en dicha doctrina una suerte de apoyo permanente.

Al analizar los hechos históricos de las relaciones de los EE.UU. con las naciones de América Latina se comprueba que lejos de reivindicar la soberanía de sus vecinos lo que ha llegado del “norte revuelto y brutal” han sido muchos abusos.

El argumento propagandístico utilizado para materializar los propósitos que recorren de arriba abajo la Doctrina Monroe descansa en el epígrafe “América para los americanos.” Se trata de un sofisma que esconde la vocación geófaga del potente país norteamericano.

El objetivo real que subyace en esa doctrina era y es ampliar cada vez más las fronteras terrestres y marítimas del país que la produjo, y también  incrementar su hegemonía sobre los países situados más abajo del Río Bravo.

Es por eso que el calificativo que mejor le ha encajado a ese cuerpo de doctrina, en el contexto de su realidad histórica, es “América para los norteamericanos.”                                                                                                          El ilustre  Pedro Henríquez Ureña (llamado por Alfonso Reyes una reencarnación de Sócrates) pronunció en abril de 1921 una conferencia en la Universidad de Minnesota titulada Relaciones de Estados Unidos y el Caribe, en la cual criticó fuertemente la Doctrina Monroe, explicando las veces que se había utilizado para avasallar a los pueblos caribeños. Antes la había calificado, en un artículo de gran calado, como “la doctrina peligrosa.”                                                                                                                                                                                                                                                     Como un aldabonazo que retumbó desde el Medio Oeste de los EE.UU. el referido polímata dominicano, al quejarse sobre el uso y abuso de la Doctrina Monroe, puntualizó lo siguiente:

“Los que no hayan vivido en un pequeño país independiente no conocen el sentimiento que existe en ellos de estar elaborando su propia vida, creando su propio tipo y modo de ser, creando constantemente. Cada nación pequeña tiene alma propia y lo siente.”1

Se impone precisar que el sistema político que siempre ha puesto en práctica el referido imperio tiene sus propios códigos. Tal vez por eso dicha doctrina originalmente tuvo poco eco en el Congreso de esa apabullante nación. No pasó por el cedazo de una posible incorporación como materia legislativa.

Aparentemente fue dejada de lado, pero seguía ahí como algo en estado larvario; como un cuerpo teórico cuyo contenido podía ser llevado a la práctica en cualquier circunstancia, tal y como ha ocurrido muchas veces a lo largo del tiempo, para perjuicio de los pueblos latinoamericanos.

Los hechos posteriores demuestran con claridad meridiana que ese desinterés congresual sobre las proyecciones de la Doctrina Monroe no estuvo presidido por una vocación de apego, por ejemplo, a los conceptos trazados en el 1690 por John Locke en su obra titulada Tratado de gobierno civil. Tampoco lo fue atendiendo a las reflexiones que en el 1748, dentro de la Ilustración francesa, difundió Montesquieu en su clásico libro Espíritu de las Leyes.

Las argucias contenidas en la Doctrina Monroe a veces aparecen agachadas en un bosque de grandes árboles, como cuando se ha alegado que la misión de los EE.UU. es proteger a los países débiles de esta parte de la tierra.

En ocasiones una ventisca parece sacar las mentiras de ese texto a una sabana abierta, con simples manchas de vegetación. Es cuando el rutinario intervencionismo estadounidense se presenta con sus mil caras conocidas, siempre sin ningún hilo justificativo para imponer sus intereses. Ejercen el papel auto asignado de policía del mundo.                                                                                                                             En la Doctrina Monroe, por lo que en ella se dice y por lo que con ella como excusa se ha hecho, puede estar la clave para entender al gran escritor colombiano Germán Arciniegas cuando en el 1982, desde La Sorbona, en París, Francia, proclamó con gran énfasis, en su conferencia titulada América es un ensayo, que:

“De todos los personajes que han entrado a la escena en el teatro de las ideas universales, ninguno tan inesperado ni tan extraño como América...Nuestra América sigue siendo un problema, y no es posible para nosotros escapar a sus tentaciones y desafíos.”2

El estudio de los hechos concernidos a la Doctrina Monroe demuestra que en su primera etapa, como instrumento pionero de manipulación y negocios de los EE.UU., sirvió de plataforma para el intercambio de favores con algunos de los imperios europeos que incidían en los países del mar Caribe y de Sudamérica. Fue lo contrario a lo que se pregonaba desde las oficinas gubernamentales de la ciudad de Washington.  

Esa verdad irrefutable era una continuación de la política de falsa neutralidad levantada por los EE.UU. en momentos en que varios países de América Latina luchaban por su emancipación de los colonizadores europeos. Entonces no existía la susodicha doctrina.

Esa “neutralidad” fue echada por tierra cuando se produjo un incidente naval en el río Orinoco, en el año1817, donde fueron capturadas y confiscadas por órdenes de Simón Bolívar las goletas estadounidenses Tigre y Libertad, las cuales estaban cargadas de armas, municiones  y vitualla para tropas colonialistas españolas acantonadas en la zona.

