sábado, 26 de junio de 2021

PIRATAS, CORSARIOS, BUCANEROS Y FILIBUSTEROS (y II)

 

PIRATAS, CORSARIOS, BUCANEROS Y FILIBUSTEROS (y II)

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

 

El territorio que desde el 1844 integra la República Dominicana fue objeto, siglos atrás, de múltiples acciones de piratas que tenían como centro de operaciones el mar Caribe y una parte considerable del océano Atlántico.

Los ataques se producían en sus costas, o en su cercanía, y no pocas veces en la misma tierra. Los asaltantes marítimos sabían que desde aquí se exportaban variados productos, con un valor altísimo.

Alonso de Fuenmayor, un personaje que no sólo fue gobernador de la Capitanía General de Santo Domingo, a partir del 1535, sino que antes y concomitantemente con dicho cargo fue presidente del tribunal llamado Real Audiencia, (luego le agregó a su alforja burocrática el cargo de obispo) dispuso la creación de cuerpos armados, tanto de infantería como de caballería, para enfrentar las incursiones que en distintos puntos de la isla La Española hacían con frecuencia piratas, especialmente corsarios.

Es oportuno señalar, como ejemplo de la inseguridad que había en las aguas marinas de estos contornos, que a mediados del año 1540 un barco español que partió de la ciudad de Santo Domingo con destino a la Metrópoli, cargado de  pieles de vacunos, azúcar de caña y otros productos, fue violentamente abordado y robado por corsarios ingleses que lo acorralaron con varios bajeles de guerra.

Amurallamiento para enfrentar piratas

Los hechos de depredación de los piratas, filibusteros y corsarios fueron la causa eficiente para que las autoridades españolas decidieran la construcción de murallas y fortificaciones en varias ciudades de La Española, y en otros lugares portuarios del llamado Caribe español, tanto el insular como el continental.

Vinculado con lo anterior el historiador Gustavo Mejía Ricart señala, en el volumen 5 de su obra Historia de Santo Domingo, que: “La Real Audiencia de Santo Domingo resolvió enviar a la metrópoli, como Procurador de la isla, a Álvaro Caballero, con fecha 22 de mayo de 1540, con el fin de obtener no sólo que fuera guarnecida Santo Domingo como plaza de armas, amurallándose, y haciéndose atalaya contra corsarios y piratas, sino que se pidiera también que se hiciera perpetua la merced de las alcabalas concedidas de manera temporal…”1

El amurallamiento de la ciudad de Santo Domingo se decidió en el 1541, en los salones reales de España. Esa decisión se afincaba en un doble propósito: económico y militar.

Homosexualismo y piratería

Tan arraigada estaba la práctica del homosexualismo entre muchos filibusteros y bucaneros que llegaron a crear entre ellos vínculos crematísticos para ejecutarse cuando se presentara la inevitable muerte, sobrepasando así la simple atracción sexual entre sujetos del mismo sexo.

Fueron los piratas, en sus diversos subgrupos, los que establecieron en el siglo XVI el llamado “matelotage”, palabreja con la cual se explicaba una suerte de código de voluntad recíproca entre las parejas de homosexuales.

A la muerte de uno de ellos el sobreviviente se quedaba con todos los bienes que tuvieran. Así impedían que la esposa e hijos del fallecido pudieran  recibir lo que en derecho se denominan bienes relictos.

Patente de corso

La patente de corso fue una institución anómala de los países que en los siglos XVI y XVII tenían el dominio de gran parte del mundo. Tenía viso legal, pero en la realidad era un mandato para el fomento de negocios inescrupulosos y sobre todo para permitir asaltos sangrientos que beneficiaban a casas reales, comerciantes, ministros, consejeros, burócratas y bandoleros.

Los permisos con sellos oficiales englobados en la patente de corso, otorgados a particulares inclinados por la codicia y la malicia, sirvieron para cometer acciones abominables en muchos lugares del mundo. En las Antillas los corsarios fueron devastadores.

Con el uso de los corsarios para que azotaran mares, costas y pueblos ribereños las potencias que desde Europa sostenían la hegemonía del mundo ejercieron al máximo la deleznable práctica de la doble moral. Los bandoleros marítimos que pertenecían a determinado país no eran objeto de ninguna sanción allí de donde procedían, sin importar el quantum que representaran sus fechorías.

Para los contrarios que eran capturados el destino era la horca o cualquier otro tipo de muerte, sin ningún juicio de por medio.

Un caso famoso, que permite poner en perspectiva lo anterior, es que con motivo de la guerra que libraron los reyes Carlos V de España y Francisco I de Francia el corsario francés Jean de Fleury fue capturado por marineros vascos que lo condujeron ante el rey. Dicho monarca ordenó que lo ahorcaran de inmediato en el extrarradio de la ciudad de Toledo.

Al tratar el tema de la esclavitud en su obra titulada La Trata de Esclavos, el historiador y académico inglés Hugh Thomas hace un excelente repaso por el mundo de la piratería.

Dicho autor demuestra las diferentes maneras en que se disfrazaban operaciones típicas de piratería, especialmente en su aspecto corsario, con autorizaciones disfrazadas de aparentes negocios considerados lícitos y normales en el siglo XVII para sus beneficiarios directos.

Una prueba de lo anterior, con un blindaje total para acciones de pura y dura piratería, lo fue el edicto emitido el día 27 de septiembre de 1672 por el rey Carlos II de Inglaterra y Escocia, de la estirpe de los Estuardo.

Dicha disposición decía en parte así:“Concedemos por nos, nuestros herederos y sucesores a la citada Real Compañía Africana de Inglaterra…que será legal…hacerse a la mar con cuanto navíos, pinazas y barcos consideren necesarios…para la compra, la venta y el trueque e intercambio por o con oro, plata, negros, esclavos, mercancías y manufacturas…”2

                         Impacto de la piratería en La Española

El pensador dominicano Emilio Cordero Michel, al analizar en su ensayo titulado La economía colonial de La Española el modo de producción colonial y las Devastaciones de Osorio de 1605-1606, entre otros temas, lanza su vista atrás y de alguna manera conecta sus apreciaciones con los hechos de terror y saqueo que cometió contra la ciudad de Santo Domingo uno de los más terribles corsarios ingleses.

