viernes, 26 de agosto de 2022

VALERA, PRIMER ARZOBISPO DOMINICANO (2 DE 2)

 

VALERA, PRIMER ARZOBISPO DOMINICANO (2 DE 2)

 

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

 

El 2 de marzo de 1814 el arzobispo Valera puso a circular una de sus cartas pastorales, en la cual señalaba que fue colocado en la “primera silla de la Iglesia Española Ultramarina.”

En esa comunicación, dirigida al clero y a los feligreses que pastoreaba en todo el país, él se quejaba de la pérdida de valiosos objetos en diversos templos, incluyendo la catedral de Santo Domingo. Pedía la devolución de los mismos.

También hacía viva protesta por la forma relajada en que penetraban a los santuarios muchas damas, solicitándoles que tenían que ir a los ritos religiosos “con vestidos decentes y honestos, absteniéndose de llevar desnudos los brazos y el pecho…” Se refirió, además, a otros temas y advertía sobre la aplicación de la pena de la excomunión mayor “por tan detestable impureza.”1

Le correspondió dirigir a su grey en una etapa cargada de confusión y convulsiones, con varios acontecimientos impactantes: El pueblo sumido en un letargo, minado por la miseria y el desánimo (la llamada España Boba). Una proclamada  independencia que no pudo sostenerse y por eso se le llamó efímera y la ocupación del territorio dominicano por el ejército de Haití, con el presidente Jean Pierre Boyer a la cabeza.

El arzobispo Pedro Valera Jiménez nunca se apolilló en su cotidianidad, por eso cuando estaba afianzando su liderazgo entre curas y feligreses, en el territorio que es hoy la República Dominicana, tuvo que tomar de nuevo el áspero camino del exilio.

El 28 de junio de 1830, en la mitad del último año de la tercera década del siglo 19, Valera tuvo que dejar la tierra donde nació. Jamás pudo volver. Lo hizo apremiado por el hostigamiento de los gobernantes de Haití.

Fue enviado hacia Cuba de manera imperativa por el gobernador militar Maximiliano de Borgellá y demás jerarcas que ocupaban el país. Lo llevaron junto a varios de sus más cercanos colaboradores al embarcadero que entonces existía cerca de la calle llamada La Negreta, hoy Gabino Puello.

El balandro que llevó al destierro a tan ilustre dominicano zarpó del mismo lugar por donde salieron en otras circunstancias personajes tan famosos como Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego Velásquez, Alonso de Ojeda, Rodrigo de Bastidas y otros. Dicho sitio era la ría que hacen el mar Caribe y el río Ozama en su curso inferior.

Al arzobispo Valera lo acusaban de agitador, como consta en un documento firmado semanas antes de su expulsión por el comisario del gobierno de ocupación, el escritor e intelectual neibero Tomás Bobadilla Briones; quien tenía un parentesco de consanguinidad colateral con él, al cual Valera había designado en el 1811 notario mayor del arzobispado, un puesto de origen monárquico que tenía mucha importancia entonces, por la facultad de expedir diversas actas (nacimientos, matrimonios, defunciones, etc.) a nombre de la iglesia.

Antes  de apurar el cáliz amargo del ostracismo dejó al frente de la iglesia local a uno de sus alumnos, monseñor Tomás de Portes e infante, con el título de vicario general delegado apostólico.

Con esa designación el arzobispo Valera buscaba amortiguar los efectos de una Sede vacante. Daba cumplimiento así a lo dispuesto por los cánones del Decreto Graciano, que entonces era el cuerpo legal que regía a la Iglesia católica en cualquier lugar del mundo donde tenía presencia. Es el antecedente más cercano en el tiempo al actual Código de Derecho Canónigo, cuya fuente nutricia principal es Dios, de conformidad con sólidos criterios de teólogos y exégetas bíblicos.

