sábado, 25 de junio de 2022

ANÉCDOTAS POLÍTICAS DE AQUÍ Y DE ALLÁ (2)

 

ANÉCDOTAS POLÍTICAS DE AQUÍ Y DE ALLÁ (2)

 

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

 

En los tres últimos lustros del siglo 19 la ciudad de Santo Domingo era como un enorme cangilón que recibía envueltos en la neblina de la política criolla hechos extraños e insólitos, con características anecdóticas.

Los días 26, 27 y 28 de junio del 1886 fueron fijadas las elecciones para escoger al próximo presidente de la República. Los principales contendientes eran Ulises Heureaux y Casimiro  N. de Moya.

Uno de esos días, en medio de “alboroto, bandereos, música y cohetes” un fortachón operador político, seguramente vestido con su “ropa mágica de milicia”, acompañado de un perro de cacería y unos cuantos seguidores, se presentó al lugar de votación situado en la calle La Atarazana y allí provocó un mayúsculo incidente paralizando el proceso electoral en la principal ciudad del país.

Las boletas que representaban a Moya tenían impresa la imagen de la Virgen de la Altagracia y las de Heureaux a la Virgen de las Mercedes. Tal vez un caso anecdótico único en el mundo. Una escena surrealista nacida en el corazón de las Antillas.

Fue un uso político malicioso de esas imágenes religiosas. Dicho lo anterior porque esos candidatos no eran cardenales papables aferrados a la virgen de su devoción en un cónclave para elegir a uno de ellos en la triple condición de obispo de Roma, Papa y jefe del Estado Ciudad del Vaticano.

El proceso electoral del año 1886 fue calificado de fraudulento por Moya y sus seguidores, quienes enarbolaban como escudo a la Virgen de  la Altagracia. Esa decisión tuvo implicaciones políticas y militares.

Casimiro N. de Moya y sus partidarios dieron inicio a una guerra civil que produjo cientos de muertos, especialmente en la parte norte del país.

El fracaso de dicha insurrección tuvo múltiples motivos, pero especialmente por lo que consignó en sus reflexiones el acucioso historiador Julio Genaro Campillo Pérez: “el soborno hizo más estragos que las balas…” (Elecciones Dominicanas, edición 1978.)

No era la primera vez que surgían anécdotas políticas en recintos electorales dominicanos. Tampoco sería la última ocasión.

Hay que anotar que para  esa época la capital dominicana parecía adormecida con su abundancia de “almendros de elegantes amplias copas”,  con  guayabos silvestres y frondosos uveros que se desplazaban “hasta las ríspidas malezas de la Punta Torrecilla”, como así la describía desde su celda de preso político, empinado en una “silla de sabina y majagua”, en la cárcel Torre del Homenaje, Antonio Portocarrero, el personaje principal de la novela La Sangre, de Tulio M. Cestero.

                                                   Trujillo

Como todos los gobernantes truculentos, Rafael Trujillo, a pesar de sus modales pesados, fue una fábrica de producir anécdotas. Algunas cómicas y otras con ribetes trágicos.

Una de las anécdotas más famosas y recurrentes durante la llamada Era de Trujillo fue conocida como “los tres golpes.”  Era un pedido con voz de mando que hacían en pueblos y campos patrullas militares a cualquier transeúnte.

Esos llamados tres golpes eran la credencial del partido de gobierno, la cédula de identidad personal y el carnet del servicio militar obligatorio.

Muchos dominicanos fueron apresados o calificados como desafectos por no cargar con dichos documentos, los cuales para el régimen de fuerza tenían más importancia que un devocionario para un fiel.

Otro situación anecdótica de aquella época que merece recrearse era la actitud de Trujillo de colocar a marionetas suyas como presidentes de la República. Eso sí, él mantenía las riendas del poder.

Una anécdota que se hizo popular sobre ese tema se le atribuye al presidente gomígrafo (el primero de varios) Jacinto Peynado, alias Mozo, quien cuando alguien solicitaba su intervención para solucionar algún problema le decía: “Vaya a la mansión presidencial y procure hablar con la autoridad.”

Otra anécdota de política criolla, la cual recorrió rápidamente gran parte del mundo, fue protagonizada por residentes dominicanos en los Estados Unidos de Norteamérica, con motivo de una larga visita realizada a ese país por Trujillo en los meses de enero, febrero y marzo del 1953.

Durante ese tiempo un inmenso ataúd pintado de negro, cargado por exiliados, entre ellos Nicolás y Lucy Silfa, mortificó al despótico gobernante cuando fue a la Casa Blanca, en Washington; al edificio de la ONU, en New York; así como a otros lugares. 

Ese féretro se convirtió en su terror y amargó su viaje a las dos principales ciudades por donde pasan los ríos Potomac y Hudson.

José Labourt, ensayista y periodista nativo de Vicente Noble, se refirió de esta manera a ese hecho anecdótico que adquirió fama internacional:

“El ataúd, cargado por 62 dominicanos exiliados, simboliza la muerte del novelista Andrés Requena y la desaparición de miles de vidas en la República Dominicana.”(Trujillo: Seguiré a caballo.P.229).