En libre interpretación de los juicios del referido historiador y experto en geografía económica se deduce que la piratería, en su versión corsaria, fue parte de los componentes para que comenzara el declive económico que tuvo antes de finalizar el siglo XVI la que había sido la más floreciente colonia del imperio de España en el llamado Nuevo Continente.

Así se expresa Cordero Michel: “Las calamidades de la colonia, tanto naturales como económicas, determinaron que después de la invasión de Drake, en 1586, la producción agrícola, y fundamentalmente la azucarera, decayera en grado sumo…”3

                          Un curioso seguro para piratas

Una información con ribetes de curiosidad en la manchada historia de los filibusteros que se movían en el Caribe, con incremento de sus acciones en el siglo XVII, es que sus dirigentes crearon una especie de entramado social, con rango de ley entre ellos, para asegurar su futuro con compensaciones económicas en casos de percances, los cuales detallaron de manera minuciosa.

Esa suerte de reglamento disponía que si un pirata perdía una oreja recibía 100 escudos; por una pierna 200 escudos; si eran las dos piernas 600 escudos; por un ojo se le indemnizaba con 100 escudos; si perdía los dos ojos el pago era de 600 escudos; por la pérdida de la mano derecha obtenía 200 escudos; si se le inutilizaban ambas manos o brazos 600 escudos; y así enumeraban otras mutilaciones o motivos de salud invalidantes.

Los bucaneros

La opinión mayoritaria de los especialistas en el estudio de la piratería es que los bucaneros eran unos piratas que por diferentes motivos habían sufrido una degradación en sus sórdidas labores.

Un ejemplo de lo anterior lo señala sin ninguna anfibología el historiógrafo y cuentista dominicano Sócrates Nolasco cuando al referirse al cambio de piratas a corsarios (pasando de ser dueños exclusivos del resultado de sus pillajes a subordinados a una autoridad imperial) concluye que se fueron degradando “hasta descender al miserable bucanero, sarna de Santo Domingo.”4

Un apretado resumen de las diversas opiniones sobre la figura de los bucaneros, en el complejo y amplio marco de la piratería, permite decir que el fuego rústico de la leña formaba parte principal de sus labores cotidianas; que  generalmente salían de sus escondrijos usando desvencijados sombreros cuyas estructuras no cubría ni rostro ni orejas, vestían con pantalones descosidos y mugrientos; como instrumentos de trabajo utilizaban cuchillos y lanzas.

Francis Drake

  En los libros de historia de Inglaterra, Escocia, Gran Bretaña y ahora el Reino Unido a Francis Drake lo califican como un héroe. En vida a este personaje lo colmaron de privilegios y le otorgaron un lugar de inmerecida  preeminencia, si se toman en cuenta sus hechos.

La verdad monda y lironda fue que ese depredador cometió una larga serie de asaltos y saqueos en nombre del poderoso imperio al cual servía. En el 1581 la reina Isabel I le otorgó el título de Sir (caballero), que era y es un trato de elevada dignidad. Un baldón para la dignidad de la humanidad.

En el Caribe oriental (frente a Tórtola y otras islas cercanas) hay un ancho canal marino llamado Francis Drake. Un inapropiado homenaje a ese funesto personaje.

Para escarnio del rey español Felipe II uno de los saqueos más notorios de Francis Drake fue el que hizo en el 1585 en la isla Santiago, la mayor del archipiélago de Cabo Verde, en el noroeste de África.

De ese lejano lugar vino Drake moviéndose por el Atlántico hasta la ciudad de Santo Domingo. Allí llegó, con su indigna fama, en clave de ladrón, el 10 de enero de 1586. Crónicas añejas recogen que su convoy fue avistado por los habitantes de esa vetusta ciudad a las 9 de la mañana de dicho día. Durante casi un mes cometió muchos crímenes, robos y atropellos de todo tipo.

Francis Drake hizo maniobras de engaños con 18 naves que  se desplegaron en formación desde el lugar conocido como punta Torrecilla, cubriendo el litoral caribeño de la entonces capital colonial.

En las horas siguientes una bala de cañón mató al rico hacendado, comerciante y escribano español Francisco de Tostado. Los principales funcionarios huyeron de la ciudad. El gobernador Cristóbal de Ovalle (1583-1590)  fue invadido por el miedo y no hizo ningún gesto para enfrentar al corsario invasor.

Drake convirtió en su residencia temporal la catedral Santa María la Menor, cuyo altar de oro y plata lo desmanteló como parte de su botín. Dos sacerdotes dominicos pagaron con su vida por protestar ante tal afrenta.

Quemó documentos que recogían gran parte de la historia de la isla de Santo Domingo.

No dejó nada de vitualla en los almacenes portuarios, cargando con las últimas onzas de casabe, jengibre, azúcar, harina de guáyiga, sal, cueros y otros productos de consumo cotidiano para la población de entonces.

Ese Francis Drake fue el ladrón que sustrajo el original de la Bula In Apostolatus Culmine, emitida el 28 de octubre de 1538 por el Papa Paulo III para crear la Universidad de Santo Domingo, la primada de América.

Al cabo de varias semanas de expolio Drake exigió una generosa recompensa en dinero y prendas para abandonar la ciudad.

En la visión resumida del historiador José Gabriel García, en su compendio de la historia de Santo Domingo, para que el monstruo Francis Drake se fuera de aquí fue necesario hacer un acuerdo con él, mediante el cual:

“…los vecinos se comprometieron a darle  veinte y cinco mil ducados, que equivalían a treinta mil pesos, suma muy superior a los recursos del tiempo que completaron el bello sexo despojándose de sus prendas y los padres de familia quitándoles de la boca el pan a sus hijos…”5

Bibliografía:

1-Historia de Santo Domingo. Volumen 5. Re-impreso por Editora Pol Hermanos, 2015. P82. Gustavo Mejía Ricart.

2-La Trata de Esclavos. Editorial Planeta,1998.P194.Hugh Thomas.

3-Obras Escogidas.Ensayos I. AGN.Editora Corripio, 2015.P123. Emilio Cordero Michel.

4-Obras Completas. Ensayos históricos.Editora Corripio, 1994.P498. Sócrates Nolasco. 

5-José Gabriel García.Obras Completas.Volumen I. Impresora Amigo del Hogar,2016.P128.

