PACTO DE VERSALLES: SEGUNDA GUERRA MUNDIAL (2 de 2)
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
Las sanciones establecidas en el Tratado de Versalles
del 28 de junio del 1919 fueron tan lesivas para Alemania que, a modo del
célebre bumerán de los aborígenes australianos, sirvieron como germen para que
20 años después se produjera la Segunda Guerra Mundial.
Ese acuerdo multilateral fue la catapulta para que
surgieran bellacos inficionados de odio como Hitler y Mussolini. Juntos a esos,
en ambos bandos en contienda, hubo otros iguales de crueles.
La sorpresa fatal de la aparición en el escenario
europeo del siniestro Hitler, vinculado con lo que se decidió en Versalles, fue
un caso semejante al cisne negro de la metáfora que muchos años después explicó
el ensayista y académico Nassim Nicholas Taleb, en su obra titulada El cisne
negro (2007).
Una definición bien clara de la realidad alemana
derivada de lo que se decidió en un lugar histórico de los suburbios del poniente
parisino la hizo el escritor e historiador inglés Antony Beevor, en el prefacio
de su obra titulada Berlín. La Caída: 1945: “…el pueblo alemán se dio cuenta
demasiado tarde de que se hallaba atrapado en una horrible confusión de causas
y efectos.”
Una exégesis política, jurídica e histórica del acto
firmado en Versalles permite decir que los líderes triunfadores de la Primera
Guerra Mundial no calcularon el efecto que tienen las circunstancias en cada
caso. Antepusieron sus intereses a la realidad y dejaron de lado la razón.
Olvidaron la lección histórica (aunque con sabor a
mitología griega) de los pasos bien medidos que se daban desde la infernal
laguna de Estigia hasta donde descansaban las tres Moiras, estas con sus
poderes sobre la existencia de los mortales. Eso, en parte, llevó a la Segunda Guerra
Mundial.
Causaron lo más parecido a lo que 3,200 años antes
hizo Moisés, el líder religioso hebreo, quien
ordenó a su pueblo que “aplastara por completo” a los cananeos. Ya se
sabe el río de sangre que provocó entre estos últimos su lugarteniente y
sucesor Josué. Los de Versalles no tuvieron la prudencia de pensar que eran hechos
y circunstancias diferentes.
Todo indica que también estaban imbuidos por la
célebre frase del prusiano Carl von Clausewitz, gran teórico de la guerra: “...la
aniquilación directa de las fuerzas enemigas deberá ser siempre el objetivo
predominante.”
En el caso analizado no era lógico aplicar ese
apotegma a una nación acorralada y víctima de sus dirigentes.
Cegados por recoger el botín de guerra olvidaron que
el pueblo alemán fue arruinado en la segunda década del siglo pasado por el
emperador Guillermo II, y por los más altos jerarcas militares que lo rodeaban,
quienes en el fondo eran los que decidían en su imperio sobre cuestiones
bélicas. Aquella Alemania cautiva no podía compararse con las belicosas tribus
cananeas y sus reyezuelos.
El susodicho tratado convirtió a Alemania en un
terreno fértil para el florecimiento de demagogos que se aprovecharon del
apabullamiento moral y de la miseria que abatía a millones de personas que
vivían en ciudades enclavadas en las cercanías de los ríos Elba, Danubio,
Habel, Fulda, Meno, Mosa, Odra, Ems, Mosela, Esprea, Ruhr y otros.
Los gobernantes de las naciones triunfantes en la
Primera Guerra Mundial, entre ellos el estadounidense Woodrow Wilson, el
francés Raymond Poincaré y el británico David Lloyd George, no actuaron con el
discernimiento que siempre se espera de los líderes de países poderosos.
Los vencedores de la Primera Guerra Mundial (EE.UU.,
Francia, Reino Unido y sus asociados) fueron angurriosos desmembrando la
geografía de Alemania, a la cual le mutilaron 70 mil kilómetros cuadrados.
Decidieron, además, que más de siete millones de alemanes pasaran a tener otras
nacionalidades.
Redujeron su ejército a una especie de milicias
liliputienses, sin posibilidad de reclutar nuevos miembros ni reparar o ampliar
su parque militar.
El pueblo alemán también fue obligado a pagar 269 mil
millones de marcos de oro por concepto de indemnización, cifra que terminó saldando
decenas de años después; con los cotejos producidos con el paso del tiempo.
Las disposiciones tomadas por unos cuantos personajes
del mundo de la política (bajo la euforia de su victoria del 1919) en salones
entorchados, rodeados de jardines parecidos a los paisajes del pintor
florentino Sandro Botticelli, fueron irreflexivas y onerosas, y como tales provocaron
asimismo un ambiente socialmente convulso, principalmente en Alemania, cuya
economía fue paralizada al extremo de que colapsó en el 1923.
Por eso allí prosperó la propaganda de agitación,
resumida en el lenguaje de la publicidad política con la célebre palabra agitprop.
Un ejemplo elocuente fue el libro de Hitler titulado Mi Lucha, publicado el 18
de julio de 1925.
Así nació la diabólica doctrina hitleriana conocida
como nacionalsocialismo, con un componente político, militar, económico, racial
(contra los judíos) y geográfico, cuyo centro era la teoría del “espacio
vital.”
La verdad irrebatible es que el Tratado de Versalles
en vez de asegurar la paz lo que produjo fue el nefasto resultado de la Segunda
Guerra Mundial: Más de 50 millones de personas muertas, decenas de millones
mutiladas y una gran parte del mundo en ruina; así como el grueso de la
humanidad traumatizada durante generaciones por los horrores de los campos nazis
de exterminio y por otros hechos propios de la vesania de monstruos con ropaje
de humano.
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