Juan Vicente Gómez

Juan Vicente Gómez Chacón fue un curioso personaje andino que derrocó en el 1908 a su compadre el presidente Cipriano Castro, nativo como él del estado venezolano de Táchira. Impuso una dictadura implacable hasta que murió en el 1935.

Juan Bisonte fue uno de los motes que le pusieron sus enemigos políticos. El pueblo de a pie gozaba esa ocurrencia, que sin duda tenía un trasunto con el cuadrúpedo rumiante que se mueve por las praderas del norte de América.

También le decían “el bagre”; tal vez no sólo por ser nativo de Táchira, en el occidente venezolano, sino porque en política era un experto nadando en agua dulce y salada.

Existe un océano de anécdotas en torno al hombre de armas que por más de 25 años sometió al pueblo venezolano a los peores tratos.

Se ha escrito que en algunas cárceles que él tenía repleta de opositores cuando un prisionero moría (generalmente por hambre y torturas) ataban el cadáver a la espalda de un preso político para que se le pudriera encima.

En su obra titulada “Memorias de un venezolano de la decadencia” el periodista y diplomático José Rafael Pocaterra describe anécdotas nada divertidas que él observó en su etapa de preso político en la cárcel La Rotunda, donde Gómez tenía como azote al torturador Nereo Pacheco, quien se jactaba de que era un verdugo despiadado, pero no ladrón.

El 17 de mayo de 1913 fue apresado y sometido a vejaciones por conspiración el político y militar Román Delgado Chalbaud, ex socio y compadre del terrible Juan Vicente Gómez.

Pasado algún tiempo la esposa de Delgado Chalbaud, Luisa Elena Gómez Velutini, visitó al tirano espetándole que no se iría del Palacio de Miraflores hasta lograr la libertad de su cónyuge.

La respuesta, con agrio sabor de anécdota, que le dio a la atribulada mujer el imperturbable alias Juan Bisonte fue ordenar lo siguiente a una hermana suya que le asistía en la casa de gobierno: “Arréglemele una habitación a la comadre que se queda a vivir con nosotros.”

Delgado Chalbaud duró 14 años bajo los rigores de la prisión. Pocos meses después de obtener su libertad fue abatido, el 11 de agosto de 1929, en un alzamiento militar que encabezó en la oriental ciudad venezolana de Cumaná.

domingo, 19 de junio de 2022

ANÉCDOTAS POLÍTICAS DE AQUÍ Y DE ALLÁ (I)

 

ANÉCDOTAS POLÍTICAS DE AQUÍ Y DE ALLÁ (I)

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

América Latina, y particularmente el Caribe insular, han sido a través del tiempo una fértil cantera de anécdotas generadas por las actividades políticas o sus colindancias.

Tal vez la acumulación de hechos extraños en esta parte del mundo viene desde antes de que causara estupor una mano cercenada del conquistador español Lope de Aguirre, consumado criminal que cometió inmensas matanzas en búsqueda de un lugar legendario que desde el siglo 16 hasta la centuria del 19 se creía que estaba repleto de oro. Lo ubicaban en la inmensa sabana de Bogotá y zonas aledañas.

A ese sitio mágico se le llamó en los relatos de españoles e indígenas como El Dorado. Lope de Aguirre luego se rebeló contra los jefes coloniales. Ellos ordenaron su muerte y descuartizamiento.

El gran escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, en su relato “El Camino de El Dorado”, hace una radiografía amplia de ese personaje.

Algunos autores han narrado la biografía de Lope Aguirre de manera tan variada que pueden llevar a los lectores desprevenidos a la más absoluta confusión.

Pasado el tiempo varios escritores lo han descrito como uno de los precursores de la independencia de Iberoamérica, entre ellos Simón Bolívar y Miguel Otero Silva. Otros, en cambio, dicen que era el prototipo del criminal despiadado.

Fuera lo que fuera, el caso es que ha quedado como parte del anecdotario latinoamericano una de las manos desgajadas del cuerpo de ese controversial individuo.

En ese sentido es oportuno decir que el premio Nobel  de Literatura Gabriel García Márquez describe en un formidable relato lo siguiente:

“La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal.”

Otro de esos hechos curiosos, con categoría de anécdota, que encajan en lo absurdo, o en lo que se ha dado en llamar desde 100 años para acá el surrealismo, fue la solemne segunda sepultura de la pierna izquierda del presidente mexicano  Antonio López de Santa Anna.

Se trata de la misma persona que exigió que le dieran el trato de Alteza Serenísima al mismo tiempo que  cobraba impuestos por la cantidad de puertas y ventanas que tuviera una casa y, además, obligó a los dueños de perros y gatos pagar tributos al Estado.

El férreo veracruzano perdió su pierna izquierda el 4 de diciembre de 1838, en un enfrentamiento con unos invasores franceses que llegaron en son de guerra al puerto de Veracruz, con motivo de un lío de pasteles consumidos y no pagados a un pequeño comerciante francés avecindado en la zona.

Casi 4 años después, el 27 de septiembre de 1842, lo que quedaba de la referida pierna fue desenterrada, puesta en una vitrina de vidrio, paseada por las principales avenidas de la ciudad de México y enterrada de nuevo con honores militares,discursos rimbombantes y loas al cojo que gobernó 6 veces su inmenso y poblado país.

