PACTO DE VERSALLES: SEGUNDA GUERRA MUNDIAL (1
de 2)
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
Entre las muchas cosas que ocurrieron en el siglo
pasado hubo dos acontecimientos bélicos que estremecieron a la humanidad. Dos
guerras mundiales.
La segunda no puede separarse de la primera, porque en
parte fue su consecuencia, especialmente por la forma en que los vencedores
decidieron la suerte del país vencido, que lo fue Alemania.
Es válido señalar que la Primera Guerra Mundial se
desencadenó en gran medida por la animosidad que se desarrolló entre Alemania y
Francia, luego de que en el 1870 el Segundo Imperio Francés cayó derrotado.
Ese hecho provocó que ambas partes comenzaran una
incesante labor de reclutamiento de nuevos soldados para sus respectivos
ejércitos, así como el aumento de todo tipo de armas terrestres, aéreas y
marítimas.
A esas dos naciones se sumaron otras que tomaron
partido por una y otra. Fue el germen de la primera guerra a escala mundial.
Aunque los estrategas militares alemanes y franceses
planteaban que su disputa era sólo por control de las ricas zonas de Alsacia y
Lorena, arrebatadas en el citado año por Alemania a Francia, lo cierto era que el
principal problema radicaba en el pugilato entre seis países que se dividieron
en dos grupos antagónicos con el propósito de dominar Europa.
Uno de esos grupos fue formado originalmente por
Francia, Gran Bretaña y Rusia, al que luego se sumaron los Estados Unidos de
Norteamérica, China, Grecia, Portugal y otros países. Esa coalición fue
conocida como la Triple Entente.
Alemania, Austria-Hungría e Italia, luego Japón, integraron lo que se llamó la Triple Alianza.
Hay que hacer la salvedad de que Italia, por motivos que algunos historiadores especializados en la Primera Guerra Mundial califican de explicables, se alió a franceses y británicos (rompiendo su compromiso inicial) poco después de comenzar la llamarada de fuego que destruyó millones de vidas humanas e hizo añicos la economía europea.
Para entonces había tensión frecuente en diferentes
lugares de Europa, pero de alguna manera se resolvían las diferencias. Los
caballos de la guerra se frenaban cuando se asomaban a la línea del abismo.
Así fue hasta
que ocurrió un hecho que sirvió de excusa para que se desencadenaran las
hostilidades.
El aludido acontecimiento, que marcó con ríos de
sangre la historia del último siglo del segundo milenio, en el marco del
calendario gregoriano, así llamado porque su principal impulsor fue el papa
Gregorio XIII, fue el magnicidio ocurrido el 23 de julio de 1914 en la ciudad
de Sarajevo, enclavada en los Alpes Dináricos, contra Francisco Fernando.
Ese importante personaje era el príncipe de Austria,
Hungría y Bohemia y, además, ostentaba la condición de heredero del trono del
Imperio austrohúngaro. Junto con él también fue asesinada su esposa Sofía, la
cual estaba embarazada.
Ese hecho trágico fue el pretexto para desatar una
guerra que provocó más de 15 millones de personas muertas y cerca de 25
millones heridas, así como un vuelco sin precedentes en la geopolítica mundial.
Socapa del infortunio de esa familia monárquica los
que abrieron ese conflicto bélico no lo hicieron por venganza particular.
La clave de ese hecho ocurrido a mitad de la
segunda década del siglo pasado se descubre, en parte, en las brillantes
reflexiones que el erudito estadounidense de origen polaco Zbigniew Brzezinski hace
en su libro titulado El gran tablero mundial (1997), al referirse a la
“compleja organización económica, financiera, educativa de seguridad” que hay
detrás de cada país poderoso.
Como el tema de esta crónica no es hacer un recuento
detallado de la Primera Guerra Mundial debo saltar al tramo final de la misma:
Luego de 4 años de sanguinarios enfrentamientos Alemania fue derrotada. Su
entonces jefe supremo, el Kaiser Guillermo II, abdicó. El 11 de noviembre de
1918 se produjo un armisticio, que fue la antesala de lo que ocurrió meses
después.
En efecto, en medio de la fanfarria del triunfo del
bloque de los países conocidos como los Aliados contra los que formaban el llamado
Eje, se firmó el sábado 28 de junio de 1919 el tratado de paz que puso fin a la
devastadora Primera Guerra Mundial.
El escenario escogido para formalizar ese arreglo entre triunfadores fue el relumbrante salón nombrado Galería de los Espejos, del Palacio de Versalles, situado en la ciudad francesa del mismo nombre, en el extrarradio de París. Entró en vigor el 10 de enero de 1920.
Al analizar el susodicho pacto se nota que sus
redactores aparentaban sustentar el mismo, en gran medida, en las opiniones de
los principales filósofos (franceses, alemanes, ingleses, escoceses) de aquel
movimiento cultural que brotó en Europa a mitad de camino del siglo 18,
conocido como la Ilustración, quienes sostenían que sólo era en Europa donde
crecían “los principios más racionales” aplicados a los sistemas políticos.
La verdad monda y lironda fue que dicho texto
multilateral era un apaño con gruesos tintes de embrollo y carecía de
“sofisticación jurídica”, puesto que tenía un desfase entre lo pregonado por
sus auspiciadores y el terreno de lo fáctico en su aplicación.
Fue publicitado como una panacea que evitaría que el
mundo padeciera de nuevo los estragos de un conflicto armado a gran escala y
consecuencialmente los líderes de los
países victoriosos pensaron que sus decisiones quedarían grabadas en losas de
piedra.
La realidad derivada del mismo fue muy diferente a su
cuerpo literario, tal y como indicaré en la siguiente entrega.
No hay comentarios:
Publicar un comentario