Es oportuno señalar que salvo los aludidos quid pro quo con Inglaterra, España o Francia, la Doctrina Monroe no se aplicó abiertamente, por razones internas y externas, durante las administraciones sucesivas de los presidentes Monroe, Adams, Jackson, Van Buren, Harrison y Tyler.                                                                                                                             Quizás fue esa aparente dejadez la que llevó al historiador bostoniano Dexter Perkins a escribir que la Doctrina Monroe: “Se la comentó raras veces en los diarios”,  ampliando que en Europa “existía una clara disposición a atribuir el mensaje a las exigencias de la política nacional…”3                                                                                                                                                                                                                                          

Bibliografía:

1-Pedro Henríquez Ureña. Obras Completas. Tomo V(1921-1925).Editor UNPHU,1974.P288 y 289.

2-América Ladina. Impresora Progreso, México, 1993. Pp331-340. Germán Arciniegas.

3-Historia de la Doctrina Monroe. Editorial Eudeba, Argentina, 1964. Dexter Perkins.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                 

sábado, 23 de octubre de 2021

LUPERÓN DESPUÉS DE LA RESTAURACIÓN (y III)

 

LUPERÓN DESPUÉS DE LA RESTAURACIÓN (y III)

 

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

Analizando la hoja de vida del prócer Gregorio Luperón lo primero que pienso es que él vivió atado al mejor porvenir de la patria; una unión idéntica a como lo hace el sarmiento a la vid, para hacer brotar los racimos de uvas.

Estuvo vinculado al mejor destino del pueblo dominicano desde que en el 1857, con sólo 18 años, fue designado jefe auxiliar en el cantón llamado Rincón, en el entonces Distrito Marítimo de Puerto Plata, su tierra natal, hasta sus tribulaciones finales de salud, en la misma tierra que lo vio nacer.

En un texto que nunca ha sido objetado, por provenir de una voz tan autorizada como era la del cura y patriota Rafael Conrado Castellanos, se describe con la fuerza de todo su impacto para las futuras generaciones de dominicanos que a las 9:30 de la noche del 21 de mayo de 1897 Luperón trató de levantarse de su lecho de muerte exclamando su última frase: “Los hombres como yo no deben morir acostados…”1

El papel protagónico de Luperón en su lucha por la libertad trascendió las fronteras dominicanas, en una clara actitud geohistórica que buscaba una protección de los países chiquitos de la zona contra la voracidad de los grandes.

Hay abundantes pruebas de que fue un gran abanderado del enlace entre los pueblos antillanos para que pudieran defenderse en forma conjunta de las embestidas del Tío Sam, de potencias europeas que por siglos se mantuvieron activas por esta parte del mundo, así como de los colonialistas españoles de la llamada Sacarocracia anclada con garfios potentes en puntos clave del Caribe insular.

Así lo reconoció Eugenio María de Hostos en el 1884, al referirse al sentimiento de nacionalidad de las Antillas Mayores y al impulso que a ese deseo dieron “los ánimos y brazos” de la Primera Espada de la Restauración:

“Luperón fue el primer jefe intencional de ese partido no nacido, al menos sí nacido en el espíritu de algunos...”

Cuando el 9 de diciembre de 1868 el entonces presidente de los EE.UU. Andrew Johnson envió el tradicional mensaje anual al Congreso de ese país, exponiendo  con sofismas, en una parte del mismo, presagios ominosos contra la soberanía de la República Dominicana, se encontró con la más vigorosa oposición de Gregorio Luperón, quien aceleró sus planes de convencer a líderes de países vecinos al nuestro sobre la importancia de la unidad.

Potenció más su antillanismo cuando meses después de aquel informe subió a la presidencia estadounidense el general Ulises Grant, compinche de negocios del entreguista dominicano Buenaventura Báez.

Impulsó con acciones concretas los sueños de ilustres caribeños, entre ellos  Betances, Hostos, Martí y Maceo. Con el último habló largamente en Puerto Plata el 11 de febrero de 1880.

Retomando la política doméstica hay que anotar que en las elecciones efectuadas en el 1886 Luperón alentó de nuevo, en más de una ocasión, al prócer restaurador Pedro Francisco Bonó para que lanzara su candidatura presidencial, pero este, como había hecho antes, se negó.

Es en esa coyuntura que Luperón, por razones políticas y al parecer también personales, cometió el gran error de apoyar a Ulises Heureaux para que volviera a aspirar a la presidencia de la República.

Quedó comprobado que Luperón fue engañado por las manifestaciones de supuesto arrepentimiento del ladino mandatario en ejercicio, quien había cometido hechos atroces contra muchos dominicanos. Debió pensar que aquel sagaz e inescrupuloso compueblano suyo no dejaría de manera voluntaria el poder. Aquella malhadada ayuda política fue una pifia grande de su parte.

Todavía  el ensayista francés André Breton no había fundado el surrealismo como sinónimo de absurdo, pero se puede decir que en esas referidas elecciones ocurrieron hechos que pautaron antecedentes del mundo macondiano caribeño.

Pruebas al canto de lo anterior:

En el tercer tomo de su Autobiografía Luperón relata que al acercarse el día de las elecciones de 1886 Heureaux le escribió una carta (fechada en Santo Domingo el 14 de abril de dicho año)  en la cual le decía entre otras cosas que: “Ya no saben a qué apelar los contrarios…Se me rotula la casa “¡abajo el negro! Se echa “abajo el mañé.”2

Es pertinente decir que el gran simulador que era Lilís comenzó esa carta con un “Mi querido General”  y la terminó con un zalamero “suyo de corazón.”

