PIRATAS, CORSARIOS, BUCANEROS Y FILIBUSTEROS (I)
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
Las diversas rutas marinas, además de ser antiquísimas
vías abiertas para el tráfico de personas y mercancías, siempre han sido lugares
para guerras, robos y asesinatos.
El abordaje violento del transporte marino ha sido por
tradición el método más empleado para cometer miríadas de fechorías en costas,
litorales y mar abierto o mar cerrado. Así se comprueba en muchas crónicas cuyos orígenes se pierden en
el tiempo.
El escritor español Gerardo González de Vega, en su
reciente obra titulada Los Siete Mares, versada sobre relatos de abordajes,
motines y naufragios, recoge las opiniones de comentaristas que abordaron las
principales acciones vandálicas de
piratas, corsarios y otros pillos de los mares.
La lectura de dicho libro, publicado en el 2019, es
importante para mejor comprender muchas de las tragedias que se consumaron
siglos atrás en las diversas rutas marineras del Océano Atlántico,
particularmente en aquellas que eran paso obligado para los barcos que iban y
venían entre la Península Ibérica y las islas que forman el arco de las
Antillas, mayores y menores, así como de algunas de las colonias fomentadas por
los españoles en tierra firme del continente llamado América.1
El mar Caribe, por ejemplo, fue en el pasado uno de
los escenarios más activos para las operaciones de los piratas en sus
diferentes clasificaciones. Temerarios e insaciables ladrones marinos se movían
a sus anchas, asaltando escuadrillas de bajeles, naos, galeras y otras
embarcaciones mercantes cargadas de enormes riquezas extraídas de las tierras entonces
casi vírgenes de esta zona del mundo, así como con las mercaderías que traían desde
Europa.
Las acciones de estos personajes hace siglos que forman
parte de los dominios de la historia. Al profundizar en la hoja de vida
criminosa de algunos de esos sujetos se concluye que la mezcla de su habilidad
y su desprecio por la vida de los demás les permitió desechar para sí
calificativos afrentosos. Se reinventaban como “armadores particulares”,
creando así un etiquetado empresarial muchas veces imitado por otros desde
entonces hasta el presente.
Muchos investigadores del pasado, algunos de ellos con
claro poder germinador al momento de hacer sus evaluaciones, descifraron las
principales claves que formaban el aparato de acción de corsarios, bucaneros,
filibusteros y en fin, de todo tipo de piratas que operaban en el mar de las
Antillas, entonces infestado de todos los peligros que caracterizaron particularmente
a los siglos XVI y XVII.
Es oportuno señalar que la patente de corso era un
documento oficial, con sello para delinquir, que se mantuvo con ribetes de
legalidad hasta el 30 de marzo de 1856, cuando se firmó el llamado Tratado de
París, vinculado con un conflicto situado en la antípoda de estos lares
caribeños, pues el núcleo de dicho tratado multilateral tenía que ver con el
cese de la Guerra de Crimea, en el norte del mar Negro.
Se les llamaban corsarios a los que se dedicaban, por
mandato de autoridades gubernamentales de determinados imperios, a saquear las
embarcaciones de países rivales y a robar bienes de súbditos de otras
nacionalidades.
Pero siempre hay vetas que permiten evaluar aquellos
hechos que por su impacto tienen categoría histórica.
Traer al presente algunos de ellos es más que
pertinente para ayudar a que no se olvide el pasado. Cuando se conoce el ayer
se pueden evitar males en el presente que se proyectan hacia el futuro.
Las acciones de los piratas, vinculadas con el llamado
cuarto continente (América), se remontan al año 1513. Entonces los ladrones
franceses e ingleses que operaban en barcos cargados de armas no habían cruzado
el Atlántico, sino que se ubicaban en puntos marítimos estratégicos de las
islas Gran Canaria, Tenerife, La Palma, Lanzarote, El Hierro, La Gomera y Fuerteventura,
así como en algunos islotes adyacentes, interceptando en esos lugares a las
embarcaciones españolas que retornaban de las islas caribeñas repletas de oro,
azúcar y otros productos de gran valor.