Valera murió en La Habana, Cuba, el 19 de marzo de 1833. Una epidemia de cólera lo mató el día que en esa ciudad del atlántico cubano murieron por la misma causa más de 800 personas.

Doce días antes de su muerte había sido designado administrador de la diócesis de la isla mayor de las Antillas, para cubrir la vacante del famoso prelado Juan José Díaz de Espada, el mismo de quien José Martí escribió con elogio: “...obispo español que nos quiso bien…”

Nueve días después del fallecimiento de Valera el prominente orador y teólogo cubano de la Orden de los Predicadores fray Remigio Cernadas pronunció en una iglesia habanera una oración fúnebre en la cual lo calificó como el “dignísimo Arzobispo de Santo Domingo, Primado de las Indias y Administrador electo del Obispado de La Habana”. También señaló que su vida estuvo “llena de trabajos, de duras y amargas calamidades...”

Al describir la personalidad del ilustre mitrado dominicano el también escritor y rector universitario Cernadas puntualizó que: “A Pedro…ni humillaron las tribulaciones, ni le enorgullecieron las dignidades…él no se dejó ver tan grande y tan elevado en medio de las mayores desgracias, como dulce y complaciente en el seno de la sociedad…”2

El arzobispo Valera fue considerado por su biógrafo José María Morilla como poseedor de “caridad ejemplar y con aquella dulzura y mansedumbre que constituían su carácter…”3

En sus aludidas notas biográficas el brillante abogado e historiador  Morilla, nacido en Santo Domingo, pero que vivió más en Cuba que en su tierra de origen, agregó que Valera fue “sencillo, franco, candoroso en su trato, sin nada de arrogancia ni orgullo por verse elevado a tan encumbrada dignidad…”

Al estudiar el itinerario vital del arzobispo Valera puedo decir que su llaneza llegaba hasta su mesa, pues su comida era frugal y, además, no consumía vino ni otras bebidas usuales en sibaritas con y sin sotanas. Argumentaba que “ningún licor era conveniente en la mesa de los eclesiásticos.”

Aunque su cuerpo inerte fue enterrado en Cuba, aquí se le hicieron varias ceremonias conmemorativas.

 En sus notas personales el sacerdote canonista y patriota independentista y restaurador Manuel González Regalado, luego de elogiar las condiciones excepcionales del arzobispo Valera, dejó anotado que el 19 de junio de 1833 se le hizo al prelado fallecido hacía 3 meses un funeral en Puerto Plata, describiendo ese solemne acto litúrgico así:

“Mi capilla de música ejecutó en este día con admirable destreza la famosa Misa de Réquiem, composición del Sr. Mozart y una sequentia de difuntos en extremo tierna.”

González Regalado, el entonces párroco de la más grande ciudad de la ribera atlántica dominicana, reveló que el arzobispo Valera hacía cada día una oración nocturna que “comenzaba a las diez de la noche hasta las doce, que era la hora de acostarse.”

 A pesar de su gran valía como personaje histórico, unos pocos escribieron en el pasado juicios nada veraces sobre la personalidad de Valera Jiménez. Así hizo, por citar un caso, el abogado, sacerdote e historiador Carlos Rafael Nouel Pierret (yerno de Tomás Bobadilla Briones y compadre de Fernando A. de Meriño) quien en su densa obra sobre un amplio tramo del catolicismo dominicano no escatima esfuerzos semánticos (que no dialécticos) para presentar una imagen desdibujada del primer arzobispo nacido en tierra dominicana.4

Bibliografía:

1-Pastoral del arzobispo Valera.No.4, 2 de marzo de 1814.

2-Clío 91.Año 1951.Pp. 143-145.

3-El arzobispo Valera. Editora Amigo del Hogar,1991.Recopilador Max Henríquez Ureña.

