FEBRERO EN LA HISTORIA DOMINICANA Y 2
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
El escrutinio del pasado del país demuestra que el mes
de febrero está cargado de acontecimientos de gran importancia para la
República Dominicana.
Cada vez que comienza el segundo mes del año hay que
resaltar su significado en términos históricos para los dominicanos.
Contrario a lo que algunos piensan, con una mirada
incompleta y reduccionista, es válido decir que el pasado tiene un enorme peso
sobre el presente y el futuro de los pueblos.
Al cumplirse 40 años de la independencia nacional, el
27 de febrero de 1884, los restos de Juan Pablo Duarte y de Francisco del
Rosario Sánchez fueron inhumados en la catedral primada de América, también
llamada Basílica Menor de Nuestra Señora de la Encarnación.
Ese mismo día se tocó por segunda vez la canción
patriótica compuesta por José Reyes, con letras de Emilio Prud-Homme Maduro, la
cual se convirtió después en el himno nacional dominicano.
La historia registra que en esa ocasión “se organizó
un paseo triunfal, desde el Teatro hasta el Baluarte, i cien voces juveniles
iban cantándolo al compás de sus brillantes notas.”
El 27 de febrero de 1944, con motivo del centenario de
la creación de la República Dominicana, fueron exhumados del referido templo
los restos mortales de Duarte, Sánchez y Mella y depositados en el Altar de la
Patria, así consagrado mediante la Ley No.1185, promulgada el 19 de octubre de
1936.
El traslado de las urnas cinerarias conteniendo las
cenizas de esos tres próceres dominicanos se produjo al amparo de la Ley No.
237 del 27 de marzo de 1943. Luego, el 27 de febrero de 1976, se inauguró el
hermoso mausoleo que es el actual Altar de la Patria.
Febrero en la Restauración
Un día de febrero, cruzada la mitad del siglo 19, se
firmó el documento que puede considerarse como la primera prueba escrita
vinculante con el proceso negociador que posteriormente dio al traste con la
soberanía nacional.
El escrito aludido se rubricó el día de 11 de febrero
de 1855. Contenía el llamado Tratado de reconocimiento, paz, amistad y comercio
entre la República Dominicana y España.
Seis años después dicho convenio fue uno de los
elementos usados como pretexto para eclipsar la independencia nacional, cuando Pedro
Santana (luego, durante la anexión, teniente general de los Reales Ejércitos,
marqués de las Carreras, senador del Reino, Gran Cruz de la Real y distinguida
Orden de Isabel la Católica y de Carlos 3ero., etc.) y las fuerzas
antipatrióticas que él representaba entregaron la República Dominicana a
España.
En su proclama de anexión Santana tuvo la desfachatez
de decir que España: “…trae la paz a este suelo tan combatido, y con la paz sus
benéficas consecuencias. La España nos protege, su pabellón nos cubre, sus
armas se impondrán a los extraños.”
Eran puras pamplinas de un entreguista que terminó dicha
alocución con un: “¡Viva Doña Isabel!” y un “¡Viva la nación española!”
Febrero fue un mes de mucho movimiento en la Guerra de
la Restauración. En esta crónica sólo haré mención de las primeras sublevaciones
ocurridas antes de que se produjera el histórico Grito de Capotillo.
En el 1863 hubo levantamientos de los dominicanos en
Neiba, Guayubín, Sabaneta, Santiago y Montecristi, entre otros lugares del
país.
El 3 de febrero de 1863 los señores Cayetano Velázquez
Martínez, Nicolás de Mesa, Manuel Ocampo, Luis de Vargas, Bartolomé Moquete,
Alejo Marmolejo y otros patriotas pusieron bajo arresto al jefe militar de
Neiba, e intentaron tomar el control de esa ciudad. En realidad
no hubo enfrentamiento armado.
Se trató de un gesto patriótico que no logró cuajar
(duró sólo 7 horas) pues los anexionistas restablecieron su dominio sobre la
población de esa zona.
A altas horas de la noche del 21 de febrero de 1863 se
produjo en Guayubín (que entonces era una aldea) la primera victoria de los
dominicanos. Al frente de los patriotas estaba el general restaurador Lucas
Evangelista de Peña. Ese acontecimiento provocó una alegría muy breve.