El otro candidato fuerte en dichas elecciones, Casimiro N. de Moya, también se dirigió a Luperón, en carta de fecha 4 de mayo de 1886, la cual comienza así: “Mi muy estimado General y amigo” y termina con: “…mande como guste a su amigo de corazón.”

Sin embargo, en el texto que figura entre ambas frases Moya ponía en duda que  las elecciones fueran “libres y legales”  y de que no “se escatimarán votos.”

Como núcleo de su presentimiento  le indicaba a Luperón que: “…hay ya bastantes indicaciones de que  no ha de tener lugar lo primero y de que, por consecuencia, se dificulte lo segundo.”3 

Meses antes Luperón trató de que ambos aspirantes, que eran enemigos políticos y personales entre ellos, formaran la dupla Heureaux-de Moya. Eso no cuajó por razones obvias, en el contexto de esa época.

Bajo el escudo de una y mil travesuras se publicó en el órgano oficial que Heureaux triunfó al obtener  43,740 votos. Su acompañante Segundo Francisco Imbert Delmonte obtuvo casi igual cifra, sólo 5 votos menos. Al candidato presidencial declarado perdedor, Casimiro N. de Moya, sólo le contaron 26,112 votos.

El mapa electoral de esa ocasión fue maquillado así: En beneficio de Ulises Heureaux las provincias o distritos de Santo Domingo, Puerto Plata, Samaná, El Seybo, Espaillat, Azua, San Pedro de Macorís y Barahona, con sus municipios y campos.

En favor de Casimiro N. de Moya: Santiago, Monte Cristi y La Vega, con sus pueblos aledaños.4

El fraude cometido contra Casimiro de Moya provocó que el 21 de julio de 1886 comenzara una breve pero sangrienta guerra fratricida en la cual participaron combatientes de  La Vega, Moca, Santiago, Puerto Plata, Dajabón y otros pueblos cibaeños.

En medio de esa contienda armada Heureaux también utilizó los caudales públicos para sobornar a prominentes moyistas, lo que llevó a varios coplistas a decir que en esa contienda hubo más plata que plomo.

 En la lucha armada llamada Revolución Moyista Luperón participó del lado de Heureaux. No era la primera  guerra civil en la que participaba. Por ejemplo en el 1875 conspiró contra el gobierno de Ignacio María González, el cual tuvo que renunciar a la presidencia de la República ante el Congreso Nacional.

Cuando Luperón finalmente se percató que las acciones de Heureaux giraban hacia perpetuarse en el poder mediante la represión, el soborno o la cooptación de figuras importantes del Partido Rojo, como fueron los casos de  Generoso de Marchena, Wenceslao Figuereo, José María Gautier y otros, realizó algunas maniobras políticas tratando de revertir la situación, pero ya era tarde.

A partir de entonces el Partido Azul  fue suplantado por la figura todopoderosa del tirano Lilís. La estrella política de Luperón fue cayendo en picada.

En el 1888 fue expulsado de nuevo del país, a pesar de que era nominalmente el máximo líder del Partido Azul, el mismo en el cual militaba Heureaux, a quien un congreso de paniaguados ya había proclamado con el pomposo título de Pacificador de la Patria, lo cual no dejaba de ser un auténtico oxímoron.

Cualquier análisis político, por lineal que sea, lleva a la conclusión de que ya Luperón había perdido la partida en el ajedrez de la política dominicana, pero su reciedumbre le permitía seguir en pie de lucha.

Fue por esa condición excepcional que desde el pequeño pueblo de arquitectura danesa llamado Charlotte Amalie, el principal de la isla de Saint Thomas, mantenía contactos con los que adentro del país luchaban contra la tiranía de su ex pupilo.

Fue muy activo en la conspiración que se organizó en todo el país en el 1892, tal y como se comprueba en papeles dispersos dejados en viejos baules por jóvenes de Higüey, El Seybo, Hato Mayor, La Romana y San Pedro de Macorís que se habían enfrentado en la loma de El Cabao y sus alrededores con alias Lilís.

Así también se hace constar en manuscritos que dejaron personajes como Manuel de Jesús de Peña Reinoso, Pedro F. Bonó y otros, quienes en la medida de sus posibilidades combatían al sátrapa utilizando como punto operativo al centro cultural Amantes de la Luz, de la ciudad de Santiago de los Caballeros.

A Luperón le fue descubierto en su exilio caribeño un cáncer en la garganta que terminaría con su vida.

Varios años antes había sufrido otras enfermedades, incluyendo la pérdida de su voz, la cual recuperó consumiendo unas raras flores fritas en un aceite preparado por el dueño de una posada cercana a la famosa ciudad de Aix-les Bains, en Saboya, en el sudeste de Francia. Al menos así se ha descrito en algunos manuales de historia médica de personajes históricos del país.

A la pequeña isla de Saint Thomas fue a buscarlo Heureaux, en el crucero Restauración, invitándolo a que lo acompañara en el retorno. Luperón  volvió, pero por sus propios medios, cinco días después, el 15 de diciembre de 1897. 