Ulises Heureaux, alias Lilís

 

Del sátrapa dominicano Ulises Heureaux, alias Lilís, se puede decir que fue  un hombre ingenioso, socarrón, inteligente, calculador, frío y con una malicia capaz de romper cualquier barrera.

Cuando a sus oídos llegaba una información impactante, que para cualquier otra persona provocaba gran preocupación, él sin mucha expresividad sólo atinaba a decir “¡Ay Santa Bárbara!”

A veces, cuando surgían problemas nacionales mayúsculos que parecían desbordar su condición de gobernante, Lilís buscaba consejos de algunos de los considerados sabios de la capital dominicana.

Cuando sus opiniones no se ajustaban a lo que en realidad él quería, les decía a sus asistentes más cercanos que esos hombres de levita y leontina: “saben de todo, pero no entienden de nada.”

Ulises Heureaux era un ser cuyas acciones de gobierno surcaban el terreno fangoso del mal, pero también se le deben atribuir hechos chocantes con su práctica malsana, siendo el ejemplo más claro de eso sus sentimientos de solidaridad antillanista.

Como una prueba elocuente de su capacidad de desdoblamiento figura en los registros de su itinerario como gobernante que en el 1895 colaboró para que Máximo Gómez y José Martí pudieran realizar a Cuba su viaje de lucha independentista, aunque les advirtió a Federico Henríquez y Carvajal y a Jaime Vidal que no podían revelar a nadie su ayuda.

Así surgió esta anécdota de amplitud caribeña: “El General Heureaux acaba de atenderles y complacerles en todo, pero procuren que esto no lo sepa el Presidente de la República.”

Al duro gobernante nacido en Puerto Plata y muerto en Moca se le atribuye haber dicho que no leería su historia, insinuando con ello que no le importaba de cara al futuro lo que se dijera sobre sus hechos de gobierno.

El escritor costumbrista sanjuanero Emigdio Osvaldo Garrido Puello, en su obra titulada Narraciones y Tradiciones, narra una anécdota protagonizada por Lilís, centrada en dos amigos suyos del llamado “sur profundo.”

 Nombró a su cúmbila el general Andón de Nova como jefe comunal de Las Matas de Farfán y a su también seguidor el general Victoriano Alcántara, alias Ampallé, en calidad de jefe militar de Bánica.

Ambos generales eran enemigos entre sí. Nova era un hombre valiente, pero tenía un dejo de ingenuidad que finalmente marcó su trágico destino.

Al enterarse Lilís que el referido Ampallé estaba organizando una trama criminal contra su rival  alertó a este de lo que se fraguaba en su contra, pero Nova no tomó ninguna medida de precaución y poco después cayó fulminado en una emboscada.

Al recibir la información de que Alcántara mató con alevosía a Nova Lilís, en una suprema demostración de su extraña personalidad, dijo con su sorna característica: “Se perdió un amigo; hay que conservar el otro.”

 

Francois Duvalier-Papa Doc

Francois Duvalier, mejor conocido como Papa Doc, fue un terrible tirano que desde el 22 de octubre de 1957 hasta el 21 de abril del 1971, cuando la parca lo voló de la tierra, sometió al pueblo haitiano a un terror permanente.

 El sanguinario gobernante haitiano fue un hombre muy supersticioso, a pesar de su formación científica de médico. Era hijo de dos martiniqueños establecidos en Haití, dedicados a la agricultura de subsistencia. Su número favorito era el 22. Por eso procuraba que sus actos de gobierno más importantes coincidieran con ese día del calendario gregoriano.

El periodista neozelandés Bernard Diederich, en su obra Papa Doc y los Tontons Macoutes, un clásico para entender un tramo importante de la historia de Haití, señala que: “Duvalier pulsa también otra cuerda, especialmente entre las clases bajas, para apuntalar su imagen pública: el vudú.”

Hay una y mil anécdotas sobre ese hombre rencoroso y despiadado que convirtió el suelo haitiano en un cementerio. Mató decenas de miles de seres humanos, sin importarles si eran o no sus adversarios políticos.

Papa Doc consideraba que mientras más gente mataba, encarcelaba o deportaba más terror infundía en el pueblo y que esa perversión apuntalaba su régimen despótico.

Un socorrido relato de la política de Haití resalta la orden dada por el primer Duvalier para que mataran a todos los perros negros de ese país, porque en la víspera de tan macabra decisión un houngan o sacerdote vudú, colega suyo, le había revelado  que uno de sus enemigos se había transformado en un perro con la pelambre del color de la noche para asesinarlo.

domingo, 12 de junio de 2022

ALEJANDRO VI, UN PAPA VALENCIANO

 

ALEJANDRO VI, UN PAPA VALENCIANO

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

Cuando el día primero de enero del año 1431 Rodrigo de Borja (luego de Borgia) nació en la pequeña ciudad de Játiva, en el oriente de la península ibérica, nadie pudo imaginarse que  seis décadas después se convertiría en el que ha sido considerado desde entonces como un Papa corrupto, codicioso y criminal.

Como un agregado a lo anterior hay que decir que estaba dotado de una extraordinaria eficiencia para manejar los hilos del poder, los cuales usaba con diplomacia e intuición, cuando así le fuera conveniente.