                      

 

viernes, 18 de junio de 2021

PIRATAS, CORSARIOS, BUCANEROS Y FILIBUSTEROS (I)

 

PIRATAS, CORSARIOS, BUCANEROS Y  FILIBUSTEROS (I)

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

Las diversas rutas marinas, además de ser antiquísimas vías abiertas para el tráfico de personas y mercancías, siempre han sido lugares para guerras, robos y asesinatos.

El abordaje violento del transporte marino ha sido por tradición el método más empleado para cometer miríadas de fechorías en costas, litorales y mar abierto o mar cerrado. Así se comprueba en  muchas crónicas cuyos orígenes se pierden en el tiempo.

El escritor español Gerardo González de Vega, en su reciente obra titulada Los Siete Mares, versada sobre relatos de abordajes, motines y naufragios, recoge las opiniones de comentaristas que abordaron las principales acciones vandálicas de  piratas, corsarios y otros pillos de los mares.

La lectura de dicho libro, publicado en el 2019, es importante para mejor comprender muchas de las tragedias que se consumaron siglos atrás en las diversas rutas marineras del Océano Atlántico, particularmente en aquellas que eran paso obligado para los barcos que iban y venían entre la Península Ibérica y las islas que forman el arco de las Antillas, mayores y menores, así como de algunas de las colonias fomentadas por los españoles en tierra firme del continente llamado América.1

El mar Caribe, por ejemplo, fue en el pasado uno de los escenarios más activos para las operaciones de los piratas en sus diferentes clasificaciones. Temerarios e insaciables ladrones marinos se movían a sus anchas, asaltando escuadrillas de bajeles, naos, galeras y otras embarcaciones mercantes cargadas de enormes riquezas extraídas de las tierras entonces casi vírgenes de esta zona del mundo, así como con las mercaderías que traían desde Europa.

Las acciones de estos personajes hace siglos que forman parte de los dominios de la historia. Al profundizar en la hoja de vida criminosa de algunos de esos sujetos se concluye que la mezcla de su habilidad y su desprecio por la vida de los demás les permitió desechar para sí calificativos afrentosos. Se reinventaban como “armadores particulares”, creando así un etiquetado empresarial muchas veces imitado por otros desde entonces hasta el presente.

Muchos investigadores del pasado, algunos de ellos con claro poder germinador al momento de hacer sus evaluaciones, descifraron las principales claves que formaban el aparato de acción de corsarios, bucaneros, filibusteros y en fin, de todo tipo de piratas que operaban en el mar de las Antillas, entonces infestado de todos los peligros que caracterizaron particularmente a los siglos XVI y XVII.

Es oportuno señalar que la patente de corso era un documento oficial, con sello para delinquir, que se mantuvo con ribetes de legalidad hasta el 30 de marzo de 1856, cuando se firmó el llamado Tratado de París, vinculado con un conflicto situado en la antípoda de estos lares caribeños, pues el núcleo de dicho tratado multilateral tenía que ver con el cese de la Guerra de Crimea, en el norte del mar Negro.

Se les llamaban corsarios a los que se dedicaban, por mandato de autoridades gubernamentales de determinados imperios, a saquear las embarcaciones de países rivales y a robar bienes de súbditos de otras nacionalidades.

Pero siempre hay vetas que permiten evaluar aquellos hechos que por su impacto tienen categoría histórica.

Traer al presente algunos de ellos es más que pertinente para ayudar a que no se olvide el pasado. Cuando se conoce el ayer se pueden evitar males en el presente que se proyectan hacia el futuro.

Las acciones de los piratas, vinculadas con el llamado cuarto continente (América), se remontan al año 1513. Entonces los ladrones franceses e ingleses que operaban en barcos cargados de armas no habían cruzado el Atlántico, sino que se ubicaban en puntos marítimos estratégicos de las islas Gran Canaria, Tenerife, La Palma, Lanzarote, El Hierro, La Gomera y Fuerteventura, así como en algunos islotes adyacentes, interceptando en esos lugares a las embarcaciones españolas que retornaban de las islas caribeñas repletas de oro, azúcar y otros productos de gran valor.

Así se mantuvieron durante varios años. Posteriormente piratas, con categoría o no de corsarios, especialmente franceses, decidieron cruzar hacia el otro lado del charco, como todavía le dicen en la Península Ibérica al Océano Atlántico.

Cuando llegaron a América una de las primeras incursiones en tierra de los piratas franceses fue asaltar a los moradores de los pueblos del entorno de las costas de Azua y de la bahía de Ocoa. Esas acciones se produjeron en el año 1537.

En la obra Historia del Pueblo Dominicano su autor Franklin Franco Pichardo relata al respecto que: “En el 1538, una nave francesa irrumpió en Puerto Hermoso, apresando tres bajeles allí anclados, varios marinos, y robando más de tres mil arrobas de azúcar.”2

En el pasado de la isla de Puerto Rico quedaron registrados los ataques continuos que hacían los  piratas y corsarios franceses contra los habitantes que se dedicaban a la crianza de vacas y a la producción de casabe en las poblaciones de San Germán, Lajas, Cabo Rojo, Hormigueros y otras en el oeste de  dicha  isla.

Desde el 1538 hasta el 1576 los pequeños pueblos referidos en el párrafo anterior, y así otros, sufrieron en varias ocasiones la piromanía de aquellos sujetos carentes del más mínimo sentido de decencia humana.

La meta principal de los piratas (en cualquiera de sus denominaciones) se descomponía en varios aspectos: robar, causar dolor, humillar y matar. Los beneficios de sus hechos  se distribuían entre ellos y quienes los dirigían allende los mares donde se movían.

La Tortuga como base principal de piratas

La isla de La Tortuga, situada al norte de Haití, con un territorio montañoso y rocoso que no alcanza los 200 kilómetros cuadrados, fue uno de los primeros centros de operaciones de los piratas que se movían por las aguas del Caribe; en sus conocidas versiones de bucaneros, filibusteros y corsarios.

Antes y después de hacer sus fechorías en la zona dichos individuos encontraban refugio seguro en La Tortuga. Tenían el apoyo de funcionarios coloniales estacionados allí, para quienes todos los negocios de contrabando eran fuentes de enriquecimiento particular.