Había mucho cálculo político, histrionismo, malicia y faroleo en el referido gobernante. Menos era el alegado acto de su contrición. Era un hombre con su alma encallecida. Más que un corazón parecía colgarle una molleja en el lado izquierdo de su caja torácica.

Heureaux tenía décadas ejercitándose en la práctica de la teatralidad política. Así lo demuestran sus hechos y su epistolario, entre otras cosas.

Cuando Luperón murió reinaba en el país una calma presagiosa, anunciadora  de que la tiranía iba rumbo a su desaparición.

Alias Lilís, en otra escena teatral, con el objetivo de capitalizar en términos políticos el momento de congoja nacional, ordenó que las honras fúnebres de Luperón, a quien tanto le debía y al que tantas amarguras produjo, se hicieran con los más elevados niveles de solemnidad. Decidió pronunciar el panegírico en presencia de importantes personalidades, incluyendo la cúpula católica encabezada por el Arzobispo Fernando Antonio de Meriño.

Con sus virtudes y defectos, luces y sombras, genialidades marciales y errores políticos, lo cierto es que al colocar la figura histórica de Gregorio Luperón en el  fiel de la balanza de nuestro pasado lo positivo en él se impone.

Mientras algunos espíritus sumisos a la mezquindad han lanzado esputos envenenados contra Luperón, en cambio el gran educador antillanista Eugenio María de Hostos dijo con motivo de su muerte lo siguiente:

“¡Pobre Luperón! Haber batallado con tanta fuerza y tanta eficacia por la Independencia y por la libertad de su patria; haber amado tanto nuestra patria antillana; haber sido tan capaz de servirle del modo más efectivo; y más brillante; y haber tenido que pasar años enteros en el destierro insano, muerte de ilusiones, esperanzas y aptitudes que nadie sabe, sino sufriéndola, cuánto y cómo ayuda a la muerte de los órganos…”5  

Bibliografía:

1-Obras. Rafael C. Castellanos. Editora del Caribe, 1975. Tomo I.P531.Editor Rafael Bello Peguero.

2-Notas autobiográficas. Tomo III.P204.Reimpresión facsimilar. Editora de Santo Domingo,1974. Gregorio Luperón.

3-Ibíden.P205.

4-Gaceta Oficial No.642.11 de diciembre de 1886.Bloque de Leyes de 1886.

5-Hostos en Santo Domingo. Vol. II. Pp273 y siguientes. Editado por SDB, 2004. Recopilador Emilio Rodríguez Demorizi.

 

 

 

 

 

sábado, 16 de octubre de 2021

LUPERÓN DESPUÉS DE LA RESTAURACIÓN (II)

 

LUPERÓN DESPUÉS DE LA RESTAURACIÓN (II)

 

                               POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

 

Desde que Gregorio Luperón zarpó por los mares encrespados de la política dominicana comprendió que esa actividad, en la cual confluyen múltiples intereses inconexos, suele tener naufragios en cadena para aquellos que no se adaptan a ciertos códigos apartados de los intereses colectivos.

Aún así no interrumpió su marcha por ese camino escabroso, que no tuvo para él la temporalidad de una singladura. Estaba consciente de que en la política los movimientos no eran (y no son) como en el atletismo a campo traviesa, recién creado en Inglaterra cuando él todavía desarrollaba su actividad a favor de la democracia dominicana.

En su parábola vital estaba precedido de la fama que logró como jefe militar en la Guerra de la Restauración, la cual lo convirtió en una persona resiliente, con una enorme fuerza asertiva para enfrentar todos los desafíos.

Luperón tenía como objetivo fundamental defender a ultranza la soberanía nacional y, en consecuencia, procuraba siempre proteger las fichas del ajedrez de la libertad del pueblo.

Sin embargo, le correspondió lidiar en un ambiente cargado de personajes tenebrosos y macarrónicos que se movían en los socavones que se van formando en ese terreno cenagoso que es la vida partidaria.

Él mismo se encargó de detallar, en su autobiografía de tres tomos, la miseria humana que descubrió en muchos individuos de relumbrón, quienes estaban considerados de gran valía cuando en realidad eran especies de sepulcros blanqueados que aparentaban una cosa cuando a menudo eran lo contrario.

En la segunda mitad del siglo XIX el patrioterismo de no pocos hacía olas en medio de un torbellino de intrigas. En cada ocasión muchos de los cabecillas de entonces zanjaban las diferencias sólo en beneficio de ellos y de los grupos que representaban.

Ese ambiente de permanente convulsión afectó en algunos momentos la vida anímica de Luperón. Los ataques inmerecidos y las traiciones de que fue víctima pudieron haber provocado en él una primera muerte, la del desencanto, antes de que cesaran sus órganos vitales.

El insigne Gregorio Luperón no practicó la actividad política con la visión (para entonces publicitada) de la cual partía en sus análisis el teórico de la ciencia militar e historiador prusiano Carl von Clausewitz, quien sostuvo que: “La guerra es la continuación de la política por otros medios.” Ese sabio con adn combinado de eslavos, bálticos y teutones incorporó al lenguaje militar la guerra y la política como una secuencia de odio, violencia primitiva y el azar de por medio.