En Játiva y otros territorios valencianos hay una suerte de glorificación hacia la familia Borja, cuyo patronímico se transformó en Italia a Borgia.

Hay monumentos, en el callejero abundan sus nombres, e incluso existe una ruta cultural para vender una historia edulcorada de los tres Papas con orígenes  y genes valencianos: Calixto III (Alfonso de Borgia),  Alejandro VI (Rodrigo de Borgia) e Inocencio X, quien fue tataranieto de Juan de Borgia.

Vale apuntar que en esa zona de España también se maquilla la memoria del cardenal y arzobispo de Valencia César Borgia, cuya capacidad para hacer maldad sólo era comparable con su ambición por los bienes materiales.

Alejandro VI fue el nombre oficial que Rodrigo de Borgia escogió para ejercer de manera tenebrosa como el Papa número 214. Durante 11 años fue la máxima figura del catolicismo, con un poder que pocos tuvieron antes y después de él.

Cuando él nació su tierra natal formaba parte del entonces Reino de Valencia, el mismo que desde el 1982 es la Comunidad Valenciana, situada en el este de España, con el mar Mediterráneo bordeando un amplio corredor de su hermosa geografía.

Fue Papa desde el 1492 hasta el 1503. Es decir que estuvo en el solio papal cuando el feudalismo estaba en franco deterioro, ya en ruta hacia su desaparición, cohabitando en parte con el renacimiento italiano.

El filósofo político florentino Nicolás Maquiavelo, contemporáneo de Rodrigo de Borja o Borgia, se expresó de manera clara sobre ese Papa cuyas acciones no eran nada comunes:

“Surgió después Alejandro VI, que, de todos los pontífices que han existido, fue el único que mostró cómo un papa se puede imponer por la fuerza del dinero.”(El Príncipe, capítulo XI.)

El grueso de los historiadores de los hechos vinculados con la cúpula de la iglesia católica, cuando no existía la ciudad del Vaticano ni se habían firmado los Pactos de Letrán, del 1929, pero sí existía el ritual de la fumata, coinciden en que Rodrigo de Borgia logró convertirse en Papa sobornando con mucho dinero y ofreciendo canonjías a cardenales electores, que son aquellos que eligen al que también se le identifica como Sumo Pontífice, desde que en el año 1059 el Papa Nicolás II estableció que era a ellos que les correspondía dicha misión.

Relatos de los siglos 15 y 16 contienen abundantes informaciones de que Rodrigo de Borgia, ya como Papa Alejandro VI, perfeccionó lo que se conocía como el veneno de acción lenta con el que mató a no pocos de los que intentaban obstaculizar su cada vez más demencial ambición por controlarlo todo en los estados pontificios y fuera de sus fronteras.

A su muerte, llena de sospechas e intrigas, Alejandro VI fue sustituido en términos prácticos por el belicoso Papa Julio II, conocido también como el Papa Terrible, cuyo nombre bautismal era Giuliano della Rovere.

Es pertinente decir que Julio II era enemigo de los Borgia. En vez del rosario, el cáliz y los paramentos católicos él usaba la espada y la armadura frente a sus enemigos. Era un guerrero nato que le gustaba participar en combates.

Entre el Papado del valenciano del que trata esta crónica y el del combatiente nacido en Savona, dentro de Liguria, en el noroccidente de Italia, hubo un interregno de 26 días presidido por el Papa Pío III.

El nombre de este papa breve era Francesco Nanni Todeschini. Fue escogido en un cónclave urgente para apaciguar los ánimos entre las facciones que se disputaban el poder detrás de las puertas de la Basílica de San Pedro. Todos sabían que era un enfermo en fase terminal.

Es importante señalar que Rodrigo de Borgia, con su nombre papal de Alejandro VI, emitió el 25 de septiembre de 1493 la Bula Inter Caetera, en la cual estableció que el mundo tenía que repartirse entre España y Portugal. Esa decisión la tomó agregándose una supuesta calidad de “Señor del Orbe” y en confabulación con el rey español Fernando el Católico, quien lo colmó de beneficios económicos.

Esa Bula dio motivo a que el Rey de Francia, Francisco I, reclamara que le presentaran pruebas bíblicas de esa facultad de reparto del mundo que se atribuía Alejandro VI.

Las consecuencias de dicha Bula no se hicieron esperar. El historiador mexicano Fernando Benítez (quien fue embajador de su país en la República Dominicana) señala sobre eso lo siguiente:

“Legalizó los derechos de España a las Indias. Originó una larga lucha entre españoles y portugueses. Franceses, ingleses y holandeses organizaron en gran escala la piratería: las naves corsarias esclavizaban  negros en África…De ese modo se llevaron parte del enorme pastel regalado por el Papa Borgia a los dos imperios.” (1992.¿Qué celebramos, qué lamentamos?”P26.

El ya referido escritor Nicolás Maquiavelo describió con pruebas a la vista tres de los elementos característicos del Papa Alejandro VI: su propensión a la lujuria (incluyendo escenas de orgías), su consumada práctica de hacer lucrativos negocios con los asuntos religiosos y una crueldad que no conoció límites.