En su clásica obra La Isla de la Tortuga el jurista, historiador y pensador dominicano Manuel Arturo Peña Batlle describió a ese territorio insular como si el mismo fuera una especie de  alfa y omega en materia de robos marítimos en el continente americano.

Así se refirió Peña Batlle a ese territorio insular: “…la piratería americana, que nació, creció y murió en La Tortuga y en Santo Domingo…en los últimos años del siglo XVII, movido por causas económicas locales de la colonia de Santo Domingo, llegó a su apogeo para morir a poco y llevarse consigo la isla de La Tortuga, que sólo vivió en la Historia para solaz y beneficio de ladrones y bandoleros.”3

Conectado con lo señalado por Peña Batlle, el historiador Frank Moya Pons señala en su libro La Otra Historia Dominicana que: “Una de las consecuencias de la actividad corsaria francesa y del contrabando portugués, holandés e inglés durante el siglo XVI fue la difusión del tabaco entre los europeos…Los franceses, por su parte, continuaron actuando como corsarios hasta 1625 sin asentarse en ninguna parte.”4 

Exquemelin, actor y redactor

Alexandre Olivier Exquemelin, un reconocido filibustero francés, que también era cirujano y tenía facilidad para escribir, al redactar su acomodaticia autobiografía hizo una elaborada descripción sobre la piratería en la centuria del siglo XVII, enfocándose directamente en la zona que recorre el mar Caribe, tanto en la parte continental como en la insular. Es decir, desde las orillas del noroeste de Colombia y el norte de Venezuela hasta el Golfo de México, cubriendo además una parte considerable de los países centroamericanos y las Antillas Mayores y Menores.

Exquemelin (en sus notas personales vinculadas con sus muchas correrías por estos lugares del mundo, las que luego fueron recopiladas y tituladas Piratas de la América) desgranó informaciones, comentó hechos y dibujó fisonomías de individuos que interactuaron con él.

Ese valioso material de consulta permite medir la trágica dimensión de los hechos sangrientos en que participaron, él incluido, muchos corsarios, bucaneros y filibusteros que han sido englobados en la palabra piratas.

En Piratas de América hay una radiografía bastante amplia de la zozobra que por mucho tiempo sufrieron poblaciones ribereñas en Jamaica, La Española, Puerto Rico, Cuba, Panamá y otros lugares vecinos.5

Por la narrativa de Exquemelin se comprende, sin necesidad de hacer esfuerzos de exégesis, que durante muchas décadas esta parte del planeta tierra padeció hechos dramáticos que contribuyeron en gran medida a configurar la carga de extrema violencia que ha caracterizado a estos pueblos tropicales.

Los relatos (que no recreaciones sino realidades) de ese protagonista del mal, quien se movía con gran soltura en los ámbitos propios de las sentinas de su época, permiten decir que en el largo período de su participación en asaltos violentos y crímenes que tiñeron de sangre la zona nadie, ni en tierra ni en mar, tenía su cabeza segura sobre los hombros, tanto dentro como en los contornos del amplio perímetro que cubre el mar Caribe.

Muchos fueron los piratas que pasaron a la historia por sobresalir, empinándose sobre los otros, en base a varios factores, pero siempre siendo el distintivo principal el máximo nivel crueldad con que cubrían sus hechos.

El inglés Francis Drake merecerá comentarios apartes en otra entrega de esta breve serie, no sólo por haber sido tal vez el principal azote de los galeones españoles que salían de América cargados de oro hacia la Metrópoli, sino por sus fechorías en la ciudad de Santo Domingo, donde hasta fundió las campanas de la Catedral.

De igual manera vale mencionar al galés Henry Morgan, dedicado dentro de la piratería al bucanerismo, pero con el añadido de que tenía la condición de corsario, lo cual le servía en cierto modo de escudo protector, pues la patente de corso era en sí misma una licencia para la impunidad.

Morgan fue de los pocos de su mala clase que pudo retirarse a disfrutar sus bienes malhabidos. Tal vez mientras nadaba en la abundancia material padecía en sus adentros el escozor de la ponzoña de sus desmanes.

William Kidd, alias Capitán, fue otro pirata que se movió mucho por el Caribe y cuya historia personal tuvo ribetes pintorescos desde que comenzó sus andanzas por el submundo de la criminalidad hasta sus últimos días de vida.

Alguien que hay que mencionar aquí es a un tal Jean David Nau, apodado El Olonés, cuya perversidad tenía profundas raíces patológicas. Como algo rutinario en su vida, sus actos de torturas pasaban a niveles superiores de vesania, partiendo generalmente en trozos los cuerpos de sus víctimas.

Ese maleante francés primero ejerció labores como soldado al servicio del imperio de Francia y posteriormente, en la sexta década del siglo XVII, se dedicó a la piratería con énfasis en el bucán, contando para ello con el apoyo del entonces gobernador de La isla de la Tortuga.

Bibliografía:

1-Los Siete Mares. Miraguo Ediciones, Madrid, España, 2019. Gerardo González de Vega.

2-Historia del pueblo dominicano. Editora Mediabyte.Séptima edición, 2008.P81.Franklin Franco Pichardo.

3-La Isla de La Tortuga. Editora de Santo Domingo, 1974.P255. Manuel Arturo Peña Batlle.

4-La otra historia dominicana. Editora Búho, 2008.Pp58 y 59. Frank Moya Pons.

5-Piratas de la América. Editorial E-Litterae. Edición del 2009. Alexandre Olivier Exquemelin.

 

 

sábado, 12 de junio de 2021

LA ESCLAVITUD EN EL CARIBE (y III)

 

LA ESCLAVITUD EN EL CARIBE (y III)

 

                        POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

 

Tal vez la última gran hazaña reivindicativa de los indígenas de la isla La Española (así nombrada desde el 9 de diciembre de 1492 por Cristóbal Colón) la protagonizó el cacique Enriquillo, el 3 de agosto de 1533, al firmar en el islote lacustre llamado Cabrito la paz con el capitán Francisco de Barrionuevo, representante para esos fines del rey Felipe V, el primer Borbón de la saga española.

Pero cuando ese hecho histórico ocurrió ya hacía más de tres décadas que la esclavitud se había expandido hacia una creciente población de negros traídos bajo fuerza, encadenados en las sentinas de los barcos negreros.