4-Historia eclesiástica de la Arquidiócesis de Santo Domingo.Editora Santo Domingo, 1979.

lunes, 22 de agosto de 2022

VALERA, PRIMER ARZOBISPO DOMINICANO (1 de 2)

 

VALERA, PRIMER ARZOBISPO DOMINICANO (1 de 2)

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

El doctor en teología Pedro Valera Jiménez fue el primer ciudadano nacido en el país que alcanzó el elevado rango de arzobispo y el primero en sentarse en el principal sillón de la Catedral Primada de América.

Ese gran acontecimiento ocurrió poco después de su retorno al país, el 11 de agosto de 1811, aunque la consagración como tal se produjo siete años después, 15 de febrero del 1818.

De entrada es oportuno decir, para evitar confusiones, que 60 años antes (1751) el ilustre Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, nativo de Santiago de los Caballeros, fue designado obispo en Nicaragua. Dos años después ejerció iguales funciones en Cuba, pero Morell de Santa Cruz no alcanzó el título de Arzobispo, que en el organigrama de la iglesia católica es una categoría más abarcadora.

El arzobispo Pedro Valera Jiménez nació en la ciudad de Santo Domingo en el año 1757, hijo de los migrantes canarios Isabel Jiménez Betancourt  y Cristóbal Valera, quien fue alférez de infantería de las tropas coloniales españolas.

Fijó su domicilio en Venezuela cuando el rey español Carlos IV cedió  a Francia,  mediante el tratado de Basilea del 22 de julio de 1795, la tierra que luego sería la República Dominicana.

Bajo la excusa de ese acuerdo fue que Toussaint Louverture invadió el 1 de enero de 1801 la parte oriental de la isla de Santo Domingo. Fue un acto carente de legalidad, aunque algunos sigan pregonando lo contrario.

Por decisión del arzobispo Valera se reabrió el Seminario Conciliar para enseñar teología, literatura, filosofía, latín, arte, filosofía, etc. Eso  le hizo “merecedor a la más acendrada gratitud de su Patria”.

Entre los que formaron parte de ese centro del saber, bajo la orientación del arzobispo Valera, estuvieron figuras que luego dieron brillo a la cultura dominicana, como Andrés López de Medrano, Juan Vicente Moscoso, Bernardo Correa y Cidrón y Manuel González Regalado.

Esa laboriosa actividad formativa permitió que en la ciudad de Santo Domingo brotaran sarmientos que difundieron el catolicismo, pero particularmente facilitó que se mantuviera flotando entre los criollos el sentido de la libertad. Gracias a eso el vendaval de los hechos posteriores no pudo aniquilar al pueblo dominicano, entonces en formación.

Dicho lo anterior aunque el arzobispo Valera Jiménez no tuvo lo que se ha dado en llamar el olfato político para ver con tiempo los acontecimientos que tanto en Europa como en América hicieron derrumbar al otrora poderoso imperio español.

Al analizar su vida se comprueba que su apego a la España de donde llegaron sus progenitores no le impidió estar siempre encariñado con la tierra donde nació.

Su inclinación por la Corona de España y sus blasones tampoco le limitó para realizar una labor religiosa que la historia recoge con sobrados méritos en su misión episcopal.

El arzobispo Valera no simpatizó con el movimiento liberador de José Núñez de Cáceres, conocido como la Independencia Efímera. Esa actitud fue fruto de su hispanofilia, aunque no hay constancia de acciones suyas que contribuyeran al fracaso de ese proyecto político de alcance nacional.

El bien recordado sacerdote jesuita, historiador, escritor y gran educador Antonio Lluberes Navarro catalogó a Valera Jiménez como un hombre un poco introvertido, bondadoso y ligado al tradicionalismo católico español de la época.

El padre Ton Lluberes resaltó, además, que ese personaje de nuestro anteayer jamás olvidó sus obligaciones como cabeza de los feligreses católicos, señalándolo como pieza importante en la formación de la clerecía que desarrolló sus labores en el país en la primera mitad del siglo diecinueve.1

Al producirse en febrero de 1822 la ocupación armada de lo que hoy es la República Dominicana, por los haitianos, el arzobispo Valera pronunció un vibrante tedeum en la Catedral de Santo Domingo haciendo grandes reproches.