Alejandro VI actuaba como si su manchado báculo papal hubiera estado formado por un tridente y en cada punta sobresalieran las palabras latinas: Iussuria, Simoniae, crudeltate.  Sin ninguna duda él fue un resumen del barro humano en su máxima expresión de maldad.

De no haberse escrito antes La Divina Comedia, el Papa Alejandro VI hubiera sido un morador del segundo círculo del infierno por su lujuria, del cuarto círculo por su avaricia y del séptimo círculo por su violencia, pues en él brotaban esas condiciones impropias de un religioso. Él llegó a lo más alto del poder religioso y político de su época con añagazas y múltiples artimañas.

El escritor francés Alejandro Dumas, en la serie Los Borgia, de su colección Crímenes Célebres, no escatima esfuerzos para destacar que el Papa Alejandro VI y sus hijos César, (quien además de reconocido matón fue  obispo de Pamplona, Cardenal y Arzobispo de Valencia) la renombrada Lucrecia; Juan, segundo duque de Gandía y Giuffredo, príncipe de Squilace, procreados con su más famosa amante, Vannozza Cattanei, ocupan un lugar importante en el tramo histórico en que les tocó desenvolver sus actividades como adultos, en medio del renacimiento europeo.

El novelista y dramaturgo Dumas destaca que esa familia de origen valenciano cometió las peores villanías para escalar el poder y sostenerse en el mismo, incluyendo asesinatos de enemigos  y de muchos que no lo eran, simples víctimas colaterales de intrigas.

Si hubieran coincidido en el tiempo de sus respectivas existencias el Papa Alejandro VI y algunos de sus hijos bien pudieron haber formado un circuito de lujuriosos con el famoso personaje Esaú, aquel cazador cananeo que figura en la historia bíblica por lo de la progenitura y lo del plato de lentejas.(Génesis 25 y 36.Romano 9:13. Hebreos12:16).

La muerte de Alejandro VI, un hombre mundano que causó un inmenso daño a la historia de la iglesia católica, se ha mantenido envuelta en el misterio.

Los biógrafos de Alejandro VI coinciden en señalar que patólogos, tanatólogos, antropólogos forenses, biólogos, genetistas, y otros especialistas versados sobre temas de la muerte, no se han puesto de acuerdo con relación a lo que provocó la súbita defunción de ese siniestro personaje.

Lo que sí se comprobó fue que el 5 de agosto de 1503 entró a un suntuoso palacio con aparente excelente salud junto a su hijo César (entonces con 28 años de edad y ya veterano cardenal y capitán general de los ejércitos papales) a disfrutar de una cena cuyo anfitrión era el cardenal Adriano di Corneto.

Al día siguiente entró en una agonía que duró 13 días. El equipo médico que lo atendió no pudo parar sus pasos veloces y cargados de ruido hacia la cuesta sin fin de la muerte.

Cuando Alejandro VI falleció su cuerpo presentaba algunas de las características exteriores de envenenamiento, pero la controversia sobre su inesperado fin se mantiene después de más de 500 años.

Tal vez las furnias y el follaje de higueras y madroños por donde divagaba en ese momento su espíritu de señor de horca y cuchillo guardaron en la fronda de malezas de los contornos la causa real de su muerte. Yo no lo sé.

 

domingo, 5 de junio de 2022

NAPOLEÓN FUE PERDEDOR EN EL CARIBE Y 4

 

NAPOLEÓN FUE PERDEDOR EN EL CARIBE  Y 4

 

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

 

Las derrotas que los soldados bajo el mando supremo de Napoleón Bonaparte tuvieron en el Caribe adquirieron más importancia histórica por tratarse de un líder militar de gran envergadura y un político de excepcional habilidad, quien llegó a gobernar más de 53 millones de personas esparcidas en diferentes países.

No hay duda de que Napoleón es una de las más resonantes individualidades de la historia de los siglos 18 y 19.

Muy joven fue designado ayudante del vizconde de Barras, el jefe del gobierno llamado Directorio, dentro del torbellino de la Revolución Francesa. Luego derrocó a su protector, en un hecho de fuerza descrito en una entrega anterior de esta breve serie.

No es necesario hacer ahora una especie de vivisección de Napoleón Bonaparte para decir que en él se conjugaban el implacable conductor de guerreros que bordeaba la genialidad; el miserable cuya desazón lo condujo muchas veces a ordenar crímenes viciosos, por simple venganza en su marco personal y también el malvado a quien no le importaba bañar en sangre a pueblos indefensos, más allá de la falsa piedad que le quiso transmitir al emperador de Austria, cuando le escribió desde el pueblo piamontés de Marengo.

Se trataba del mismo hombre que paradójicamente aconsejaba a sus cercanos a practicar la prudencia: “Cubre tu mano de hierro con un guante de terciopelo.”

El historiador y filósofo francés Hipólito Taine le atribuyó la responsabilidad por la muerte de más de tres millones de personas. Sólo en su fracasada campaña en  Rusia, entre junio y diciembre de 1812, murieron más de 500 mil soldados napoleónicos. El zar Alejandro I acumuló en su favor los estragos del “general invierno.”