Los negros capturados como presas de cacería en África subsahariana fueron las víctimas que sustituyeron a los taínos en el nefasto sistema de producción esclavista en esta tierra caribeña.

Durante varias décadas unos y otros coexistieron en su condición de esclavos de españoles, hasta que los aborígenes terminaron aniquilados. Una parte considerable de los africanos sobrevivió a los rigores del régimen violento a que fueron sometidos.

Pedro Mir, al referirse a la situación anterior, resaltó la actitud retadora de los negros frente a sus verdugos. En su obra Tres Leyendas de Colores el poeta nacional, en su rol de investigador de la historia, expresó lo siguiente:

“Tres razas fueron sometidas a la prueba del azúcar. Una pudo huir amparada en la máquina compulsiva de la colonia, la blanca. Las otras dos fueron implacablemente sometidas al restallido del látigo. De estas dos, la india, reaccionó trágicamente, se ensimismó y cayó vencida junto a los engranajes…La otra era una raza excepcionalmente enérgica. Reaccionó oponiendo a la desgracia cósmica una alegría ruidosa indomeñable.”1

Aunque la esclavitud de negros africanos estaba en curso en la isla La Española desde hacía dos décadas, fue en el 1518 que la Monarquía de España oficializó su importación masiva, creando un fatídica institución jurídica, tal y como se comprueba en un documento de esa fecha, el cual hace parte de los llamados asientos negros, que son en sí mismos ricos en informaciones sobre la trata.

Lo que siguió fue una triste historia en el continente que desde el 25 de abril de 1507 comenzó a conocerse con el nombre de América. El violento escenario original de la macabra vinculación esclavo-amo fue en esta y las demás islas que forman el arco antillano. Luego se extendió a todos los puntos geográficos de lo que los castellanos llamaban las Indias.

Fray Bartolomé de Las Casas, antes de incardinarse en la orden de los dominicos, fue uno de los que más insistió para que trajeran esclavos africanos a fin de dedicarlos a trabajar en minas, hatos, haciendas y en otras labores no menos fatigosas, siempre en beneficio de los colonizadores españoles.

Ese personaje, cuya vida puede dividirse en dos etapas bien diferenciadas, después se arrepintió de sus hechos y se convirtió en defensor de las víctimas, tal y como consta en diversos documentos generados en la siniestra época en que se produjeron aquí enormes abusos contra aborígenes y africanos.

Importante es recordar que las añejas anotaciones referentes al comercio de esclavos africanos señalan que la compraventa de esos desventurados seres humanos se hacía generalmente con la concha de cauri, un molusco abundante en los mares que recorren muchas zonas asiáticas y africanas.

El caparazón de ese caracol, que se mueve entre aguas marinas, corales, algas y debajo de rocas, fue por siglos moneda apreciada en las regiones de donde procedía la mayor parte de los esclavos que terminaron sus días en este recodo del mar Caribe.

Los negreros también pagaban con cajas de fusiles Birmingham, pólvora y finas bebidas procesadas en destilería europeas, que eran recibidas por jefes tribales que no sentían ningún remordimiento con lo que hacían contra sus congéneres.

El gran intelectual beninés Zakari Dramani-Issifou  de Cewelxa, al examinar todo lo referente a la trata, añade que también tuvieron un activo protagonismo en la captura de africanos, para ser esclavizados en América, algunos ex esclavos.

Según los registros históricos los más activos y despiadados en esa lastimosa labor fueron unos tales Joaquín de Almeida, Félix de Souza y Domingo Martínez, quienes actuaban en contubernio con reyezuelos de diferentes tribus enemigas entre sí.

En su obra titulada África y el Caribe: destinos cruzados (siglos XV-XIX) el referido autor, catedrático en la Universidad La Sorbona, al referirse a lo anterior, profundiza en los turbios e ilimitados horizontes de mentes retorcidas.

Al cuestionar a antiguos esclavos negros que se transformaron en feroces persecutores de hombres y mujeres de su misma raza, para venderlos a los colonizadores blancos, el Dr. Dramani-Issifou  entra en clave de erotema y se pregunta en forma retórica si ese activismo tendría la categoría de “¿una pirueta paradójica de la historia?”2  

Es pertinente decir que los esclavos africanos fueron fundamentales en el proceso de producción de azúcar de caña, tabaco y otros productos agrícolas; además fueron usados en la tala de árboles de maderas preciosas, así como en la extensas haciendas llenas de hatos bovinos y equinos que se fueron creando en estos pagos tropicales desde el comienzo de la colonización, como parte de la economía primaria.

Justo es reconocer que la escritora, académica e historiadora sevillana Enriqueta Vila Vilar, especialista en temas de historia de América, ha hecho aportes significativos para el mejor conocimiento de la esclavitud de negros en la demarcación caribeña.

En sus numerosos ensayos sobre lo que se denominó “la trata atlántica” la especialista Vila Vilar ha puesto sus mayores esfuerzos de investigación y reflexión en los libros-registros de esclavos, así como en el sistema de licencias y la trata que España tenía en el siglo XVI en el amplio territorio bajo su control, en el  antes llamado Nuevo Mundo.

En uno de sus libros fundamentales sobre el tema de la trata, titulado Hispanoamérica y el comercio de Esclavos, la sapiente doña Enriqueta no sólo se refiere al comercio en sí que significó el desastre humanitario de la compraventa de esclavos africanos, sino que también resalta el aporte forzado que hicieron estos en el sostenimiento de la economía colonial para beneficio de España en su condición de metrópoli y de muchos altos funcionarios (civiles y militares) de la Casa real, que se movían en clave de codicia tanto en la Península Ibérica como en la América situada al sur del Río Bravo.3

Hay que repetirlo muchas veces: Fue abominable el comercio de esclavos negros apresados en sus territorios tribales.  Datos extraídos de manera aleatoria de las abultadas estadísticas disponibles revelan hechos de insólita perversidad.

Sólo de 1790 a 1800 los ingleses utilizaron más de 100 barcos en una lastimosa e incesante caravana marina, cargando más de 40 mil víctimas hacia América.

Mucho antes, el tráfico de esclavos desató una lucha feroz entre las potencias europeas que entonces mantenían la hegemonía en gran parte del mundo.

