MARZO DE 1844, MES DE
GLORIA DOMINICANA (2)
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
A partir de la tercera
semana de marzo de 1844, luego de su regreso del exilio que padecía en Curazao,
el ilustre patricio Juan Pablo Duarte comenzó a divulgar de manera abierta sus
ideas en torno al contenido de lo que debería ser la Constitución dominicana.
Sus didácticos comentarios
al respecto fueron dichos tanto entre los liberales, que eran sus seguidores, como
entre miembros del pequeño pero poderoso grupo de los conservadores.
Decía Duarte entonces que en
los días siguientes redactaría un texto (lo cual hizo) en el cual se definiera
a nuestra nación como “la reunión de todos los dominicanos”, agregando que la
misma: “…no es ni puede ser jamás parte integrante de ninguna otra potencia.”
La maldad de unos cuantos
impidió que naciera esa carta sustantiva, la cual se quedó en proyecto, pues
los hateros y demás conservadores pronto desplazaron del mando, persiguieron,
encarcelaron y enviaron al exilio a muchos trinitarios, entre ellos al mismo
Duarte (10 de septiembre de 1844).
Retomando el hilo de los acontecimientos históricos
ocurridos en los días que siguieron a la proclamación de la Independencia Nacional,
debo decir que para el 8 de marzo de 1844 casi todas las ciudades y pueblos que
integraban entonces la recién nacida República Dominicana habían declarado con
júbilo su respaldo a la acción redentora febrerina y habían defenestrado del
mando local a las autoridades usurpadoras haitianas.
El 10 de marzo de dicho año 30,000 soldados de Haití,
dirigidos por el propio presidente de ese país, Charles Rivière-Hérard, y por decenas
de otros generales y coroneles, salieron desde la ciudad de Puerto Príncipe
para invadir la República Dominicana, con el fallido propósito de someter de
nuevo al pueblo dominicano a su hegemonía.
El referido gobernante extranjero fue quien preparó la
arquitectura bélica de ese amplio y poderoso contingente militar. Lo separó en
tres divisiones que pretendían moverse, en términos de estrategia de combate
armado, en forma de doble embolsamiento, en columnas de pinzas, como enseñan muchos
manuales clásicos de guerra.
El estudio minucioso de las maniobras de los jefes
haitianos de la época reseñada permite señalar que su objetivo era sofocar
rápidamente a los dominicanos.
Ellos creían, por ignorancia supina, que su correría de
guerra aquí sería una especie de “operación militar especial”. Lo digo así para
usar una expresión que trasuntaba su idea de una victoria relámpago, aunque
esta última frase como tal se acuñó 100 años después, en la Europa devastada
por la Segunda Guerra Mundial.
Nunca pensaron los intrusos haitianos que el pueblo
dominicano siempre ha tenido lo que se denomina vocación de continuidad,
especialmente cuando se trata de defender su tierra y todo lo que ella
significa. Así ha sido incluso antes de proclamarse la Independencia Nacional.
El citado 10 de marzo de 1844 Charles Riviére-Hérard
decidió encabezar él mismo la primera división invasora, la que entró por el
lado oeste del camino que lleva hacia Las Matas de Farfán y San Juan de la
Maguana.
Como parte de sus frustrados propósitos el susodicho
mandatario le ordenó a su cúmbila el general Agustín Souffront que dirigiera
los miles de soldados que entrando por La Descubierta y lugares aledaños se
desplazarían por la ruta de Neiba.
Reservó para su también socio el general Louis Pierrot la
jefatura de la tercera división, con instrucciones de que copara a sangre y
fuego otra amplia zona del país (la que va desde el lado norte de la Cordillera
Central, al penetrar al territorio nacional, hasta el litoral marino del
Atlántico dominicano) en la cual había decenas de caseríos que para esa fecha eran
parte de Santiago y Puerto Plata.
Hérard estaba aferrado a la falsa idea de que tenía el
triunfo asegurado, pues el 12 de marzo, 2 días después de salir de Puerto
Príncipe, proclamó en el poblado haitiano de Las Caobas que pronto estaría con
sus soldados en la ciudad de Santo Domingo.