Ese canto, con trasunto a un antiquísimo himno ambrosiano, no fue del agrado del presidente de Haití Jean Pierre Boyer, quien estaba presente en esa solemne ceremonia donde pensaba que iba a recibir elogios.

En su didáctico y bien documentado ensayo sobre la pastoral dominicana el obispo emérito Antonio Camilo González hace una importante descripción de ese hecho que marcó una época de grandes vicisitudes para la iglesia católica criolla.2

La mala vibra recíproca entre el arzobispo Valera y el jefe haitiano abrió al instante un amplio abanico de represalias contra los curas.

De inmediato Boyer les suspendió los sueldos a los presbíteros, que hasta entonces eran cubiertos por las arcas públicas, en razón de que el óbolo no cubría las necesidades de las parroquias, por la pobreza que había.

Poco tiempo después ese funesto personaje quiso enmendar su decisión, pero Valera se opuso vigorosamente, lo cual profundizó la tirantez iglesia-gobierno.

En el 1830 el Arzobispo Valera fue acosado y amenazado de muerte por matones al servicio de los haitianos. La historia registra entre esos maleantes a unos tales Antonio Martínez Valdés, Andrés Ramos y José Ramón Márquez.

Bibliografía:

1-Breve historia de la Iglesia dominicana 1493-1997. Editora Amigo del Hogar, 1998. Antonio Lluberes Navarro.

2- El marco histórico de la pastoral dominicana. Editora Amigo del Hogar,1983. pp81 y siguientes. Antonio Camilo González.

lunes, 15 de agosto de 2022

PORTES GIL, PRESIDENTE DE MÉXICO DE ORIGEN DOMINICANO

 

PORTES GIL, PRESIDENTE DE MÉXICO DE ORIGEN DOMINICANO

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

Nuestro país, desde antes de su nacimiento formal como Estado Independiente, ha sido tierra de emigrantes e inmigrantes.

De esa dinámica demográfica hay una vasta documentación, desde la llegada aquí de los conquistadores españoles, en diciembre de 1492, hasta el presente.

Es un tema fascinante que ha explicado a fondo, especialmente sobre la migración trasatlántica, la doctora Valentina Peguero, nativa de Dajabón y profesora emérita de universidades estadounidenses (Wisconsin, Columbia, etc.)

Muchos de los que emigraron de aquí, incluso antes del grito independentista, así como sus descendientes, sobresalieron en el pasado. Nuevas generaciones con raíces dominicanas descuellan ahora en diversos lugares del mundo.

Es el caso de las familias Portes y Gil, que partieron hacia Cuba y México. En ambos países dejaron huellas de gran importancia para la historia de esta zona del mundo.

Emilio Cándido Portes Gil, descendiente directo por ambas ramas familiares de dominicanos emigrantes, fue presidente de los Estados Unidos Mexicanos por designación del Congreso de ese país, poniendo en práctica la llamada “etapa de las instituciones”. Su mandato abarcó del primero de diciembre de 1928 hasta el 5 de febrero de 1930.

Su escogimiento para el más elevado cargo de esa nación del norte de América fue el fruto de muchas negociaciones iniciadas luego de que el 17 de julio de 1928 (cuando la conocida Guerra Cristera estaba en su punto más conflictivo) un cristero guadajón de nombre José de León Toral asesinó al presidente electo Álvaro Obregón, apodado el manco de Celaya.

Ese asesino alegó que no soportaba que fuera de nuevo presidente de México el hombre que luego de dejar el poder en el 1924 continuó desde el Estado de Sonora ejerciendo influencia política y militar, incluso ordenando la profanación de templos católicos.

