AMÉRICO LUGO, EJEMPLO DE
INTEGRIDAD (I)
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
Isidro Américo Lugo Herrera nació y murió en la ciudad
de Santo Domingo (4 abril de 1870- 4 agosto-1952).Fue uno de los dominicanos
más ilustrados de la primera mitad del siglo XX.
Fue un jurista con categoría de sólido doctrinario,
ensayista, historiador y periodista. Además escribió cuentos, obras dramáticas
e impulsó a poetas y escritores en su condición de laborioso antologista. Una
parte apreciable de su obra creativa ha superado el paso del tiempo, lo cual es
loable en un medio como el nuestro.
Periódicos y revistas nacionales y extranjeras
recogieron en sus páginas importantes colaboraciones suyas, que abarcaban desde
diversas conceptualizaciones en el árido lenguaje jurídico hasta posturas sobre
el nacionalismo, en su vertiente de defensa de la soberanía nacional y el
derecho a la autodeterminación de los dominicanos.
Con el país ocupado por tropas de los EE.UU. Américo
Lugo creó el 17 de abril de 1921 el semanario Patria. En su primera etapa sólo
tuvo 15 ediciones, pero fue un instrumento de lucha contra los intrusos del
poderoso país del norte.
En las páginas de ese periódico él exigía la inmediata
desocupación del país, sin condiciones. Allí aparecía con gran despliegue su
consigna conocida como “la pura y simple.”
Con la frase anterior como fundamento Lugo sostenía
que no había que negociar con los que mantenían pisoteada la soberanía de la
República Dominicana.
La desocupación parcial del país se produjo el 12 de
julio de 1924. Fue un hecho agridulce, pues los burócratas extranjeros
continuaron controlando la economía nacional, especialmente a través de
interventores aduanales.
Las tropas del Tío Sam se fueron, pero la ignominia
contra el pueblo dominicano se mantenía. Ejecutivos gringos seguían moviendo
resortes del gobierno. El menoscabo de la libertad nacional fue tan grande
durante los oprobiosos 8 años de ocupación que el país quedó “sin un solo hueso
sano”, como bien dijo Américo Lugo.
Al margen de controversias por opiniones políticas,
sociales, antropológicas, religiosas o históricas hechas por Américo Lugo creo
que nadie puede, con base, poner en duda la entereza moral que lo distinguió.
Américo Lugo, como la Ifigenia o el Fausto del poeta
alemán Goethe, basaba su personalidad en una miríada de elementos objetivos que
encadenaba con firmes principios éticos.
Su integridad, como atributo personal, está fuera de
cualquier duda. Hasta sus errores, como su ríspida posición ante la figura procera
de Juan Pablo Duarte, fueron el fruto de sus creencias, sin contaminación con
intereses de otra índole.
Ese episodio de opiniones erradas y ásperas contra la
máxima figura de la historia nacional fue un hiato injustificable y censurable.
En ese caso es dable aplicarle a Lugo aquella frase del ex esclavo y comediante
de la antigüedad Terencio: “hombre soy, nada humano me es ajeno.”
A parte de lo anterior, cuando se profundiza en el
análisis de la personalidad de Américo Lugo necesariamente se concluye que en
él la noción de la verdad está vinculada intrínsecamente con los conceptos
sustantivos que enmarcan los derechos humanos, siendo la libertad uno de sus
ejes fundamentales.
Lugo, a quien el fecundo historiador higüeyano Vetilio
Alfau Durán calificó como “príncipe del decoro nacional”, escribió mucho sobre
diversos temas. Con el paso del tiempo se comprueba que gran parte de sus
opiniones estaban cargadas de verdades, sin entre líneas ni zigzagueos
semánticos.
Muchos de los obstáculos que encontró Lugo en la
trayectoria de su vida tenían que ver de alguna manera con su postura sobre la
libertad, (individual y colectiva) que es sin ningún resquicio de duda la más
fértil cantera de donde brota la dignidad humana, con toda la fuerza
antropológica que ella es capaz de proyectar hacia todas las vertientes.
En gran parte de los escritos de Lugo, sean estos
ensayos jurídicos de gran calado, o simples cartas con aparentes perfiles de
asuntos triviales y domésticos, se descubre que en temas en los cuales otros sólo
tenían nociones él demostraba poseer conocimientos profundos sobre los mismos.
Su accionar en el orden señalado se comprueba en
múltiples casos vinculados, por ejemplo, con los conceptos del ejercicio de la
política; con la aplicación correcta de las normas o los instrumentos legales
para una justicia responsable; con la puesta en práctica de los fundamentos
primordiales para una educación nacional liberadora de las taras de la
ignorancia y, en sentido general, con el elevado compromiso que siempre se ha
de tener con esa entidad imbatible que es la dominicanidad.
A Lugo le tocó vivir y padecer el sufrimiento del
pueblo dominicano en etapas amargas, como la arriba mencionada invasión
estadounidense (1916-1924) y la dictadura
trujillista. Ambos hechos fueron abominables y provocaron un largo eclipse de
la libertad del pueblo dominicano.
Muchos de sus contemporáneos fueron genuflexos ante el
poder (extranjero y nativo) y como recompensa, para satisfacer sus ambiciones
materiales, pasaban la gorra entre los poderosos y arrogantes que detentaban el
poder.
