ANÉCDOTAS
POLÍTICAS DE AQUÍ Y DE ALLÁ (2)
POR TEÓFILO
LAPPOT ROBLES
En
los tres últimos lustros del siglo 19 la ciudad de Santo Domingo era como un
enorme cangilón que recibía envueltos en la neblina de la política criolla hechos
extraños e insólitos, con características anecdóticas.
Los
días 26, 27 y 28 de junio del 1886 fueron fijadas las elecciones para escoger
al próximo presidente de la República. Los principales contendientes eran
Ulises Heureaux y Casimiro N. de Moya.
Uno
de esos días, en medio de “alboroto, bandereos, música y cohetes” un fortachón
operador político, seguramente vestido con su “ropa mágica de milicia”, acompañado
de un perro de cacería y unos cuantos seguidores, se presentó al lugar de
votación situado en la calle La Atarazana y allí provocó un mayúsculo incidente
paralizando el proceso electoral en la principal ciudad del país.
Las
boletas que representaban a Moya tenían impresa la imagen de la Virgen de la
Altagracia y las de Heureaux a la Virgen de las Mercedes. Tal vez un caso
anecdótico único en el mundo. Una escena surrealista nacida en el corazón de
las Antillas.
Fue
un uso político malicioso de esas imágenes religiosas. Dicho lo anterior porque
esos candidatos no eran cardenales papables aferrados a la virgen de su devoción
en un cónclave para elegir a uno de ellos en la triple condición de obispo de
Roma, Papa y jefe del Estado Ciudad del Vaticano.
El
proceso electoral del año 1886 fue calificado de fraudulento por Moya y sus
seguidores, quienes enarbolaban como escudo a la Virgen de la Altagracia. Esa decisión tuvo implicaciones
políticas y militares.
Casimiro
N. de Moya y sus partidarios dieron inicio a una guerra civil que produjo cientos
de muertos, especialmente en la parte norte del país.
El
fracaso de dicha insurrección tuvo múltiples motivos, pero especialmente por lo
que consignó en sus reflexiones el acucioso historiador Julio Genaro Campillo
Pérez: “el soborno hizo más estragos que las balas…” (Elecciones Dominicanas,
edición 1978.)
No
era la primera vez que surgían anécdotas políticas en recintos electorales
dominicanos. Tampoco sería la última ocasión.
Hay
que anotar que para esa época la capital
dominicana parecía adormecida con su abundancia de “almendros de elegantes
amplias copas”, con guayabos silvestres y frondosos uveros que se
desplazaban “hasta las ríspidas malezas de la Punta Torrecilla”, como así la
describía desde su celda de preso político, empinado en una “silla de sabina y
majagua”, en la cárcel Torre del Homenaje, Antonio Portocarrero, el personaje
principal de la novela La Sangre, de Tulio M. Cestero.
Trujillo
Como
todos los gobernantes truculentos, Rafael Trujillo, a pesar de sus modales
pesados, fue una fábrica de producir anécdotas. Algunas cómicas y otras con
ribetes trágicos.
Una
de las anécdotas más famosas y recurrentes durante la llamada Era de Trujillo
fue conocida como “los tres golpes.” Era
un pedido con voz de mando que hacían en pueblos y campos patrullas militares a
cualquier transeúnte.
Esos
llamados tres golpes eran la credencial del partido de gobierno, la cédula de
identidad personal y el carnet del servicio militar obligatorio.
Muchos
dominicanos fueron apresados o calificados como desafectos por no cargar con
dichos documentos, los cuales para el régimen de fuerza tenían más importancia
que un devocionario para un fiel.
Otro
situación anecdótica de aquella época que merece recrearse era la actitud de Trujillo
de colocar a marionetas suyas como presidentes de la República. Eso sí, él
mantenía las riendas del poder.
Una
anécdota que se hizo popular sobre ese tema se le atribuye al presidente
gomígrafo (el primero de varios) Jacinto Peynado, alias Mozo, quien cuando
alguien solicitaba su intervención para solucionar algún problema le decía:
“Vaya a la mansión presidencial y procure hablar con la autoridad.”
Otra
anécdota de política criolla, la cual recorrió rápidamente gran parte del
mundo, fue protagonizada por residentes dominicanos en los Estados Unidos de
Norteamérica, con motivo de una larga visita realizada a ese país por Trujillo
en los meses de enero, febrero y marzo del 1953.
Durante
ese tiempo un inmenso ataúd pintado de negro, cargado por exiliados, entre
ellos Nicolás y Lucy Silfa, mortificó al despótico gobernante cuando fue a la
Casa Blanca, en Washington; al edificio de la ONU, en New York; así como a
otros lugares.
Ese
féretro se convirtió en su terror y amargó su viaje a las dos principales
ciudades por donde pasan los ríos Potomac y Hudson.
José
Labourt, ensayista y periodista nativo de Vicente Noble, se refirió de esta
manera a ese hecho anecdótico que adquirió fama internacional:
“El
ataúd, cargado por 62 dominicanos exiliados, simboliza la muerte del novelista
Andrés Requena y la desaparición de miles de vidas en la República
Dominicana.”(Trujillo: Seguiré a caballo.P.229).
Juan Vicente
Gómez
Juan
Vicente Gómez Chacón fue un curioso personaje andino que derrocó en el 1908 a
su compadre el presidente Cipriano Castro, nativo como él del estado venezolano
de Táchira. Impuso una dictadura implacable hasta que murió en el 1935.
Juan
Bisonte fue uno de los motes que le pusieron sus enemigos políticos. El pueblo
de a pie gozaba esa ocurrencia, que sin duda tenía un trasunto con el
cuadrúpedo rumiante que se mueve por las praderas del norte de América.
También
le decían “el bagre”; tal vez no sólo por ser nativo de Táchira, en el
occidente venezolano, sino porque en política era un experto nadando en agua
dulce y salada.
Existe
un océano de anécdotas en torno al hombre de armas que por más de 25 años
sometió al pueblo venezolano a los peores tratos.
Se
ha escrito que en algunas cárceles que él tenía repleta de opositores cuando un
prisionero moría (generalmente por hambre y torturas) ataban el cadáver a la
espalda de un preso político para que se le pudriera encima.
En
su obra titulada “Memorias de un venezolano de la decadencia” el periodista y
diplomático José Rafael Pocaterra describe anécdotas nada divertidas que él
observó en su etapa de preso político en la cárcel La Rotunda, donde Gómez
tenía como azote al torturador Nereo Pacheco, quien se jactaba de que era un
verdugo despiadado, pero no ladrón.
El
17 de mayo de 1913 fue apresado y sometido a vejaciones por conspiración el
político y militar Román Delgado Chalbaud, ex socio y compadre del terrible
Juan Vicente Gómez.
Pasado
algún tiempo la esposa de Delgado Chalbaud, Luisa Elena Gómez Velutini, visitó
al tirano espetándole que no se iría del Palacio de Miraflores hasta lograr la
libertad de su cónyuge.
La
respuesta, con agrio sabor de anécdota, que le dio a la atribulada mujer el
imperturbable alias Juan Bisonte fue ordenar lo siguiente a una hermana suya
que le asistía en la casa de gobierno: “Arréglemele una habitación a la comadre
que se queda a vivir con nosotros.”
Delgado
Chalbaud duró 14 años bajo los rigores de la prisión. Pocos meses después de
obtener su libertad fue abatido, el 11 de agosto de 1929, en un alzamiento
militar que encabezó en la oriental ciudad venezolana de Cumaná.