Muchas de las muertes atribuidas a decisiones bélicas de Napoleón se contabilizaron en el Caribe donde él, con plenitud de responsabilidad sobre su ejército, cosechó una cascada de fracasos, en razón de que su profundidad estratégica en lo conceptual derivó en muchas ocasiones en acciones tácticas limitadas por Leclerc y otros generales a  maniobras de combates y en ataques preventivos que no funcionaron en esta parte del mundo por varios motivos, comenzando por la cuestión geográfica.

La idiosincrasia de los pueblos antillanos también jugó en contra de las pretensiones de Napoleón de ponerlos bajo su dominio. Diferente fue en Europa donde su guerra de conquista tuvo notables éxitos, aunque también fracasos.

En el Caribe insular él nunca pudo hacer un trono como el que creó en España para su hermano José Bonaparte, alias Pepe Botella, después que el 2 de mayo de 1808 se produjo la sangrienta carga de los mamelucos (su caballería imperial de musulmanes egipcios) y los fusilamientos de los días siguientes, ordenados por el sanguinario Joachim Murat, su cuñado y jefe militar en Madrid. Esos trágicos hechos fueron inmortalizados en sendos lienzos por el pintor zaragozano Francisco de Goya.

Uno de los más elocuentes ejemplos de la postura anti napoleónica de los caribeños, y en concreto del pueblo dominicano que entonces estaba en formación, quedó registrado en una resolución emitida por el Ayuntamiento de Higüey el 16 de junio de 1810.

Ese texto de ley municipal hacía referencia a que el pueblo que hasta hacía poco (19 meses atrás) había sido colonia de Francia había sufrido muchos atropellos de parte de los colonizadores.

Se enfatizó también que los hechos históricos que comenzaron en esa ciudad del este dominicano con una marcha de cientos de lugareños acompañando, en son de guerra,  al caudillo cotuisano Juan Sánchez Ramírez, hasta el cerro seibano de Palo Hincado, el 7 de noviembre de 1808, fueron “…las chispas del incendio nacional que ha de consumir en Europa al pérfido Napoleón y sus ejércitos…”

Así como dijeron los ediles higüeyanos ocurrió en la realidad, pues el 18 de junio de 1815, en las colinas cercanas a la ciudad europea de Waterloo, se apagó la estrella que había dado resplandor a Napoleón Bonaparte. Cuatro días después abdicó y le puso fin al gobierno de los llamados Cien  Días.

Pero también hay que señalar que al margen de sus fracasos militares en el Caribe, que fueron hechos de fácil comprobación, en otras acciones de su vida privada y pública muchos autores han juzgado a Napoleón Bonaparte desde sus perspectivas particulares, con juicios generalmente carentes de rigor y de serena reflexión.

El poeta Goethe trató con carantoña al emperador de los franceses. Hizo en su favor comentarios almibarados luego de entrevistarse con él el día 2 de octubre de 1808, y recibir de sus manos la condecoración de la Legión de Honor.

El ensayista y poeta español Rafael Cansinos Assens calificó dicho encuentro como un “instante supremo” para el escritor alemán.

El autor de obras tan importantes como las tituladas Fausto y Los sufrimientos del joven Werther escribió párrafos lamentables sobre el implacable y avasallante corso. Al observarlo entrar a la ciudad de Erfurt, montado en su caballo árabe de nombre Marengo, exclamó: “he visto el sol.”

Luego completó su juicio melifluo con esta frase: “Napoleón buscaba la virtud y, cuando resultó que no era posible encontrarla, encontró el poder.” Todo indica que Goethe tenía su mente nublada por el fanatismo que le despertaba el magnetismo y la teatralidad del emperador de Francia.

Otros biógrafos, ensayistas y cronistas han tergiversado muchos aspectos del vendaval que fue la vida amatoria de Napoleón Bonaparte con Catalina, Luisa Letang, Eugenia Mello, Desirée Clary, Josefina, María Walewska, Eleanora Denuelle, María Luisa de Habsburgo y un largo etc.

Tanto por sus apologistas como por sus detractores a la figura de Napoleón se le puede aplicar la llamada ley de Campoamor.

Ramón de Campoamor, uno de los poetas más publicitados del realismo literario español, escribió desde su Asturia natal aquello de que: “…todo es según el color del cristal con que se mire.”

La parábola vital del emperador francés encaja en la frase anterior. Los juicios sobre el hombre que se empinó de la nada hasta dominar gran parte de Europa son muy diversos.

Lo que no admite matices es que Napoleón se dejó arrebatar de Gran Bretaña las pequeñas y estratégicas islas caribeñas de San Eustaquio (21km2) y Saba, con apenas 13 km2.

Volviendo un poco atrás en el tiempo (para reseñar los infortunios caribeños de los planes de conquistas de Napoleón) hay que decir que cuando el 28 de noviembre de 1804 el general Donatien- Marie-Joseph de Rochambeau capituló en la ciudad de Cabo Haitiano, vencido por Jean Jacques Dessalines, quien fue derrotado en realidad fue el poderoso emperador francés.

Esa derrota fue suya, pues no pudo mantener bajo su control la que había sido por mucho tiempo colonia de Francia en el oeste de la isla de Santo Domingo, a pesar de las reiteradas órdenes dadas a sus generales de utilizar la metralla y la bayoneta para aplastar a los sublevados haitianos.