Portes Gil, presidente  de los aztecas en una etapa muy difícil, nació del vientre de la dominicana Adelaida Gil, el 3 de octubre de 1890, en Ciudad Victoria, capital del Estado de Tamaulipas, en el noreste de México.

Su padre fue Domingo Portes, a su vez hijo del prestigioso emigrante dominicano Simón Portes, nativo de Santiago de los Caballeros, cuyo nombre está esculpido con letras de oro tanto en México como en Cuba. Se expatrió  en el 1822, luego de la ocupación haitiana.

Doña Adelaida Gil, y por lo tanto su hijo el referido presidente mexicano, formaban parte de una aguerrida familia de La Vega, de la cual probablemente también eran miembros Basilio y Dionisio Gil, padre e hijo.

Basilio Gil fue un valiente patriota restaurador que murió el 26 de agosto de 1863 en el intento de tomar el puesto militar que tenían en el centro de esa ciudad del Cibao las fuerzas anexionistas.

Dionisio Gil, a quien apodaban Noní, fue un enemigo frontal del tirano Ulises Heureaux. En  marzo del 1894 participó en la llamada Revolución de los Bimbines, la cual fracasó. Se exilió en Cuba.

En la mayor isla antillana participó en la Guerra de Liberación de 1895. Gil formó parte del Estado Mayor que encabezaba el también dominicano generalísimo Máximo Gómez. Por su intrepidez y veteranía con las armas alcanzó rápidamente el rango de Brigadier del Ejército Libertador.

La hoja de servicios de Dionisio Gil  en las luchas por la libertad de Cuba fue tan significativa que después de morir se erigió en su honor una estatua en Cienfuegos, una hermosa ciudad situada en la bahía de Jagua, al sur de esa isla caribeña.

El abuelo dominicano del presidente mexicano Portes Gil, don Luis Simón Portes, figura en los registros históricos de Cuba como uno de los precursores de su independencia. De allí tuvo que salir hacia México por las convulsiones políticas de su época.

El Portes abuelo tuvo un papel tan relevante en México que mediante decreto fue declarado personaje destacado del Estado de Tamaulipas, de cuyo Congreso fue presidente en el 1848. (Clío 128.1972. p81).

Es importante decir que Simón Portes fue designado para hacer el elogio fúnebre sobre José Núñez de Cáceres, fallecido en el 1845 en Ciudad Victoria, Tamaulipas.

Vale señalar que el nombre de Núñez de Cáceres, padre de la independencia efímera dominicana (1-12-1821 al 9-2-1822), está fijado con letras doradas en la sede del Congreso del referido Estado mexicano, por sus grandes aportes políticos, literarios y patrióticos al país donde vivió sus últimos años.

Para mejor comprender el valioso lugar que tiene en la historia de México el presidente Portes Gil es preciso indicar que le tocó gobernar en medio de una crispación que abarcaba todos los rincones de ese país.

En la ocasión el caos en la población mexicana comenzó el 14 de junio de 1926 cuando el entonces presidente Plutarco Elías Calles promulgó una ley (basándose en el texto constitucional del 1917) mediante la cual restringió las actividades del catolicismo y confiscó muchas de sus propiedades.

Esa decisión desató la ya referida Guerra Cristera, entre el ejército y los católicos mexicanos. Fueron 3 años de lucha. Murieron cerca de 80 mil personas.

El presidente Portes Gil, en su informe de 1929 al Congreso de la Unión, se hizo eco de unas declaraciones dadas a la prensa de los EE.UU. por el Arzobispo mexicano Leopoldo Ruiz Flores, en las cuales abogaba por un entendimiento entre la Iglesia católica y el gobierno.

En efecto, Portes Gil negoció con la poderosa cúpula de la iglesia católica mexicana, firmando un documento de entendimiento el  22 de junio 1929, mediante el cual se puso fin a ese sangriento conflicto.