Así se mantuvieron durante varios años. Posteriormente
piratas, con categoría o no de corsarios, especialmente franceses, decidieron
cruzar hacia el otro lado del charco, como todavía le dicen en la Península
Ibérica al Océano Atlántico.
Cuando llegaron a América una de las primeras
incursiones en tierra de los piratas franceses fue asaltar a los moradores de
los pueblos del entorno de las costas de Azua y de la bahía de Ocoa. Esas
acciones se produjeron en el año 1537.
En la obra Historia del Pueblo Dominicano su autor
Franklin Franco Pichardo relata al respecto que: “En el 1538, una nave francesa
irrumpió en Puerto Hermoso, apresando tres bajeles allí anclados, varios
marinos, y robando más de tres mil arrobas de azúcar.”2
En el pasado de la isla de Puerto Rico quedaron
registrados los ataques continuos que hacían los piratas y corsarios franceses contra los
habitantes que se dedicaban a la crianza de vacas y a la producción de casabe
en las poblaciones de San Germán, Lajas, Cabo Rojo, Hormigueros y otras en el
oeste de dicha isla.
Desde el 1538 hasta el 1576 los pequeños pueblos
referidos en el párrafo anterior, y así otros, sufrieron en varias ocasiones la
piromanía de aquellos sujetos carentes del más mínimo sentido de decencia humana.
La meta principal de los piratas (en cualquiera de sus
denominaciones) se descomponía en varios aspectos: robar, causar dolor,
humillar y matar. Los beneficios de sus hechos
se distribuían entre ellos y quienes los dirigían allende los mares
donde se movían.
La Tortuga como base principal de piratas
La isla de La Tortuga, situada al norte de Haití, con
un territorio montañoso y rocoso que no alcanza los 200 kilómetros cuadrados,
fue uno de los primeros centros de operaciones de los piratas que se movían por
las aguas del Caribe; en sus conocidas versiones de bucaneros, filibusteros y corsarios.
Antes y después de hacer sus fechorías en la zona dichos
individuos encontraban refugio seguro en La Tortuga. Tenían el apoyo de
funcionarios coloniales estacionados allí, para quienes todos los negocios de
contrabando eran fuentes de enriquecimiento particular.
En su clásica obra La Isla de la Tortuga el jurista,
historiador y pensador dominicano Manuel Arturo Peña Batlle describió a ese
territorio insular como si el mismo fuera una especie de alfa y omega en materia de robos marítimos en
el continente americano.
Así se refirió Peña Batlle a ese territorio insular: “…la
piratería americana, que nació, creció y murió en La Tortuga y en Santo
Domingo…en los últimos años del siglo XVII, movido por causas económicas
locales de la colonia de Santo Domingo, llegó a su apogeo para morir a poco y
llevarse consigo la isla de La Tortuga, que sólo vivió en la Historia para
solaz y beneficio de ladrones y bandoleros.”3
Conectado con lo señalado por Peña Batlle, el
historiador Frank Moya Pons señala en su libro La Otra Historia Dominicana que:
“Una de las consecuencias de la actividad corsaria francesa y del contrabando
portugués, holandés e inglés durante el siglo XVI fue la difusión del tabaco
entre los europeos…Los franceses, por su parte, continuaron actuando como
corsarios hasta 1625 sin asentarse en ninguna parte.”4
Exquemelin, actor y redactor
Alexandre Olivier Exquemelin, un reconocido
filibustero francés, que también era cirujano y tenía facilidad para escribir,
al redactar su acomodaticia autobiografía hizo una elaborada descripción sobre
la piratería en la centuria del siglo XVII, enfocándose directamente en la zona
que recorre el mar Caribe, tanto en la parte continental como en la insular. Es
decir, desde las orillas del noroeste de Colombia y el norte de Venezuela hasta
el Golfo de México, cubriendo además una parte considerable de los países
centroamericanos y las Antillas Mayores y Menores.