Luperón no era partidario del activismo marrullero. En él primaba la idea de dotar al país de instrumentos democráticos, con preponderancia de la libertad de cada persona. Fue todo lo contrario a lo que sostenían sus enemigos y han continuado propalando algunos despistados.  

Por otro lado habrá que someter a un análisis comparativo algunos pasos políticos de Luperón, para ver hasta dónde se pueden acercar a lo que mucho tiempo después de su protagonismo en las lizas políticas del país desarrolló como tesis filosófica el sabio francés Paul Michel Foucault, quien sostenía que la política al ser fuente de poder es sinónimo de guerra.

Sustrayéndola del lenguaje matemático podría decirse que lo de Foucault es algo así como una mirada convergente-divergente con la del citado prusiano. Se trata de puntos contrapuestos y aspectos coincidentes en el pensamiento de dos personas de orígenes y formaciones muy diferentes.

Válido es decir aquí que siempre se ha sabido que la guerra es un escenario en el cual el derecho y la ley no tienen principalía. Es el ambiente principal para los abusos, con emanación de sangre y la muerte como centro de todo.

Los pasos políticos de Luperón se basaban en su desprendimiento, sin que fuera un ingenuo. Se puede considerar como la más elevada demostración de su buena fe que lo animaba buscar lo mejor para el país en cada coyuntura, aunque a veces se equivocara, como ocurrió con sus apoyos iniciales a Ulises Heureaux.

En varias ocasiones a Luperón le tocó comer el pan ácimo del exilio, pero también participó en diferentes funciones en el llamado tren gubernamental: diputado, ministro de Marina y Guerra, enviado en misión especial a Europa, con rango de ministro plenipotenciario, presidente y vicepresidente de la República.

Alentó las acciones oficiales del prócer Ulises Francisco Espaillat, de cuyo breve  gobierno fue Ministro de Guerra y Marina. Esa gestión presidencial fue torpedeada por poderosos partidarios de los Partidos Rojo y Azul, entonces dominantes en la vida pública dominicana.

Luperón emprendió nuevamente el camino del exilio, con motivo de la renuncia de Espaillat, el 5 de octubre de 1876.

Para tener una idea del ambiente imperante en esa época es pertinente indicar que en los papeles de Espaillat aparecieron unas notas escritas tres meses antes de hacer efectiva su renuncia. En ellas decía que iba a abandonar el gobierno al no poder apagar “la sed de justicia” de la sociedad y vencido por “otra sed aún más terrible: la sed del oro.”1

Como indiqué en la entrega anterior de esta breve serie, en agosto de 1866 Luperón ejerció la jefatura del Poder Ejecutivo formando parte de un triunvirato junto a dos generales linieros: Pedro Antonio Pimentel, nativo de un campo de Castañuelas y  Federico García, oriundo de Dajabón, quienes habían tenido un sonado protagonismo combatiendo a los anexionistas.

Gregorio Luperón aceptó por el bien del país ser presidente provisional de la República durante dos meses, desde el 7 de octubre del 1879 hasta el 6 de diciembre del mismo año. En esa ocasión el asiento presidencial se estableció en Puerto Plata.

Ese breve ejercicio presidencial se produjo por el derrocamiento del general hatomayorense Cesáreo Guillermo Bastardo, hijo del ex presidente Pedro Guillermo. Era miembro prominente del Partido Rojo y fervoroso partidario del caudillo Buenaventura Báez. En unos cuantos meses realizó una gestión gubernamental cargada de corrupción y autoritarismo. Guillermo Bastardo, al verse tambalear, buscó y obtuvo apoyo de tropas coloniales españolas que le enviaron refuerzos desde Puerto Rico.

Luperón, sucediéndose a sí mismo, fue primer mandatario constitucional de la República desde el 6 de diciembre de 1879 hasta el primero de septiembre de 1880.

Ejerciendo la presidencia de la República apoyó la candidatura presidencial del arzobispo Fernando Arturo de Meriño (1880-1882).

En dos ocasiones fue por breve tiempo vicepresidente de la República. La primera vez desde el 24 de enero de 1865 hasta el 24 de marzo del mismo año; con Benigno Filomeno de Rojas como presidente. La segunda vez  lo fue desde el 4 de agosto de 1865 hasta el 15 de noviembre del mismo año; con José María Cabral como presidente.

En el 1882 declinó la candidatura presidencial del Partido Azul y apoyó el binomio Heureaux-De moya.

En las elecciones de 1884 tampoco quiso aspirar a la presidencia y realizó ingentes esfuerzos persuasivos para que el gran intelectual y patriota Pedro Francisco Bonó encabezara la boleta del Partido Azul, pero este rehusó el ofrecimiento, explicando sus motivos para no lanzarse al ruedo electoral.

Luperón apoyó entonces la dupla integrada por Segundo Imbert y Casimiro N. de Moya. En los cómputos oficiales de ese proceso el primero aparece con 23,767 votos y con 23,387 sufragios el segundo. Fueron declarados perdedores.

Heureaux y Meriño decidieron apoyar en esa ocasión a los candidatos Francisco Gregorio Billini Aristi para presidente y Alejandro Woss y Gil para vicepresidente. La autoridad  electoral indicó que Billini obtuvo 34,951 votos y Woss y Gil 35,216 papeletas. Fueron proclamados ganadores.