Esa valiente decisión del presidente Portes Gil se conoce en la historia de México como la etapa de “relaciones nicodémicas”, en referencia directa a Nicodemo, el  personaje bíblico judío de la secta farisea y miembro del Sanedrín.

Claro está que con motivo de ese acontecimiento trascendental Portes Gil y algunos obispos mexicanos recibieron navajazos florentinos, parecidos a los que  en el siglo 15 se daban en Florencia, Italia, los seguidores de los Médicis y de los Pazzi.

No era para menos, pues se trató de una ecuación cargada de elementos simbólicos en términos políticos y religiosos. Pero eso es harina de otro costal.

La mayoría de los historiadores mexicanos opinan favorablemente sobre la gestión de gobierno del presidente de origen dominicano Emilio Cándido Portes Gil.

Él creó instituciones que contribuyeron a impulsar la economía y redefinir la sociedad mexicana en los planos sociales, políticos y jurídicos.

Además de presidente de México fue gobernador del Estado de Tamaulipas, juez del Tribunal Superior de Justicia, diputado federal, Secretario de Gobernación, Secretario de Relaciones Exteriores, Procurador General de la República y embajador de su país en Francia y la India.

Fue abogado, político, conferenciante, escritor, congresista y diplomático. En su labor como periodista fundó y dirigió varios periódicos, entre ellos El Cantero, El Diario y El Cauterio.

El presidente Emilio Cándido Portes Gil murió el 10 de diciembre de 1978, a los 88 años de edad, coronado en el otoño de su parábola vital por el respeto colectivo.

 

viernes, 5 de agosto de 2022

¿QUIÉN FUE NENEY CEPÍN?

 

¿QUIÉN FUE NENEY CEPÍN?

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

Desde que los conquistadores y colonizadores españoles empaparon de sangre esta tierra, a partir del 1492, aquí han ocurrido diversos enfrentamientos armados.

En cada ocasión han surgido personajes que han dejado sus nombres en las páginas de nuestra historia.

Así ocurrió en la larga etapa en que potencias europeas se disputaban el control de este rincón caribeño.

Lo mismo pasó durante las 6 invasiones que padecimos desde Haití (1801,1805, 1822,1844,1849 y 1855). También en la Guerra de Restauración contra España (1863-1865) y en las invasiones perpetradas contra la soberanía nacional por los EE.UU.(1905,1916 y 1965).

Las numerosas luchas fratricidas entre bandos dominicanos también fueron canteras de donde brotaron héroes y mártires.

Sin embargo, los nombres de muchos valientes que participaron en acciones bélicas no aparecen en la historia.  

A los anónimos que enfrentaron a los invasores del 1916 les escribió el poeta petromacorisano Federico Bermúdez Ortega su poema A los héroes sin nombre: “Vosotros, los humildes, los del montón salidos, heroicos defensores de nuestra libertad, que en el desfiladero o en la llanura agreste cumplisteis la orden brava de vuestro capitán…”

En las luchas de manigua que en el pasado encabezaron caudillos locales, regionales y nacionales sobresalieron personajes antes desconocidos.

En uno de esos períodos convulsos surgió como un rayo arrasante el célebre Manuel de Jesús Cepín, mejor conocido como Neney Cepín (1880-1906), cuyas hazañas con las armas hicieron que su nombre siga mencionándose en manuales de la historia dominicana.

Neney Cepín llegó al grado de general en esos ascensos que se otorgaban bajo el plomo de las luchas caudillescas. Descendía de una familia de “armas tomar”, afincada en la comunidad de Pontezuela, Santiago de los Caballeros.

Neney Cepín tuvo por abuelo a Leonardo Cepín, quien combatió a soldados anexionistas,  a sus secuaces criollos y a muchos pendencieros y tabarrones que se aliaron (1861-1865) a los extranjeros para mancillar la patria.