Américo Lugo, contrario a los que medran bajo la ancha
sombra de la autoridad de turno, era ajeno a las tentaciones de la vanidad y del
boato.
Siempre prefirió moverse a contracorriente; así como
lo hacen los salmones cuando llegan a su madurez reproductiva. Éstos se mueven
en cardúmenes. Él muchas veces tuvo que hacerlo solo o con pocos acompañantes.
Hay muchos ejemplos que se pueden resaltar con
relación a la actitud de Lugo frente a la ocupación extranjera.
Uno de esos ejemplos está vinculado con el gesto de
solidaridad que tuvo el presidente argentino Hipólito Yrigoyen, al ordenar al
comandante del crucero de la Armada Argentina “9 de Julio” que al llegar al
puerto de Santo Domingo (13 de julio de 1920) izara y saludara con 21 cañonazos
“al pabellón dominicano en reconocimiento a su independencia y soberanía.”
Valga la digresión para decir que esa fue la mayor
demostración práctica del lema de política exterior de Yrigoyen, basado en que
“los hombres son sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos.”
Pocas horas después de ese valiente acto de los
argentinos, que sorprendió a los usurpadores estadounidenses, el autor del
famoso ensayo titulado A punto Largo pronunció un discurso desafiante en el
cual puso de relieve el significado histórico de lo que había ocurrido en la
rada donde el río Ozama se une al mar Caribe.
Los extranjeros que mantuvieron militarmente ocupado
el país (1916-1924), así como el sátrapa criollo que surgió de ellos, eran una
mala mezcla de mineral, vegetal y animal que formaron un tétrico trío de
“piedra, maleza y bestia.”
A ellos, en palabras y hechos, se enfrentó Américo
Lugo, como le fue posible en cada circunstancia. Lo hizo teniendo como escudo
su postura indeclinable que se resumía así: “El ideal es más necesario que el
pan.”
Tanto la administración foránea como el régimen
trujillista eran imposiciones de la fuerza. Lugo decidió, a su cuenta y riesgo,
mantener frente a ellos una postura de inocultable desafección. Se convirtió
para esos desgobiernos en lo que los latinos llamaban una “rara avis.” Nunca
pudieron doblegarlo con sinecuras u otras facilidades particulares.
Cuando ya la dictadura trujillista había dado sobradas
demostraciones de su vesania contra el pueblo dominicano Américo Lugo escribió
una carta, el 12 de agosto de 1933, en la cual claramente denunciaba un
acogotamiento espiritual:
“La dolencia, siempre menos hostil al cuerpo que al
espíritu…País incipiente, el nuestro, y en formación constitucional…” Valiéndose
de un concepto del dramaturgo francés Alfred de Musset remataba así: “política,
¡ay! esta es nuestra miseria” (“La politique, hélas!, voilá notre misere.”)1
Su figura, caracterizada por opiniones
confrontacionistas y, además, por su carácter en sí, ha provocado que durante
muchas décadas surjan opiniones diametralmente opuestas sobre él.
Vale citar dos visiones contrapuestas sobre los
señalamientos de Américo Lugo con
relación a una parte considerable del pueblo dominicano, cuya ignorancia por
marginalidad y exclusión siempre le ha impedido recibir los beneficios de una
vida digna y tener clara conciencia del origen de muchos de sus males.
Al referirse a juicios iniciales de Lugo sobre la masa
social dominicana el historiador Rufino Martínez señala, en su obra titulada De
las Letras Dominicanas, que fue “no sólo torpe sino injusto”, añadiendo que no
conocía al pueblo dominicano.
El también educador Rufino Martínez dice, además, que
Américo Lugo negaba méritos al pueblo como “una manera de mantener en alto sus
fueros de superioridad intelectual.” Finaliza negándole casi todo a Lugo: “Al
final de la jornada no hubo el historiador…y el literato…no desarrolló sus
excelentes dotes, de las cuales se esperó ver flores y frutos dignos de ellas.”2
Si se observa en sentido general el accionar público y
privado de Américo Lugo, sus vicisitudes personales y las muchas veces que
expuso su propia vida defendiendo lo que creía, así como el conjunto de sus
escritos, hay que concluir que el concepto que tenía Martínez sobre Américo
Lugo no encajaba en una visión serena y justa de ese personaje.
Diferente a las opiniones del historiador Rufino
Martínez sobre el indicado tema son los juicios del también historiador Roberto
Cassá, (Personajes Dominicanos, tomo II) para quien:
“Lugo hacía su exploración desde una perspectiva elitista,
pero estaba animado por un espíritu patriótico genuino. Le interesaba, sin
lugar a duda, el avance intelectual y material del país y la felicidad de todo
el pueblo. No aspiraba a que se estableciese un sistema de privilegios como
precio para el progreso…”3
Bibliografía:
1-Américo Lugo. Correspondencia. AGN. Volumen CCCLXXI. julio 2020.Pp 295
y 296.
2-De las Letras Dominicanas. Editora Taller, 1996.Pp30, 51 y 52. Rufino
Martínez.
3-Personajes dominicanos, tomo II. Editora Alfa y
Omega,2013. P 273.Roberto Cassá.
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