Exquemelin (en sus notas personales vinculadas con sus
muchas correrías por estos lugares del mundo, las que luego fueron recopiladas
y tituladas Piratas de la América) desgranó informaciones, comentó hechos y
dibujó fisonomías de individuos que interactuaron con él.
Ese valioso material de consulta permite medir la
trágica dimensión de los hechos sangrientos en que participaron, él incluido,
muchos corsarios, bucaneros y filibusteros que han sido englobados en la
palabra piratas.
En Piratas de América hay una radiografía bastante
amplia de la zozobra que por mucho tiempo sufrieron poblaciones ribereñas en
Jamaica, La Española, Puerto Rico, Cuba, Panamá y otros lugares vecinos.5
Por la narrativa de Exquemelin se comprende, sin
necesidad de hacer esfuerzos de exégesis, que durante muchas décadas esta parte
del planeta tierra padeció hechos dramáticos que contribuyeron en gran medida a
configurar la carga de extrema violencia que ha caracterizado a estos pueblos
tropicales.
Los relatos (que no recreaciones sino realidades) de ese
protagonista del mal, quien se movía con gran soltura en los ámbitos propios de
las sentinas de su época, permiten decir que en el largo período de su
participación en asaltos violentos y crímenes que tiñeron de sangre la zona nadie,
ni en tierra ni en mar, tenía su cabeza segura sobre los hombros, tanto dentro
como en los contornos del amplio perímetro que cubre el mar Caribe.
Muchos fueron los piratas que pasaron a la historia
por sobresalir, empinándose sobre los otros, en base a varios factores, pero
siempre siendo el distintivo principal el máximo nivel crueldad con que cubrían
sus hechos.
El inglés Francis Drake merecerá comentarios apartes
en otra entrega de esta breve serie, no sólo por haber sido tal vez el
principal azote de los galeones españoles que salían de América cargados de oro
hacia la Metrópoli, sino por sus fechorías en la ciudad de Santo Domingo, donde
hasta fundió las campanas de la Catedral.
De igual manera vale mencionar al galés Henry Morgan,
dedicado dentro de la piratería al bucanerismo, pero con el añadido de que
tenía la condición de corsario, lo cual le servía en cierto modo de escudo protector,
pues la patente de corso era en sí misma una licencia para la impunidad.
Morgan fue de los pocos de su mala clase que pudo
retirarse a disfrutar sus bienes malhabidos. Tal vez mientras nadaba en la
abundancia material padecía en sus adentros el escozor de la ponzoña de sus
desmanes.
William Kidd, alias Capitán, fue otro pirata que se
movió mucho por el Caribe y cuya historia personal tuvo ribetes pintorescos
desde que comenzó sus andanzas por el submundo de la criminalidad hasta sus
últimos días de vida.
Alguien que hay que mencionar aquí es a un tal Jean
David Nau, apodado El Olonés, cuya perversidad tenía profundas raíces
patológicas. Como algo rutinario en su vida, sus actos de torturas pasaban a
niveles superiores de vesania, partiendo generalmente en trozos los cuerpos de
sus víctimas.
Ese maleante francés primero ejerció labores como soldado
al servicio del imperio de Francia y posteriormente, en la sexta década del
siglo XVII, se dedicó a la piratería con énfasis en el bucán, contando para
ello con el apoyo del entonces gobernador de La isla de la Tortuga.
Bibliografía:
1-Los Siete Mares. Miraguo Ediciones, Madrid, España,
2019. Gerardo González de Vega.
2-Historia del pueblo dominicano. Editora Mediabyte.Séptima
edición, 2008.P81.Franklin Franco Pichardo.
3-La Isla de La Tortuga. Editora de Santo Domingo,
1974.P255. Manuel Arturo Peña Batlle.
4-La otra historia dominicana. Editora Búho, 2008.Pp58
y 59. Frank Moya Pons.
5-Piratas de la América. Editorial E-Litterae. Edición
del 2009. Alexandre Olivier Exquemelin.
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