Su padre, Eusebio Cepín, era tenido como uno de los hombres más arrojados de su zona. Fue de leyenda la pelea que tuvo al mismo tiempo con los comandantes montaraces Toño Calderón y Polo Balbuena. Este último murió de un tiro que no iba para él, mientras estaba abruzado con Cepín.

Neney también hacía parte de la estirpe de doña Petronila Cepín, dama que al conocer el Grito de Capotillo del 16 de agosto de 1863 dejó sus quehaceres domésticos, se colocó en la cintura un revólver, de esos que entonces llamaban “pata de mulo”, y junto a su esposo se dirigió al lugar llamado Cañada Bonita, en la antigua ruta que conducía hacia Puerto Plata, para desde ahí luchar por la restauración de la soberanía dominicana.

Los amigos más cercanos de Neney Cepín eran hombres que como él amaban estar guerreando, pues para ellos el valor superaba cualquier otro interés; tal fue el caso del valiente Mauricio Jiménez, aquel nativo de un campo de Guayubín que hizo proezas cuando el gobernador Manolo Camacho ordenó una hecatombe en aquel lugar.

El protagonismo de Neney Cepín comenzó poco después de la muerte del tirano Ulises Heureaux. Tuvo su bautismo de fuego en Montecristi, bajo el mando del gobernador de Santiago, Pedro (Perico) Pepín y del cacique liniero Miguel Andrés Pichardo, mejor conocido como Guelito, quien decía que aprendió con Gregorio Luperón a no temer a las balas.                                                                                                        

En esa ocasión era evidente que estaba en el bando de los remanentes del lilisismo que combatían a los que como el nativo de Manzanillo Andrés Navarro se habían alzado para derrocar el gobierno de transición encabezado por Wenceslao Figuereo.

Neney Cepín era un combatiente imperativo y un jinete experimentado. Se movió por un tiempo entre los coludos, que seguían a Horacio Vásquez, y los bolos, que eran los partidarios de Juan Isidro Jimenes. Al parecer tenía más inclinación hacia estos últimos.

El día 6 de abril de 1903 Neney Cepín arriesgó su seguridad y se dirigió al entonces poblado de San Carlos de Tenerife (fundado el 18 de febrero de 1685 por familias canarias en una colina de cercana a la parte norte de la capital dominicana) para avisarle al mencionado general Perico Pepín de la traición de un notorio jefe de tropas que había desertado de sus filas.

Perico Pepín, con su carácter cerril, no le dio importancia a la advertencia de Cepín y el resultado fue que horas después caía fulminado por balas que impactaron su cuerpo en la calle El Perdón (hoy Trinitaria).

Valga la digresión para decir que ese general Perico Pepín fue el que el 26 de julio de 1899 rescató en Moca el cadáver ensangrentado del tirano Lilís. Algunos lo han calificado como “el más valiente de los generales de su época, o por lo menos ninguno más que él.”(Clío No.109, año 1957.p46).

Fue enfrentando a los coludos que Neney Cepín perdió su brazo derecho al  manipular mal una pieza de artillería, en la insurrección llevada a cabo en la ciudad de Santo Domingo el 23 de marzo de 1903.

A los 4 días de aquella pérdida personal se incorporó de súbito y comenzó a recorrer las trincheras de sus compañeros de lucha, quienes le apodaron desde entonces el Mocho Neney.

Él decía que había quedado mocho para ser como los demás hombres. Cuando así hablaba pareciera que había oído la frase del gran guerrero Alejandro Magno: “No hay nada imposible para aquel que lo intenta.”

Ahí comenzó  otra etapa en su leyenda de hombre excepcional en el fragor de los combates.

La pérdida de su brazo derecho no le impidió seguir combatiendo. Cargaba el tambor de su revólver con agilidad felina, utilizando la mano izquierda, sus dientes y la punta de lo que le quedó del brazo mutilado.