En un período de 15 años (1621-1636) los ingleses movilizaron más de 800 barcos en el mar Caribe. Así también navegaban por esta zona del mundo cientos de navíos españoles, franceses, portugueses y holandeses cargando esclavos y mercancías. Daba igual para los colonizadores, pues para ellos los esclavos eran objetos.

Controversias sobre la esclavitud de los negros

 

Ya en el año 1776 el célebre economista Adam Smith, en su muy conocida obra titulada La riqueza de las naciones, texto fundamental para analizar la economía moderna, sostenía, no sin controversias, que:

“…el trabajo hecho por esclavos, aunque parezca que sólo cuesta su manutención es, a fin de cuentas, el más caro de todos. Una persona que no puede adquirir propiedad alguna, no puede tener otro interés que el de comer lo más posible y trabajar lo menos posible.”4

Siempre ha habido y habrá polémicas sobre el tema de la esclavitud. Por ejemplo, Eric Williams, que fuera un prominente político e historiador nacido en la isla caribeña de Trinidad y Tobago, fallecido hace ahora 30 años, consideraba que la esclavitud no surgió por asuntos raciales. Afincaba su visión al respecto indicando que en el Caribe hubo esclavos negros, blancos, morenos, amarillos, católicos, paganos y protestantes.

En su ensayo Capitalismo y Esclavitud, versado sobre los temas que le dan el título, dicho autor externó juicios en disenso con muchos otros autores. Sus ideas a menudo estaban teñidas de no poca discordia con la realidad.

Al analizar el tráfico de esclavos desde una visión histórica-económica, Eric Williams señaló que:

“La esclavitud en el Caribe ha sido por demás estrechamente identificada con “el negro.” Se dio así un giro racial a lo que, básicamente, constituye un fenómeno económico. La esclavitud no nació del racismo; más bien podemos decir que el racismo fue la consecuencia de la esclavitud…”5

 

No fueron sumisos

 

Es obligación decir que los esclavos negros que en la isla Española sufrieron el calvario de su existencia nunca fueron sumisos a su condición de tales.

Una prueba clara de lo anterior es que muchos de los que fueron llevados por los franceses al oeste de la isla se escaparon para el lado oriental. Tenían la creencia de que la vida de este lado les sería menos rigurosa.

Siempre lucharon para zafarse de la maldad que en su más alta expresión se anidaba en los espíritus codiciosos de sus amos indolentes. El cimarronaje, que será abordado en otra ocasión, fue una manifestación de arriesgada rebeldía de los negros esclavizados.

Una de tantas pruebas de que los que fueron esclavos negros en la segunda isla en tamaño de las Antillas Mayores mantuvieron permanentemente su espíritu rebelde es que no hay ninguna referencia de la existencia en este recodo caribeño de casos semejantes al creado por Harriet Beecher Stowe en su clásico libro La cabaña del tío Tom.

Tal vez por esa actitud insurgente de los esclavos, que imperaba allí donde fueran transferidos: plantaciones agrícolas,  centrales fabriles, bosques, extensos predios  ganaderos, etc. no había aquí la posibilidad de que se produjera lo que los exégetas de referida novela La cabaña del tío Tom han dado en llamar “un milagro moral”, visto así entre los sermones que en forma de surcos fue tejiendo esa brillante escritora estadounidense.

 

 

Sobre el cese de la esclavitud

 

La rebelión que se produjo el 27 de diciembre de 1522 en las barracas y chabolas del ingenio Nueva Isabela, (cerca de Nizao) propiedad de Diego Colón, fue la primera antorcha lanzada sobre el tupido bosque de la esclavitud de los negros en América.

Luego fue el estallido que la radiante mañana del 30 de octubre de 1796 produjeron los esclavos amontonados en esa especie de “guetto” caribeño que era el Ingenio Boca de Nigua.

No obstante lo anterior, faltaba mucho tiempo para que la noche se convirtiera en amanecer y llegara el día de la abolición de ese cruel sistema de explotación económica y racial en la ya para entonces llamada con frecuencia isla de Santo Domingo.

Muchos creen que la opresión extrema que sufrían los negros cesó aquí el día 10 de julio de 1801, cuando en la Plaza de Armas de la ciudad de Santo Domingo, previo al toque de la generala con los tambores de la gendarmería, el jerarca invasor  haitiano Claudio Mondión, actuando a nombre del poderoso señor Todos los Santos Louverture, proclamó el fin de la esclavitud en todo el territorio insular donde comenzó la conquista y colonización española en América.

Luego de lanzar rayos y centellas contra el cuerpo de leyes que regía en la isla, hasta entonces dividida en dos colonias, dicho señor invocó la constitución que en Haití se había proclamado 2 días antes, diciendo que “los habitantes de Santo Domingo han hecho voto de ser libres.”6

Sobre ese controversial punto de nuestro pasado me inclino ante la juiciosa opinión del historiador Vetilio Alfau Durán, quien luego de hacer un largo rastreo por los meandros de esa cuestión concluyó diciendo que:

“El histórico suceso de Monte Grande, en febrero de 1844, fue el último destello de abolicionismo en la isla de Santo Domingo, el epílogo de una lucha secular verdaderamente heroica…”7

El gran humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña, en su libro titulado póstumamente Obra Dominicana, aborda el cese de la esclavitud en Santo Domingo bajo el prisma de factores económicos. Siendo ese su criterio, y no carente de sindéresis, así lo divulgo ahora:

“…desde el siglo XVI, la colonia no tuvo riqueza suficiente para continuar la importación de africanos, y la esclavitud fue disolviéndose hasta que, cuando se proclamó la abolición, no suscitó ningún problema, pues los esclavos no representaban bienes de importancia; con el poco desarrollo de la agricultura, eran más que nada, sirvientes domésticos.”8

Una verdad redonda y rotunda, en la que hay consenso por ser asaz evidente, debe cerrar esta breve serie: Los esclavos negros, tratados  peor que animales amaestrados, además de ser forzados a crear riquezas para los esclavistas, también contribuyeron grandemente, a pesar de estos, con todo lo que envuelve la  etnografía del pueblo dominicano.

Bibliografía:

1-Tres leyendas de colores. Editora Taller, 1984.Pedro Mir.