Con el talante propio de un demagogo dijo en esa ocasión
que llegaría como un “misionero de paz y de verdad”. De inmediato le brotó la
soberbia y el odio que portaba contra el pueblo dominicano al señalar que “…no
vacilaré en emplear la fuerza y la voluntad que deben apagar la revuelta…”
(Proclama de Hérard en Las Caobas.12 de marzo de 1844).
Sin embargo, ese jefe haitiano tendría horas de apuros en
“átomos del espacio geográfico” dominicano; dicho así para usar una expresión
creada por el gran geógrafo francés Roger Brunet.
El 13 de marzo de
1844 se produjo el primer enfrentamiento armado entre los invasores haitianos y
los patriotas dominicanos. Ocurrió en el lugar llamado La Fuente del Rodeo,
dentro del valle de Neiba. La sangre derramada allí, con fatal resultado, por
el comandante y héroe Fernando Tavera enardeció aún más a los triunfadores combatientes
dominicanos, al frente de los cuales quedaron Vicente Noble y Dionisio Reyes.
Ese día un oficial del ejército de Haití, participante de
los hechos en calidad de asistente del coronel Auguste Brouat, escribió una
nota que quedó para la historia: “…el 13, al alba, una columna de alrededor de
doscientos hombres, caballería e infantería, armados de fusiles, lanzas y
espadas, tomó posición y atacó nuestra avanzada al grito de “Viva la República
Dominicana! ¡Dios, Patria y Libertad!” (Notas del teniente Dorvelás-Doval).
Para esa fecha ya el general Pedro Santana, “con las
tropas movilizadas de los pueblos orientales, había recibido orden de la Junta
de marchar al encuentro de los invasores…” (José Gabriel García. Obras
completas. Volumen 1.P.449. Impresora Amigo del Hogar, 2016).
Como parte de los hechos gloriosos cabe decir que en la
noche del 14 de marzo de 1844 arribó al muelle de la ciudad de Santo Domingo el
ilustre patricio Juan Pablo Duarte. Al día siguiente fue recibido con algarabía
por el pueblo que se arracimó en el litoral del mar Caribe que baña el lado sur
de la capital dominicana.
En esos días hubo combates en varios puntos del suroeste
dominicano. Tal y como registran textos de historia de aquí y de allá, era
incesante el aumento en esa parte del país de tropas haitianas de reemplazo.
Por ejemplo, el 17 del mes y año indicados arriba cientos
de soldados y oficiales intrusos provenientes de la ciudad de Jacmel, al frente
del general Sannon Selle, penetraron en el territorio dominicano. Pronto sufrirían
fracasos en cascada.
Las escaramuzas libradas el 18 de marzo de 1844 en
lugares como Las Hicoteas, donde los hábiles comandantes dominicanos Manuel de
Regla Mota y Manuel Mora ordenaron a sus tropas una retirada táctica hacia el
cuartel general establecido en Azua, llevaron a los oficiales haitianos a creer
que los dados lanzados días antes en Puerto Príncipe por el presidente Hérard estaban
a su favor.
En pocas horas muchos de esa especie de jenízaros
caribeños cayeron bajo la metralla y el filo de los machetes de los combatientes
dominicanos.
Traspasado el ecuador del glorioso marzo de 1844, y ante
los crímenes cometidos en aldeas y secadales contra indefensos campesinos, el
gobierno de la República Dominicana le advirtió al presidente del país atacante
que se informaría al mundo de esos espantosos hechos.
Vale decir que ese siniestro Hérard encabezaba en persona
las tropelías, en su condición de jefe de las operaciones militares.
Los hechos ocurridos en el suroeste del país, horas antes
de la histórica batalla del 19 de marzo de 1844, fueron una suerte de antesala
de la derrota de gran envergadura que sufrieron los invasores haitianos a manos
de los patriotas dominicanos, en las ardientes tierras de Azua.
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