En la ocasión se alegó que hubo fraude, lo cual obviamente no figura ni en la Gaceta Oficial No.521, del 26 de julio de 1884 ni en la No.525, del 23 de agosto del mismo año. Ambas recogen los resultados oficiales de dichas elecciones.2

En ese gobierno Luperón fungió como delegado gubernamental en toda la zona del Cibao, que entonces no tenía la extensión geográfica de la cartografía actual.

En el referido año se creó un ambiente de gran incertidumbre y de agitación política en todo el territorio nacional, pues  Casimiro de Moya proclamó y demostró que hubo un enorme fraude electoral en su contra.

Al renunciar Billini, por presiones y zancadillas, unas abiertas y otras simuladas, tanto de azules como de rojos, Luperón decidió apuntalar en el mando presidencial al vicepresidente, el aguerrido general seibano Alejandro Woss y Gil.

Ya Ulises Heureaux (Lilís) había dado sobradas muestras de sus ambiciones personales, a partir del gobierno de Meriño, del cual fue ministro de Interior y Policía, encargado entre otras misiones de poner en práctica el tristemente célebre Decreto de San Fernando, promulgado el 30 de mayo de 1881, que en realidad era una suerte de mampara legal para fusilar a los adversarios políticos.

Pero fue a partir del primero de septiembre de 1882 cuando Heureaux hizo las más grandes demostraciones de sus habilidades cargadas de maldad. Se movía como un felino hambriento en medio de una sabana con abundantes presas sobre las cuales se abalanzaba ante el primer descuido de sus víctimas.

Un solo ejemplo basta para demostrar el proyecto personalista y maquiavélico de alias Lilís: Al ascender por primera vez a la presidencia de la República (1882-1884), para disgusto de Luperón, designó un solo ministro perteneciente a la plataforma política que lo llevó al más elevado puesto de la Nación. El escogido fue el general Segundo Imbert, en la cartera de Relaciones Exteriores.

 Luperón fue bañado de lisonjas por Heureaux, tratando de suavizar sus protestas por la marginación de figuras prestantes del Partido Azul. En los hechos fue creando las condiciones para acorralar poco a poco a su mentor y elevar su propia estatura política.

La tumba política de Luperón la comenzó a cavar en firme Heureaux desde que se sentó por primera vez en la silla presidencial. Dicho sátrapa se creyó eterno y enfureció de odio programado hacia su mentor político. Era una táctica  proyectada con una mezcla de temor y previsión ante quien consideraba como el mayor obstáculo para lograr que su tiranía fuera vitalicia.

 Del epistolario de Ulises Heureaux, así como de conversaciones con sus cercanos y de sus hechos concretos, se deduce que tal vez actuaba contra Luperón con una sonrisa cruel, como aquella que con su delirio observó el personaje de ficción Dorian Gray en su propio retrato, centro de la famosa novela de terror del escritor irlandés Oscar Wilde.

Dorian Gray apuñaló a traición a su retratista Basil Hallward. Lilís lo hizo políticamente con Luperón, quien sin duda fue la más prominente víctima política de sus muchas artimañas y taimadas maniobras políticas.

Muchas de las intrigas que contra Luperón hizo Heureaux fueron analizadas detalladamente por el historiador yumero Ramón Marrero Aristy, quien agregó como condimento final que alias Lilís “fue favorecido por el aumento de las rentas fiscales durante el bienio en que sirvió por primera vez la presidencia.”3

Al acercarse el siguiente torneo electoral, en el 1886, Luperón estaba al tanto de las perversidades que en los últimos tiempos había cometido Lilís. En su libro autobiográfico relata que lo llamó a Puerto Plata “para que le diese cuenta de su tortuoso proceder.”

En el tercer tomo de dicha autobiografía se indica que: “Luperón reprochó al miserable su conducta y le retiró su confianza, lo que colocó a Heureaux en malísima situación, porque ya estaba desconsiderado del partido nacional, odiado de los Rojos y de los Verdes por los fusilamientos de Higüey…”4

 

 

Bibliografía:

1-Escritos.Ulises Francisco Espaillat. Editor SDB, 1987.Pp372 y 373.

2- Gacetas Oficiales Nos.521 (26-7-1884) y 525 (23-8-1884).

3-La República Dominicana: origen y destino del pueblo cristiano más antiguo de América. Editora del Caribe, 1958.volumen II. P207. Ramón Marrero Aristy.

4-Notas autobiográficas y apuntes históricos. Editora de Santo Domingo. Reimpresión facsimilar, 1974.Tomo III.P173.Gregorio Luperón.

 

viernes, 8 de octubre de 2021

LUPERÓN DESPUÉS DE LA RESTAURACIÓN I

 

LUPERÓN DESPUÉS DE LA RESTAURACIÓN  I

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

La pugna, a veces solapada y en ocasiones al descubierto, entre diferentes grupos políticos, militares, económicos y misceláneos fue una constante en medio de la lucha armada librada por el pueblo dominicano contra la anexión a España.

Cuando se pensaba que el triunfo de los patriotas restauradores iba a significar que en la República Dominicana afloraría una larga etapa de paz surgió de nuevo el torbellino de la violencia, por la ambición personal de unos y los intereses grupales de otros.