2- África y el Caribe: destinos cruzados (siglos XV-XIX).Editor: AGN.2011. Pp189-190.Zakari Dramani-Issifou  de Cewelxa.

3-Hispanoamérica y el comercio de esclavos. Editor Universidad de Sevilla, España, 2014. Enriqueta Vila Vilar.

4-La riqueza de las naciones. Publicado en el 1776.Libre acceso en internet.P365. Adam Smith.

5-Capitalismo y esclavitud. Impresora Gráficas Lizarra. España, 2011. P34. Eric Williams.

6- Archivo General de Indias, legajo: estado 59. Reproducido en Divulgaciones Históricas. Editora Taller, 1989.Pp77-84.César Herrera Cabral.

7-Vetilio Alfau Durán en Clío. Escritos II.P395.Editora Corripio, 1994.

8-Obra Dominicana. SDB. Editorial Cenapec, 1988.P505.Pedro Henríquez Ureña.

              

sábado, 5 de junio de 2021

LA ESCLAVITUD EN EL CARIBE (II)

 

LA ESCLAVITUD EN EL CARIBE (II)

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

La isla bautizada en el 1492 como La Española fue el primer foco de la esclavitud en América. Así lo revelan los registros de la historia que se han ido tejiendo desde la llegada de los conquistadores españoles. Sólo sobre lo acontecido en ella es que trata esta corta serie.

Cuando Cristóbal Colón ordenó la construcción del llamado Fuerte de la Navidad, con los restos de la carabela Santa María, ya tenía en su mente retornar a España para dar a los reyes de aquel entonces poderoso imperio la gran noticia de su llegada a tierra.

En su viaje de regreso al llamado viejo continente, que arrancó de esta isla el 4 de enero de 1493, llevaba una clara prueba de que había surgido en el Caribe la esclavitud.

En efecto, Colón  esa vez no sólo llevó a España oro y muestras de la flora y fauna de las tierras adonde había llegado sino también aborígenes en condición de esclavos. Así lo consigna él mismo en sus notas personales.

En colindancias con el detalle de los objetos que llevaba en su primer retorno a España también anotó que en el litoral marino del norte isleño divisó lo que erradamente describió como un trío de sirenas “no tan bellas como se había supuesto.”

Así lo reprodujo en el 1828, junto con otras cosas de interés histórico ocurridas en las dos últimas semanas de diciembre de 1492, entre Cuba y la isla de la cual el país forma parte, el historiador estadounidense Washington Irving en su obra Vida y viajes de Cristóbal Colón.1

Lo anterior significa que antes de afianzarse tierra adentro el violento proceso de la conquista de la isla llamada por los taínos Quisqueya, ya la esclavitud, de hecho, estaba implantada por mandato de Colón.

Al terrible Pedro de Margarit, catalán de la comarca del Ampurdán, jefe militar en el segundo viaje de Colón a esta tierra, le correspondió realizar de forma organizada y metódica las primeras, más violentas y numerosas demostraciones de lo que sería la esclavitud contra los nativos.

El principal punto de operaciones de Margarit para llevar a cabo robos, violaciones, crímenes de sangre y esclavitud cruda y dura contra los conquistados fue la fortaleza llamada Santo Tomás.

Pertinente es decir que la alta dosis de criminalidad que anidaba en la mente de los jefes conquistadores españoles se reforzaba con no poca frecuencia por mentes cultivadas, cuya misión se presumía era morigerar los temperamentos atrabiliarios de Colón y su corte de asesinos, mediante el uso de biblia, rosario y cruz en manos.

Fue el caso, por citar un ejemplo, del sacerdote Juan Infante, quien el 14 de marzo de 1495, en los cerros circundantes del valle de la Vega Real, calificó a los indígenas de “cobardes, miserables y esclavos del demonio” al tiempo que conminaba a Colón, en su calidad de confesor del Almirante, para que acometiera “ a nuestros enemigos, hasta deshacerlos y desvaratarlos…”2

El reparto de los indios en condición de esclavos fue una macabra práctica que se fue extendiendo. No se les consideraba seres humanos y se proclamaba como una verdad rotunda que ellos carecían de los atributos espirituales de los seres racionales, ubicándolos en la parte del reino animal donde se clasifican las bestias.

Los gobernantes coloniales Francisco de Bobadilla (Comendador de la Orden de Calatrava), Nicolás de Ovando Cáceres (Caballero de la Orden de Alcántara) y el virrey Diego Colón fueron de los primeros jerarcas en las operaciones de la esclavitud de los indígenas en La Española.

Sus gobiernos quedaron en gran parte marcados, entre otras cosas negativas, por los crueles maltratos a los indígenas.

Las tristemente célebres encomiendas, que como sistema de explotación laboral, en escala de esclavitud, ya existían en los territorios “no cristianos” conquistados por el imperio español antes de la llegada de Cristóbal Colón a esta tierra, tuvieron su mayor impacto en América, y particularmente en el Caribe.

Para sólo hacer una simple referencia a lo anterior valga decir que el famoso racionero Antonio Sánchez Valverde, de cuya memoria hay muchas cosas que aclarar (por sus actuaciones en púlpitos, cátedras, foros, libros y otras cotidianidades), escribió sobre el mencionado Gobernador General Bobadilla lo siguiente:

“En vez de dar libertad a los Indios conforme a las piadosas intenciones de los Reyes, les redujo a la más dura servidumbre, haciendo un censo de todos ellos y distribuyéndolos entre los habitantes para el beneficio de las Minas, de cuya violencia se siguió considerable menoscabo en su número.”3

Quien puso con mayor abundancia y rigor en práctica las encomiendas de indígenas en La Española, especialmente a partir del 1505, fue el aludido Ovando Cáceres.

La misión de esos esclavos (capturados en “guerras justas”, decían los colonialistas) se centraba en dos ejes: crear riquezas a los encomenderos con trabajos en minas de metales preciosos y producirles alimentos.

Los beneficiados con las encomiendas eran generalmente jefes militares, comerciantes, hacendados, hateros y funcionarios del tren administrativo de la colonia, pero también cualquier español que tuviera alguna cercanía con los gobernadores y sus validos, sin importar su índole aventurera.

