INDEPENDENCIA EFÍMERA (I)
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
La primera proclamación de la independencia del pueblo
dominicano, con sus matices, comenzó el primero de diciembre del 1821, bajo el
liderazgo del ilustrado ciudadano José Núñez de Cáceres. En ocho meses se
cumplirán 200 años de aquel hito histórico.
Esa intrépida decisión dio origen formal a la
República y al mismo tiempo surgió un Estado, bautizado por su mentor con el
largo nombre de “Estado Independiente de Haití Español.”
Con ello se puso punto final a las administraciones
coloniales que durante 328 años había padecido la población que hoy está
encarnada en lo que es el pueblo dominicano.
El gran líder, mentor y máximo impulsor de ese
movimiento de liberación nacional fue José Núñez de Cáceres, quien fue una
extraordinaria figura en términos políticos, sociales y culturales, tanto en el
país como en el exterior.
Es importante decir, porque forma parte de la historia
de los hechos ocurridos a finales del referido año 1821, que Núñez de Cáceres
se forjó por su propia tenacidad, a contrapelo de la voluntad de su padre que
le negó ayuda para educarse, pues lo quería agricultor.
Ese ilustre dominicano tuvo el mérito de que siendo
parte del engranaje colonial (teniente gobernador y asesor general del gobierno
en las colonias españolas de Cuba y Santo Domingo, y en esta última también
auditor de guerra) se puso por encima de su propia posición de principalía
oficial para ponerle fin al nefasto período llamado La España Boba.
El proceso previo al acontecimiento decembrino de 1821
fue una labor de paciencia e inteligencia, para la cual Núñez de Cáceres obtuvo
la simpatía y ayuda de casi todos los individuos de mentes cultivadas o
dedicados a actividades de incidencia colectiva, los cuales tenían diversos
niveles de participación pública o privada en la sociedad dominicana en
formación para aquella época.
Un caso que todavía no ha sido desmenuzado en todas
sus vertientes es el papel que entonces jugó el Arzobispo Pedro Valera Jiménez,
hijo de canarios pero nacido en Santo Domingo, quien a pesar de que era pro
español orientaba en sus cátedras a muchos jóvenes sobre la realidad que se
vivía, haciendo ejercicios de paralelismo con otras sociedades.
Valera Jiménez fue consagrado como Arzobispo de la
Arquidiócesis de Santo Domingo el 15 de febrero de 1818. Fue el primer prelado
de esa Arquidiócesis luego de su restablecimiento, pero también el primero en
tener el título de Primado de Indias, en virtud de la bula “Divini praeceptis”,
emitida el 28 de noviembre de 1816 por el entonces Papa Pío VII.
Desde la poltrona de Primado de las Indias dejaba
escurrir ideas que insinuaban a sus oyentes la necesidad de luchar para
disfrutar de un porvenir libre del lastre que durante siglos arrastraban los
moradores de lo que desde el 1844 es la República Dominicana.
Valera Jiménez (de quien Max Henríquez Ureña escribió
que “…la adversidad despierta en su ánimo energías insospechadas…”) sabía que
en varios lugares de América y de Europa flotaban otros aires, muy diferentes a
la modorra que se padecía en Santo Domingo.
Desde que el doctor José Núñez de Cáceres retornó al
país en el 1810, cumpliendo funciones de la burocracia colonial, se perfilaba
para ejecutar tareas del más alto nivel en una sociedad fuera del tutelaje
extranjero.
Sus esfuerzos fueron poco a poco asimilándose en los
diversos sectores que conformaban los pueblos del territorio nacional.
Una prueba elocuente de lo anterior es que una inmensa
mayoría de los integrantes del claustro universitario de la reabierta (1815)
Universidad Santo Tomás de Aquino lo eligió como Rector de la misma, en
reconocimiento a sus esfuerzos para que ese centro de altos estudios volviera a
recibir el alegre aleteo de una juventud ávida de conocimientos superiores. Eso
formaba parte de sus ideas para ir abriendo la trocha en la espesura del bosque
colonial.
Frente al deterioro de la vida individual de los
moradores de Santo Domingo, y el colapso total de los departamentos en que se
dividía el gobierno colonial, Núñez de Cáceres consideró que estaban dadas las
condiciones para emancipar a los dominicanos del tutelaje español.
Su condición de asesor general del engranaje
burocrático de la colonia no le impidió realizar una amplia labor de
convencimiento para que diversos colectivos dijeran basta ya de aguantar tantos
males mezclados con la ignominia contra el pueblo auspiciada desde la
metrópoli.
La etapa de la España Boba profundizaba cada día la
miseria y gran parte de la población malvivía desnutrida y en desamparo.
Relatos de la época dan constancia de que los
moradores de ciudades, pueblos y aldeas dominicanas se caracterizaban por tener
la piel reseca, los cabellos astrosos y los ojos cargados de melancolía, como
resultado directo del hambre y la desesperanza.