Terminada la guerra Gregorio Luperón dio sobradas muestras de que quería que su vida se enrumbara por caminos de sosiego, lo cual no significaba que entraba en un anonimato pasivo y sin utilidad.

La prueba más elocuente de lo anterior se comprueba en el hecho de que luego de contraer matrimonio con su novia Ana Luisa Tabares, el 25 de marzo de 1865, en la ciudad de La Vega, se retiró a su lar nativo, Puerto Plata, con la satisfacción del deber patriótico cumplido y colmado de la admiración de la inmensa mayoría de los dominicanos.

Las convulsiones generadas por la ambición de no pocos de los que guerrearon en los dos frentes ( anexionistas y restauradores) obligaron a Gregorio Luperón, como no podía ser de otra manera, a cambiarse de un líder militar con grandes méritos patrióticos a un jefe político que en ese trajín desarrolló facetas desconocidas de su vida.

Las que se pueden definir como salas de banderas de los diferentes grupos que entonces pujaban por controlar el poder se habían transformado en algo así como surtidores de intrigas que amenazaban con desangrar el país en una guerra fratricida de consecuencias catastróficas.

Es en ese contexto político y social que Gregorio Luperón, tal y como aparece en el primer tomo de sus memorias, publicado en el 1895, dejó la tranquilidad de su hogar en Puerto Plata y se reincorporó a la vida pública nacional. La paz del pueblo dominicano estaba en grave peligro.

 El general José María Cabral, en su primera gestión de gobierno, (cuando fue declarado “Protector de la República”) así como personalidades tan prestantes como Fernando Arturo de Meriño, Ulises Francisco Espaillat, Máximo Grullón, Pablo Pujols, Alfredo Deetjen y José Manuel Glass le solicitaron a Luperón que a pesar del sacrificio personal para él aceptara dos posiciones claves en el gobierno. Consideraban que su presencia sería un claro mensaje para  frenar las tensiones en crecimiento que vivía entonces (agosto de 1865) la nación dominicana.

Aquel momento decisivo en la vida del prócer, que ha sido considerado por muchos como la primera espada de la Restauración, quedó plasmado en sus memorias, con el mensaje subliminal de la carga de amargura que desencadenaría en su vida lanzarse al ruedo político:

 “…Este suceso determinó fatalmente el porvenir de Luperón en los acontecimientos futuros de la República…Luperón no quería saber ni de empleos ni de política…contra su propósito y su inclinación, por los temores de sus amigos, provisionalmente aceptó la gobernación de Santiago y la delegación en el Cibao.”1

Cuando Luperón incursionó de lleno en la política, por los motivos indicados precedentemente, el país vivía otra vez una especie de gramática parda en el plano político, en el sentido de que muchos de los protagonistas de entonces salían airosos de las más difíciles situaciones gracias a su habilidad, sin importar que carecieran de los más elementales estudios.

Es oportuno decir que en esa etapa convulsa de nuestro pasado hasta hubo personas analfabetas que llegaron a ser presidentes de la República. Otros muchos fueron ministros, gobernadores y funcionarios de alto nivel en el organigrama del gobierno nacional.   

Antes de incursionar en las interioridades de los acontecimientos políticos en que Luperón participó de manera destacada, cabe señalar que con la salida del territorio nacional de las derrotadas tropas de ocupación españolas germinaron como esporas de hongos diferentes grupos que buscaban disputarse la hegemonía del poder.

De ellos, dos partidos políticos irrumpieron con ansias de controlarlo todo en la escena pública dominicana.

Uno fue el Partido Azul, cuyo principal jefe terminó siendo Gregorio Luperón. El otro fue el Partido Rojo, propiedad de Buenaventura Báez.

Dichas agrupaciones dieron origen, en el arcoíris de la política criolla, a lo que algunos historiadores denominaron el ciclo de los colores.

El Partido Azul, también llamado Liberal o Nacional, estaba integrado por la mayoría de los intelectuales y la juventud, además de  una parte considerable de comerciantes, industriales, terratenientes, así como por una minoría de campesinos y obreros. Sin embargo, orgánicamente se puede decir que el control lo tenían en términos de representación social la alta, mediana y pequeña burguesía.

También pertenecían a ese partido personajes liberales (neoduartistas), antiguos santanistas, ex baecistas y caciques locales. Así lo expuso el historiador Julio Genaro Campillo Pérez, en su obra Elecciones Dominicanas.2

El Partido Rojo, también llamado Partido Baecista, se formó principalmente con los seguidores de Báez, con antisantanistas, industriales, comerciantes y terratenientes poderosos, que fueron cooptando a muchos elementos de la pequeña burguesía y a individuos ubicados en el renglón de los inclasificables.

Predominaron en dicho partido, especialmente en la guerra de los Seis Años, no pocos maleantes que se movían en diferentes lugares del país, simbólicamente representados por los que en el sur cometieron muchos crímenes, encabezados por unos tales Solito de Vargas, Mandé Gómez, Baúl Chanlatte y Llinito, apodados colectivamente como los sandolios. Todos eran asesinos de oficio, hombres de instintos primitivos al servicio de Buenaventura Báez.

Antes de la aparición de dichas entidades políticas se conocían los movimientos de conservadores y  liberales, pero no había una estructura partidaria propiamente dicha.