Peor aún, fueron beneficiados con esa malsana práctica de gobierno sujetos clasificados como holgazanes, vagabundos y pícaros que lograron “pasar a Indias” con la creencia de que obtendrían de este lado del Atlántico oro o al menos beneficios que les permitieran llevar una vida muelle a costa del trabajo esclavizado de los indígenas que les asignaran.

Esos tipos estaban conscientes de que en la isla La Española eran letra muerta (como se dice en el lenguaje jurídico) las cédulas reales de los años 1508 y 1509, emitidas por el entonces regente de la Corona castellana, Fernando II de Aragón, alias “el Católico”, mediante las cuales le ordenaba al gobernador Nicolás de Ovando que pusiera a trabajar a personajillos españoles que se la pasaban en estado ocioso y maquinando trapacerías.

Aunque para entonces Mateo Alemán no había escrito su novela titulada Guzmán de Alfarache (1599) parece que ese autor se inspiró, en algunos de los capítulos de esa obra clásica de la picaresca, en muchos de los sujetos que por estas tierras caribeñas ejercieron décadas antes de encomenderos de los nativos, vistiéndose bajo un manto espurio de supuesta honorabilidad:

“Todos roban, todos mienten, todos engañan y lo peor es que se vanaglorian de ello…”4

Es de rigor decir que el acelerado proceso de exterminio de los indígenas de La Española obligó a las autoridades coloniales españolas a importar indios de lugares cercanos.

Fray Bartolomé de las Casas fue uno de los pocos cronistas de la época colonial que dejaron para la posteridad informaciones que permiten tener una idea clara de lo que entonces ocurrió con los seres humanos que habitaban esta tierra en el año 1492. Hizo revelaciones que permiten descubrir hechos abominables contra los indígenas. Más allá, incluso, de las muertes mismas por hechos violentos, por maltratos o por enfermedades contagiosas que llegaron aquí con los conquistadores españoles.

En su obra titulada Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias (la cual contribuyó en parte para que se modificaran algunas coordenadas del llamado Derecho Indiano) el sevillano que en sus primeros años en América se había beneficiado del cruel sistema de las encomiendas, pero que fue además de historiador un sagaz teólogo, jurista, filósofo y obispo de Chiapas, en el sur de México, expuso entre muchas otras cosas, con el dramatismo requerido por la gravedad del exterminio de los indígenas, que:

“En la isla Española, que fue la primera, como decimos, donde entraron cristianos y comenzaron los grandes estragos y perdiciones de estas gentes y que primero destruyeron y despoblaron, comenzaron los cristianos a tomar las mujeres e hijos a los indios para servirles y para usar mal de ellos, y comerles sus comidas…”5

Les correspondió a los padres dominicos, el cuarto domingo de Adviento del año 1511, en la vibrante voz de Fray Antón de Montesino, enrostrarles a las autoridades coloniales, encabezadas por el virrey Diego Colón, los crímenes que durante años se habían ido cometiendo contra los taínos.

El domingo siguiente el sacerdote Montesino fue más contundente aún en su denuncia de los incalificables abusos y crímenes contra los indígenas, lo cual creó una gran perplejidad en las autoridades, comerciantes, militares y encomenderos presentes frente al podio del altar de la iglesia que sirvió de escenario a aquella proclama de defensa de los derechos humanos.

El historiador Ramón Marrero Aristy, nacido el 14 de junio del año 1913 en San Rafael del Yuma, cuando ese hermoso poblado era una zona rural de Higüey, escribió sobre lo anterior en su libro versado sobre el origen y el destino del pueblo dominicano, lo siguiente:

“A partir de este segundo sermón habría de producirse un largo período de luchas, estando de un lado, los poderosos de la isla y muchos poderosos de España, y del otro lado, los modestos frailes dominicos, sin influencia y sin ayuda más que de Dios.”6  

Lo cierto es que cuando el valiente sacerdote Montesino se colocó frente al púlpito, por segunda vez consecutiva en el histórico 1511,  para ampliar su admonición, y otra vez “ante lo mejorcito de la colonia”, utilizó la sentencia de Job como fuente de su pieza oratoria.

El historiador José Chez Checo, en su importante obra titulada “Montesino 1511.Dimensión universal de un sermón”, al referirse a esa segunda filípica señala que Montesino comenzó diciendo lo siguiente:

“Tornaré a referir desde su principio mi ciencia y verdad, que el domingo pasado os prediqué y aquellas mis palabras, que así os amargaron, mostraré ser verdaderas.”7 

Es el mismo Marrero Aristy quien en su referida obra describe que el mencionado  Gobernador y Virrey envió a la metrópoli a un cura, (Alonso de Espinal) “impresionable y fácil de engañar”, con un pliego acusatorio contra los dominicos, buscando contrarrestar lo dicho por Montesino. Mientras el primero fue recibido con entusiasmo por los cúmbilas y socios de negocios que el señor Colón tenía en los pasillos y aposentos de la Casa Real, Montesino fue visto “como agente del demonio.”

Cuando ya se observaban claras señales de que los pocos indígenas que quedaban en pies en la isla La Española, y otras del arco antillano, pronto desaparecerían los jefes españoles emprendieron una masiva compra de  africanos para someterlos al suplicio de la esclavitud. Ese terrible capítulo lo abordaré en la siguiente entrega.

Bibliografía:

1-Vida y viajes de Cristóbal Colón.Copia digital de la edición abreviada. Imprenta de la Patria, Valparaíso, Chile, 1894.Pp99- 122. Washington Irving.

2-Apuntes para la historia eclesiástica de la Arquidiócesis de Santo Domingo.Tomo I. SDB. Editora de Santo Domingo 1979. P18.Carlos Rafael Nouel Pierret.

3-Idea del valor de la Isla Española.Editora Nacional.1971.P105.Antonio Sánchez Valverde.

4-Guzmán de Alfarache. Ediciones Castilla, Madrid.2014. Mateo Alemán.

5-Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Editorial Espasa, con anotaciones de José Miguel Martínez Torrejón. Fray Bartolomé de las Casas.

6-La República Dominicana: origen y destino del pueblo cristiano más antiguo de América.Volumen I. Pp71-75.Editora del Caribe, 1957. Ramón Marrero Aristy.

7-Montesino 1511.dimensión universal de un sermón. Editora Búho, 2011.P82. José Chez Checo.