En un informe de los hechos referidos, que forma parte destacada de la historia del vecino país, se resumió lo ocurrido en dicha ciudad ribereña del Atlántico así: “el Cabo ha sido evacuado, y poco después el Mole, quedando en manos de los rebeldes el único puerto de la parte francesa que podíamos esperar conservar todavía…”

El general Francois Marie de Kerverseau, autor de las palabras anteriores, remató su relato de aquellos hechos de esta manera: “El General en Jefe cayó con sus tropas en manos de los ingleses…”

En el 1803 ese mismo general Kerverseau era el comandante militar en la ciudad de Santo Domingo. Fue obligado a entregar su puesto por el general Jean-Louis Ferrand, quien hasta entonces estaba afincado como jefe en Montecristi.

Ese “lance de intriga” fue en los hechos una derrota para Napoleón, pues quedó comprobado que no tenía control sobre los generales que lo representaban en la entonces colonia francesa, que desde el 27 de febrero de 1844 (con sus atributos de soberanía) se llama República Dominicana.

El 6 de febrero de 1806 tropas napoleónicas provenientes del Caribe oriental se acercaban por el mar a la ciudad de Santo Domingo, con el objetivo de reforzar el tambaleante gobierno colonial del general Ferrand.

Fueron abatidas por barcos británicos que realizaban desplazamientos de cabotaje, comandados por el almirante John Thomas Duckworth. Ese hecho de armas fue otro fracaso para Napoleón en esta zona de la tierra.

La última derrota en Santo Domingo del emperador galo se produjo el 27 de noviembre de 1808. En esa ocasión soldados británicos dirigidos por el general Hugh Lyle Carmichael, apoyados por un escuadrón de fragatas, sitiaron la capital colonial obligando al general francés Dubarquier y su guarnición a rendirse y entregar el gobierno a Juan Sánchez Ramírez, vencedor en Palo Hincado.

Dicho lo anterior a pesar de que el poder que llegó acumular el emperador francés era tan grande que en medio de la cadena de triunfos militares que logró en Europa en el 1806 alguien dijo: “Napoleón ha soplado sobre Prusia y Prusia ha dejado de existir.”

También hay que decir que no sólo se apoderó de los llamados Estados Pontificios, sino que en el 1809 encarceló (en Avignon, Savona y Fontainebleau) al Papa Pío VII, quien duró 5 años confinado, hasta que los austriacos lo liberaron en el 1814. Fue declarado en el 2007 Siervo de Dios por el Papa Benedicto XVI.

Cuando ya Napoleón estaba convencido de su destino final, en ruta hacia su prisión en la isla Santa Elena, exclamó ante el conde Charles-Tristan de Montholon, el ex mariscal Henri-Gratien Bertrand, el conde de las Cases y unos pocos más que lo acompañaban: “en mi carrera faltaba la adversidad.”

En realidad, la adversidad la arrastraba él desde los días en que no pudo doblegar con su poderosa maquinaria militar a pequeñas islas distribuidas en el mar Caribe.

Las crónicas históricas de antaño recogen que el 5 de mayo de 1821, día que murió prisionero de los británicos en Santa Elena, ese remoto territorio insular ubicado en el Océano Atlántico Sur fue azotado por una tempestad.

El 15 de abril de 1821, en el tramo final de su testamento, Napoleón Bonaparte le dictó a su asistente Emmanuel, conde de las Cases, historiador y registrador de sus últimas disposiciones, lo siguiente: “…muero prematuramente, asesinado por la oligarquía inglesa y su sicario…Deseo que mis cenizas descansen a orillas del Sena, en medio del pueblo francés, que tanto he amado.”

 

 

 

viernes, 3 de junio de 2022

Napoleón fue perdedor en el Caribe (3)

 

Napoleón fue perdedor en el Caribe (3)

 

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

 

Es oportuno decir que el 16 de junio del año 1810 funcionarios municipales de la  ciudad de Higüey vaticinaron lo que 5 años después fue el principio del fin del poderoso Napoleón Bonaparte. Su derrota el 18 de junio de 1815 en Waterloo fue el cumplimiento de ese augurio.

Esa premonición ha sido silenciada por muchos, pero tiene su importancia en el agitado y tortuoso itinerario del imperio francés.

Antes de detallar aquel presagio, al final de esta serie de 4, es oportuno señalar que la venta que en el 1803 hizo Napoleón del vasto territorio de Luisiana (más de 2 millones de kilómetros cuadrados) en favor de los EE.UU. fue producto directo de sus derrotas en el Caribe, principalmente por los hechos de humillación militar que sufrió en la isla de Santo Domingo.

Esa fue una venta hecha a marchas forzadas, a precio de “vaca muerta.” Se escribió entonces que el rostro de Napoleón tenía pliegues de amargura al tomar dicha decisión.

Aunque todavía no era la testa imperial de Francia (lo sería poco después) tal vez en ese caso, más que en cualquier otro de sus acciones de Gobierno, quedó comprobada la afirmación que anotó en sus papeles privados el obispo y político francés Charles Maurice de Talleyrand, al ser testigo de la autocoronación de Napoleón: “En el título de emperador hay una combinación de República romana y de Carlomagno, lo que le hace perder la cabeza.”