Es bueno recordar que en ocasiones incluso algunos liberales se comportaban con el mismo talante de connotados conservadores. Eran los que sólo les interesaba disfrutar del poder sin parar mientes en cuestiones de interés colectivo.

Vale conectar con lo anterior lo que Gabriel García Márquez, en su novela Cien años de soledad, puso en boca de uno de sus personajes de ficción, el retraído, solitario y macondiano Aureliano Buendía Iguarán, jefe de la rama militar de los liberales colombianos. Ante una retahíla de claudicaciones de sus más cercanos colaboradores atinó a expresar con pesadumbre: “Quiere decir que sólo estamos luchando por el poder.”

Entrando en los detalles de los tejemanejes de la politiquería ramplona criolla de aquellos tiempos, es válido decir que Buenaventura Báez, que siempre fue un anexionista consumado, asumió por tercera vez la presidencia de la República el 8 de diciembre de 1865. Esa figura de la historia dominicana había sido designado por la reina Isabel II de España con el rango de mariscal de campo del ejército español, por sus servicios pro anexionistas.

Para volver al poder Báez contó en esa ocasión con el apoyo de Cabral, tal y como se comprueba por los movimientos previos que realizó para esos fines.

Cuando Luperón descubrió el laborantismo en que estaban los baecistas (Cabral mismo lo era entonces) renunció a sus cargos arriba citados, mediante un documento  titulado “Protesta”, que distribuyó en la casa consistorial santiaguera el 2 de noviembre del referido año1865.

Luego de señalar sus blasones patrióticos y su oposición rotunda, “una y mil veces”, a que Báez, ascendiera de nuevo a la Presidencia de la República, enfrentó directamente al todavía presidente Cabral diciéndole con voz estentórea que aceptar sus insinuaciones significaría para él, entre otras cosas, “…traicionar mi conciencia y la santa causa de la independencia dominicana…”3

Hay que entender en el mejor sentido de defensa de la patria la posición de Luperón, pues lo de Báez siempre fue utilizar maniobras tortuosas y mover sus peones políticos, especialistas en trampas y mañas, quienes actuaban casi siempre como los endriagos, esos monstruos fabulosos que pueblan la clásica novela de caballerías titulada Amadís de Gaula.

Luperón no descansó en sus planes de dar al traste con el espurio gobierno de Báez. Finalmente, junto con muchos otros valientes dominicanos, logró su derrocamiento.

Al analizar los actos de ese período de gobierno “cincomesino” de Báez se comprueba que dicho jefe político no había enmendado su pasado, como tampoco, en términos sustanciales, lo haría después.

Esa vez sólo estuvo en la silla presidencial 5 meses y 21 días, tiempo que le permitió, entre otras muchas cosas negativas que hizo, restablecer la constitución santanista del 25 de febrero de 1854 y aniquilar la que había sido promulgada por los restauradores el 14 de noviembre de 1865.

La salida del poder de Báez fue seguida de un Triunvirato formado por Luperón y los generales Pedro Antonio Pimentel y Federico Jesús García. Ese gobierno colegiado se mantuvo de mayo a agosto de 1866.

 Por situaciones que para entenderlas ahora habría que analizarlas profundamente en el contexto en que se produjeron, el sustituyo de ese gobierno colegiado fue el general José María Cabral. La opinión de Luperón fue de gran calado para que se tomara esa decisión. Fue, además, vicepresidente de ese gobierno.

Dos años después (1868) Báez volvió al poder y de inmediato emprendió un proyecto antinacional, pretendiendo anexar el país a los EE.UU. Encontró, como tenía que ser, una oposición tenaz tanto aquí como fuera.

Frente a esa situación, en la cual se ponía de nuevo en peligro la soberanía dominicana, Luperón desarrolló en el exterior una amplia campaña de oposición contra el régimen opresor y entreguista de Báez. 

Preparó una expedición que llegó a costas dominicanas en el vapor llamado  El Telégrafo, cuya misión no sólo se limitaba a tratar de aniquilar al nefasto gobierno baecista, sino también a enviarle un  potente mensaje al presidente estadounidense Ulises Grant, compinche del tirano criollo en los planes anexionistas, con tufo de negocio.

Esa incursión armada fracasó, pero despertó conciencias dormidas. Dicha frustración militar no impidió que Luperón siguiera sus planes de oponerse por todos los medios a los macabros propósitos del caudillo sureño a quien apodaban Pan Sobao.

Luperón volvió del exilio cuando el movimiento armado encabezado por el general Ignacio María González  obligó a Báez a renunciar, el 2 de enero de 1874.

Fue en ese tren de lucha política, en esa suerte de Armagedón fuera de los linderos del Apocalipsis, y en ocasiones con el lenguaje de las armas, que el general de división Gregorio Luperón tuvo que moverse en las tres décadas que siguieron al triunfo de la Restauración.

Bibliografía:

1- Notas autobiográficas. Reimpresión facsimilar. Editora Santo Domingo, 1974, tomo I.P354.Gregorio Luperón.

2-Elecciones dominicanas. Impresora Amigo del Hogar, 1978.P68. Julio Genaro Campillo Pérez.

3-Gregorio Luperón e historia de la restauración, tomo I. Editorial El Diario,1939. P302. Manuel Rodríguez Objío.