LAS LEYES EN EL PROCESO DE LA CIVILIZACIÓN (2)
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
Como expresé en la crónica anterior, hace más de cuatro
mil años el rey Ur-Nammu inició en el vasto territorio bajo su dominio la
fijación de leyes de obligado cumplimiento en las tablillas de barro de los
escribas.
Con esa decisión pasó del simple esquema intencional,
pues la publicidad permitió que la población se pudiera quejar de funcionarios
públicos y en general denunciara los abusos y maltratos.
Las primeras leyes conocidas tenían como enunciado un
amplio despliegue de sanciones que abarcaban casos de secuestros, atentados
sexuales, asesinatos, conflictos relacionados con cultivos agrícolas,
relaciones maritales entre amos y esclavos, etc.
De lo que no hay pruebas es de que las sanciones fueran
aplicadas. Muchos expertos en la materia han sostenido a través de los siglos
que los encargados de manejar esas sanciones actuaron más bien como mediadores
interesados en aplacar alborotos en sociedades tan complicadas como eran las
del Oriente, siglos antes de la era cristiana, en las cuales se superponían
unas culturas sobre otras a base de violencia.
La eminente antropóloga del Derecho Fernanda Pirie, en su
libro titulado Ordenar el Mundo, señala con la autoridad de sus profundos
conocimientos que probablemente los jueces de entonces: “engatusarían o
presionarían a las personas para que llegaran a un acuerdo siguiendo
procedimientos bien definidos y costumbres conocidas…” (Ordenar el Mundo.P24.
Primera edición, marzo 2022. Editorial Planeta).
Es una verdad sin fisura que el estado de derecho (definido
en la filosofía política como responsabilidad colectiva de ciudadanos e
instituciones) regula y garantiza la aplicación de las leyes, una vez las
mismas han quedado publicitadas.
Los historiadores del derecho reconocen que apenas se
conservan unas 30 de las leyes dictadas por Ur-Nammu, el gran referente para
enlazar preceptos con el proceso de la civilización.
Sin embargo, las pérdidas de sus iniciativas, por el paso
de miles de años y también por otros posibles motivos, no restan brillo a su
condición histórica como fomentador de las primeras normas que en esas tierras
lejanas contuvieron no pocos desafueros.
Prueba de lo anterior fue que luego otros gobernantes
mantuvieron esa tradición, utilizando a copistas y amanuenses que difundían en
escaparates los derechos de cada cual. Eso fue de gran importancia en la
consolidación del sistema legal.
Uno de los personajes que valoró bien ese tema fue Ciro
II el Grande, aquel monarca que gobernó hace ahora más de dos mil quinientos
años una extensa región donde convergían diferentes pueblos de la antigüedad.
Esa vibrante celebridad de la antigüedad, perteneciente a
la dinastía aqueménida, fue el creador, con su genio político y sus habilidades
militares, del primer imperio persa, que existió durante dos siglos, hasta que
en el año 331 a.C. el gran conquistador macedonio Alejandro Magno derrotó al
rey Darío III, quien en su huida cayó en manos de tres sátrapas chantajistas
que lo secuestraron y luego lo asesinaron.
Ciro el Grande se consideraba así mismo “soberano de los
cuatro extremos del mundo”. Hizo importantes aportes al proceso de la
civilización de Oriente y Occidente. Nunca le impuso a los pueblos que
conquistó su religión, que era el zoroastrismo; ni los obligó con órdenes
incongruentes con su idiosincrasia. Sus ejecutorias como gobernante lo
asemejaban a una locomotora humana.
Apuntaló su dominio sobre el mayor imperio de su época
utilizando las sensibilidades legales, así como tradiciones, religiones, creencias
y en general el haz cultural de pueblos tan diferentes como los egipcios, babilónicos,
griegos, fenicios, lidios, palestinos y otros. Su actitud como gobernante fue
una gran arrancada en el camino largo y angosto de la civilización.
En el análisis de la evolución de las leyes, en esencia
vinculadas con el concepto de justicia, aparece la figura reflexiva pero
polémica del filósofo griego Platón, a quien no le interesó el armazón del
ordenamiento jurídico, considerado desde el ámbito de la aplicación colectiva;
aunque sus opiniones al respecto las hizo en clave de evocación de su maestro
Sócrates, en un libro clasificado como de ficción utópica.
Para Platón las leyes, vistas como parte de la justicia,
quedaron relegadas a un segundo plano. No las consideraba en su dimensión de
realización histórica, tal y como se puede comprobar en su obra La República,
en la cual plantea su creencia de que lo importante es: “ver en qué sitio está
la justicia y en cuál la injusticia y en qué se diferencian la una de la otra.”
Aunque oportuno es señalar que en el mismo Libro Cuarto
de la referida obra, en el diálogo que recrea de Sócrates con su alumno
Adimanto, hermano de Platón, este último pone en boca de aquel que los
magistrados deben ser cuidadosos para impedir que al Estado entren la opulencia
y la pobreza.
En una especie de transliteración del pensamiento que le
atribuye a Sócrates dice de la opulencia que “engendra la molicie, la
holgazanería y el amor a las novedades”. A la pobreza también la sitùa “en este
mismo amor a las novedades, la bajeza y el deseo de hacer el mal.”(La
República. Libro Cuarto. Platón).
Platón, a través de los personajes de La República, al
penetrar al aspecto normativo de la conducta de los seres humanos, y su
relación con las leyes como parte del proceso de la civilización, centró su
análisis sólo en la idea de justicia, sin meterse en lo que es su aplicación.
Pero dejo en ese punto de indefinición y ambivalencia las
opiniones que sobre leyes y justicia tenía el sabio que fue alumno de Sócrates
y maestro de Aristóteles. No es materia de esta crónica.
Además, para sólo poner un ejemplo, ya una autoridad
intelectual del calibre de Jean-Paul Sartre, en su clásico libro titulado
Crítica de la razón dialéctica, examinó con detalles los juicios expuestos sobre
el tema por Platón.
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