Relatos de la época de más actividad de Neney Cepín recogen que cada bala que disparaba (“con gallardía de postura militar”) significaba un muerto o un herido.                                                                                                                                       Como jefe militar se movía entre los combatientes, animando a los perezosos y lanzando proclamas de guerra. Cuando sabía que los enemigos estaban tan cerca que podían escucharlo decía: ¡Aquí está Neney Cepín! Era la advertencia de lo que estaba por llegarles, pues nunca dudaba en matar a sus rivales.

En los frecuentes enfrentamientos armados que tuvo en diferentes lugares del país no dejaba vías de escape ni conocía la indulgencia para sus adversarios.

Neney Cepín atacaba sin piedad. No entendía aquello de mantener prisioneros en su zona de dominio. La muerte era el sendero directo de los que quedaban atrapados bajo sus tenazas.

Aunque posiblemente Neney Cepín no tenía información sobre los juicios del filósofo indio Kautilya, (quien esparció sus saberes por la península del Indostán 3 siglos antes de la era cristiana) ponía en práctica sus terribles  consejos: “Nunca se debe ignorar a un enemigo, creyéndolo débil. Puede tornarse peligroso en cualquier momento, como una chispa en una parva de heno…Por lo tanto, al enemigo debe exterminárselo por completo.”                                         

Neney Cepín fue gobernador de la ciudad de San Pedro de Macorís durante una parte de la guerra de 6 meses (1904) que libraron los jimenistas contra el gobierno de Carlos Felipe Morales Languasco.

Esa designación fue hecha por el general Demetrio Rodríguez Peña, que era el jefe de operaciones de la revolución entonces en curso en la parte oriental del país.

Poco antes de desempeñar el referido cargo Neney Cepín participó en las batallas  contra las tropas dirigidas por el Ministro de Guerra general Raúl Cabrera, que estaban acantonadas en las comarcas de Guerra, Bayaguana, San José de Los Llanos y Los Montones.

En ese último sitio, muy próximo a La Sultana del Este, el combate fue tan aguerrido que el famoso escritor Juan Bosch escribió un romance que se hizo popular, exaltando la figura del culto y valiente general Demetrio Rodríguez Peña.

En el Macorís del mar Neney Cepín ordenó fusilar a un criminal que allí fue condenado a muerte por la justicia por haber asesinado a una mujer y su hijo. Esa decisión fue anulada por la Suprema Corte de Justicia, imponiéndole 20 años de cárcel, que purgaba en la ciudad de  Santo Domingo. Luego dicho sujeto se fugó en medio de la gran confusión que provocó el golpe de Estado del 23 de marzo de 1903 contra el presidente Horacio Vásquez.

El individuo en cuestión volvió a San Pedro de Macorís, donde fue reapresado, y el gobernador Neney Cepín lanzó una proclama diciendo que ignoraba el fallo del máximo tribunal de justicia del país y que en cambio acataba la sentencia del juzgado petromacorisano: “para garantía y sosiego de la sociedad.”

Cuando la llamada Guerra de la Desunión (1904) se fue a pique, y el legendario Demetrio Rodríguez Peña (nacido en el sitio Las Aguas, paraje Juan Gómez, Guayubín) tuvo que dejar los escenarios de combates en el este del país, le correspondió a Neney Cepín dirigir la vanguardia  de las tropas que partieron hacia la Línea Noroeste.

Con motivo de la muerte del general Rodríguez Peña en el puente de La Guinea, a pocos kilómetros de la ciudad de Puerta Plata, Neney Cepín se convirtió en General en jefe de los alzados.

El fracaso del ataque del 2 de enero de 1906 a la ciudad de Santiago le hizo comprender lo difícil de continuar guerreando en esas condiciones.

El miércoles 7 de marzo de 1906, en el gobierno de Ramón Cáceres, Neney Cepín cayó en una trampa. Fue asesinado por órdenes del gobernador de Montecristi, un siniestro personaje conocido como Manolo Camacho.

Es lo que se conoce en la historia dominicana como la matanza de Guayubín.