Cuando en el país se consideró que estaban dadas las
condiciones para ponerle fin al régimen colonial, y anunciar al mundo el
nacimiento de una nación libre y soberana, se tenía el precedente del camino que
habían emprendido otros países que en América ya habían obtenido su
independencia.
La independencia
encabezada por Núñez de Cáceres comenzó con una revuelta en la ciudad de Santo
Domingo la noche del 30 de noviembre del 1821. En pocas horas, en plena
madrugada del primero de diciembre, se lanzó el grito estentóreo que anunciaba
al mundo la libertad del pueblo dominicano.
Una de las primeras decisiones tomadas por los
conjurados fue el apresamiento, para fines de deportación, del gobernador
colonial español Pascual Real, así como la ocupación de los recintos militares.
Fue prácticamente nula la oposición a los designios de
libertad que tomó el pueblo bajo el biombo protector de las ideas pregonadas
por Núñez de Cáceres y otros decididos dominicanos que lo acompañaron en la
elaboración de los planes que dieron al traste con el régimen colonial.
Era tan dramática la crisis generalizada que, sin
tener que profundizar el escalpelo de la crítica al régimen colonial, todos los
sectores convergían en la necesidad de ponerle fin.
El historiador Rufino Martínez, en su Diccionario
Biográfico-Histórico Dominicano, describe sin ripios sueltos lo que ocurrió en
las pocas cuadras que entonces formaban la ciudad de Santo Domingo:
“Esa compacta unanimidad de un pueblo venía a ser la
primera formal repudiación a un largo régimen que ya no tenía razón alguna de
existir. Una Junta de Gobierno se organizaba. José Núñez de Cáceres, por
acuerdo de todos, sin un parecer en discrepancia, asumía la Presidencia del
Estado…”1
En el documento contentivo de la proclamación de
independencia nacional de 1821 se explican las razones que tenía el pueblo
dominicano para emanciparse de España. Ese texto sustituyó en el país el
andamiaje legal de la Constitución española entonces vigente, promulgada en
Cádiz el 19 de marzo de 1812, llamada también la Pepa, por coincidir su
promulgación con el día de San José, cuyo hipocorístico es Pepe.
Avanzando en la lectura del contenido de la mencionada
Proclama, muy probablemente redactada al alimón por el jurista y periodista
José Núñez de Cáceres y el médico y periodista Antonio María Pineda Ayala, se
observan inquietudes que sobrepasaban simples metas materiales de ese momento.
En ese texto, pieza singular de la doctrina política
dominicana, se proyectaban ideas de gran calado que se conectaban con el futuro
del pueblo dominicano; aunque para eso sus redactores hicieron acopio de manera
taxativa de textos difundidos en otras latitudes de la tierra, en un libre ejercicio
de utilización del derecho comparado.
En esa carta política, de carácter sustantivo, que
sirvió de marco legal a la independencia encabezada hace casi 200 años por
Núñez de Cáceres, quedaron establecidos algunos de los principios fundamentales
de los derechos humanos, con gran ascendencia en los conceptos de
enciclopedistas de la talla de Diderot, Rousseau, Montesquieu y particularmente
de Louis de Jaucourt, el polímata francés que escribió mucho sobre los derechos
de los ciudadanos, que abogaba por la libertad de conciencia y que luchó con su
polifacético pensamiento para que la esclavitud fuera abolida.
En la referida Proclama, hay que decirlo, no se abolió
la esclavitud, como Núñez de Cáceres le había asegurado que ocurriría al
comandante Pablo Alí, a la sazón jefe del Batallón de Pardos.
Sin embargo, en sentido general, en lo referente a los
derechos políticos, económicos y sociales de los ciudadanos había un
empapamiento de conceptos que forman el
ideario del derecho constitucional anglosajón americano, representados al calco
en el siguiente párrafo:
“Para gozar de esos derechos se instituyen y forman
los gobiernos, derivando sus justos poderes del consentimiento de los
asociados; de donde se sigue, que si el gobierno no corresponde a estos esenciales
fines, si lejos de mirar por la conservación de la sociedad, se convierte en
opresivo, toca a las facultades del pueblo alterar o abolir su forma y adoptar
otra nueva que le parezca más conducente a su seguridad y futuro bien…”2
En resumen, el hito histórico del primero de diciembre
de 1821 fue un vuelo de poco alcance en las luchas del pueblo dominicano en pro
de su libertad. Los motivos de su
fracaso tienen múltiples explicaciones, algunas de las cuales abordaré en la
próxima entrega.
Bibliografía:
1-Diccionario biográfico-histórico dominicano
(1821-1930).Editora de Colores, segunda edición, 1997. P390. Rufino Martínez.
2-Proclama del primero de diciembre de 1821.José Núñez
de Cáceres. Insertada parcialmente en la obra Historia del Derecho Dominicano.
Editora Amigo del Hogar, sexta edición.Pp119 y 120. Wenceslao Vega B.
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