Para sólo mencionar algunos casos previos al referido negocio inmobiliario de la Luisiana hay que decir que en el 1794 perdió a manos de los ingleses las islas de Martinica y Santa Lucía, así como otras que las circundan.

En abril de 1796 Napoleón, que todavía no era emperador, pero tenía el control del aparato gubernamental francés, refunfuñaba porque había autorizado que una poderosa expedición naval saliera de Guadalupe a recuperar la pequeña y cercana isla de Saint Kitts (174 km2). Luego de una terrible devastación del tipo “tierra arrasada” aquello terminó en derrota para sus fuerzas de ocupación.

No hay que olvidar, además, que ya en el 1795, por órdenes del entonces primer ministro de Gran Bretaña William Pitt (el Joven), con el apoyo del rey Jorge III, la mitad del ejército de esa potencia mundial estaba combatiendo en las Antillas contra las fuerzas napoleónicas y contra esclavos rebeldes esparcidos en diferentes lugares caribeños, teniendo como centro de atención el territorio antillano que se dividen la República Dominicana y Haití.

En el 1800 los británicos desplazaron a las fuerzas de Napoleón Bonaparte de la mitad de Saint-Martin, pequeña porción de tierra que los galos recuperaron en el 1816, mediante el Tratado de París.

En el 1803 Gran Bretaña, que 5 años atrás había derrotado a Napoleón en la batalla naval del Nilo, se apoderó de varias posesiones francesas en el Caribe Oriental, entre ellas Tobago y Santa Lucía. Fue otra derrota caribeña para ese genio militar que sus enemigos apodaban el Ogro de Ajaccio.

La Pérfida Albión (expresión creada por el poeta Augustin de Ximénés y popularizada por Napoleón para burlarse de Gran Bretaña) se aprovechó de paso para afincarse también en amplios territorios de América del Sur, como fue el caso de la entonces Guayana Neerlandesa.

No fue sorpresa que como efecto directo de la decisión de guerra abierta tomada por Napoleón en el año 1803 (entonces era el jefe del gobierno llamado El Consulado) Gran Bretaña pudo asegurarse, en el 1808, el control de las islas María Galante y Deseada.

Pronto también volvieron a caer en poder de los británicos Martinica, Guadalupe y un rosario de pequeñas islas periféricas como Les Saintes. Pocos años antes esos territorios habían sido recuperados por las tropas de Napoleón, en ese “tira y afloja” en que se convirtió el Caribe en la primera década del siglo 19.

Esas pérdidas territoriales estaban también directamente conectadas con la derrota que el 21 de octubre de 1805 tuvieron la Francia bajo el dominio de Napoleón y  España en la batalla naval del cabo de Trafalgar, luego de que los barcos de esos dos imperios salieron de su refugio en la rada de Cádiz.

La escuadra franco-hispana estaba compuesta por 33 barcos, de los cuales sólo retornaron 11 a puerto, en condiciones precarias.

En ese famoso combate los 27 barcos de Gran Bretaña  que intervinieron quedaron ilesos, a pesar de que allí murieron cientos de ingleses, galeses, escoceses y norirlandeses (estos últimos no son británicos). En esa batalla fue que murió el almirante de la Marina Real británica Horacio Nelson, héroe del ya referido enfrentamiento en el río Nilo, así como de otras contiendas navales.

Oportuno es decir que el novelista y dramaturgo español Benito Pérez Galdós, en su primera novela de la serie titulada Episodios Nacionales, escribió en abundancia sobre la hecatombe que sufrieron las fuerzas napoleónicas frente al cabo gaditano de Trafalgar.

Las victorias británicas sobre Francia, con la ocupación de algunas de sus colonias en el Caribe, dio origen en el 1806 a la creación de un mecanismo mediante el cual Napoleón cerró gran parte de los puertos europeos a los productos comercializados por Gran Bretaña, especialmente el azúcar. Fue lo que se conoció entonces como “el sistema continental.”

Eso favoreció en gran medida a los exportadores de azúcar de los EE.UU., que en esa ocasión encontraron en Europa un mercado amplio. Napoleón resultó ser en ese sentido un gran aliado coyuntural de ese poderoso país del norte de América.

Dicho lo anterior al margen de que luego, olvidando sus colaboraciones recíprocas en acciones contra los pueblos antillanos, el tercer presidente norteamericano, Thomas Jefferson, escribió párrafos de acrimonia contra el emperador francés, rey de Italia y a partir del 1806 copríncipe de Andorra.

El poderoso emperador de Francia, cuyas tropas fueron derrotadas una y otra vez en el Caribe, fue el mismo que el 17 de mayo de 1809, desde su cuartel general de Schaembrunn, en Austria, emitió un decreto mediante el cual, entre otras cosas, anexionó al imperio francés los Estados romanos o pontificios.

En efecto, en esa especie de ucase de factura napoleónica el también rey de Italia ordenó que el día primero del mencionado año una junta extraordinaria tomara en su nombre “posesión de los Estados del Papa y adoptara las medidas convenientes para que se organice la administración constitucional…” Dicen que esa ha sido una de las etapas más difíciles de la iglesia católica.