Usando el factor sorpresa, muy útil en acciones
bélicas, capturaron a casi todos los anexionistas que ocupaban el recinto
militar de aquel lugar.
Es pertinente señalar que ese hecho en se produjo de
una manera precipitada, por la indiscreción del señor Norberto Torres, quien en
estado de embriaguez comentó en una taberna los planes bélicos que se fraguaban
para iniciar la Guerra de Restauración.
Esa imprudencia empapada de alcohol llegó a
conocimiento de los oficiales que dirigían las tropas españolas de ocupación,
que conjuntamente con renegados dominicanos acampaban por esos pagos de la
Línea Noroeste.
Como para la época no había walkie-talkie, ni nada
parecido, el avispero creado por unos tragos extras obligó a Torres a correr
raudo, bajo persecución de los enemigos, hacia el caserío de El Pocito. Allí le
informó al jefe de las fuerzas restauradoras de la zona el desaguisado que
había hecho por causa del consumo de alcohol, que parece era habitual en él en
esas solanas del noroeste dominicano.
Quedó probado que fue una pifia ajena a cualquier
asomo de traición, y sin cálculo de medro, de parte de esa persona.
Es innegable que al penetrar en los entresijos de los
inicios de la lucha restauradora se
comprueba que dicha incontinencia verbal entró en lo que se llaman los azares
de la historia.
Ese infortunio hizo que el general Lucas Evangelista
de Peña modificara todo el andamiaje táctico que estaba en proceso de
elaboración. Hubo que iniciar de inmediato las hostilidades contra los
anexionistas.
Hay que decir que las primeras escaramuzas fueron
favorables a los españoles, pero luego fueron vencidos por la astucia de los
aguerridos oficiales dominicanos Lucas Evangelista de Peña, José Cabrera, Juan
de la Cruz Álvarez, Benito Monción, José Barrientos, Pedro Antonio Pimentel,
Manuel González y Juan Antonio Polanco, quienes al frente de tropas
improvisadas aprovecharon la capa oscura de la noche para atacar de nuevo. Esa
alegría duró pocas horas.
Con motivo de lo que de manera anticipada ocurrió en
Guayubín, al amanecer del día siguiente (22 de febrero de 1863), Santiago
Rodríguez y otros héroes decidieron adelantar los planes bélicos y proclamaron
la lucha restauradora en la población de Sabaneta, la cual está considerada justicieramente,
por múltiples motivos, como la cuna de la Restauración. Esa vez también se
impusieron los anexionistas.
En esa insurrección febrerina de Sabaneta participó un
joven que entonces tenía 23 años de edad, nativo de Puerto Plata. Llevaba meses
viviendo allí. Su nombre era Gregorio Luperón, quien se movía en los contornos de
aquella ciudad con el alias de Eugenio El Médico. Poco tiempo después se
convirtió en la primera espada de la Restauración, gracias a su bravura y una
destreza en el difícil arte de la guerra que sigue asombrando a los
especialistas en asuntos militares.
Dos días después del alzamiento en Sabaneta los
patriotas de la ciudad de Santiago se sublevaron. Fueron aplastados por el
general anexionista y gobernador militar José Antonio Hungría, quien después de
haber sido un héroe independentista se convirtió en un feroz y servil partidario
de los ocupantes españoles.
Manuel Rodríguez Objío relata en su obra titulada
Gregorio Luperón e historia de la Restauración (tomo I) que el 26 de febrero de
1863 se presentaron en Sabaneta (“donde se juzgó que residiría el centro de las
operaciones”) emisarios de los dirigentes Juan Luis Franco Bidó, Máximo
Grullón, Alfredo Deetjen y Pablo Pujols, informando de la fracasada
insurrección que dos días antes había ocurrido en la principal ciudad del
Cibao.
Esos, y otros hechos, parecen justificar la reflexión
del filósofo francés Michel de Montaigne
en uno de sus ensayos: “En ocasiones parece que la suerte se burla de
nosotros.”
Sin embargo, en diapasón con los sabios juicios del
historiador César A. Herrera, podemos decir que las rebeliones febrerinas
ocurridas en Neiba, Sabaneta, Guayubín, Santiago y Montecristi, inicialmente
fracasadas, “constituyeron la chispa que incendió el Cibao a contar del 16 de
agosto de 1863.”
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