LUPERÓN ANTES DE LA RESTAURACIÓN
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
La parábola vital del prócer Gregorio Luperón fue el resultado de la unión de la laboriosa Nicolasa
Luperón (Duperron) y del comerciante Pedro Castellanos, quien le negó su
filiación paterna.
Nació el cálido domingo 8 de septiembre del 1839 en la
ciudad de Puerto Plata. Su muerte se produjo el viernes 21 de mayo de 1897, en
esa misma ciudad. Vivió, en consecuencia, 57 años, 8 meses y 13 días. En su
niñez y adolescencia era más conocido por el alias de Goyito.
En ese espacio de tiempo (definido como “una
encrucijada histórico-social”) ocurrieron acontecimientos importantes en la
individualidad de Luperón y también hechos extraordinarios en la colectividad dominicana.
A golpes de acciones heroicas se convirtió en uno de
los más formidables ejemplos de superación personal de su época, con proyección
hasta la actualidad.
Su vida estuvo marcada por un itinerario preñado de
sucesos trascendentales que hicieron de él una figura cimera en la historia
nacional.
Vino al mundo dotado de condiciones fuera de lo común,
tal y como pudo demostrar a lo largo de su existencia muy movida.
Su origen más que humilde no fue retranca para que
venciera los obstáculos que abundaban en la sociedad dominicana de su época.
En sus notas autobiográficas hay descripciones impresionantes
sobre la escasez de recursos que padeció junto a su familia monoparental.
En efecto, el gran prócer restaurador narró que siendo
niño tuvo que trabajar duro para contribuir al sustento familiar. Pescaba de
noche, hacía pan de madrugada y antes de salir los primeros rayos del sol ya
estaba en las calles de su pueblo natal “vendiendo frutas en el mercado, dulces
en los cuarteles y agua en un burro el resto del día.”1
Lo anterior significa que las calles puertoplateñas,
con todos sus peligros y desventajas para un niño, más allá de cualquier
análisis sociológico, fueron su primera escuela. Coplas de antaño recogieron su
pregón al mercadear como buhonero frutas tropicales y una bandeja repleta de
piñonates.
Pasó casi de manera fugaz por las aulas de una pequeña
escuela que tenía instalada en Puerto Plata un educador inglés. De aquel
aprendizaje escribió después su primer biógrafo, el poeta y patriota Manuel Rodríguez
Objío, que se trató de: “…algunas ligerísimas
indicaciones para aprender a leer, escribir y contar, tan
imperfectamente como debe presumirse.”2
Antes de convertirse en el formidable líder militar y
político que fue pudo controlar muchos instintos anexos a la mocedad. Lo logró
a base de disciplina personal y profundas cavilaciones en la floresta de la
cordillera septentrional, en el área de Jamao.
Muchos de sus contemporáneos con inquietudes políticas
o vocación por las armas actuaban sólo con la fuerza propia de esos toros de lidia
que llaman morlacos, pero en Luperón primaba más el estudio minucioso de los
pasos que daba.
Ese puertoplateño nacido en cuna humilde llegó a ser un
gran jefe militar y un caracterizado político que pensaba sus acciones, como lo
haría un consumado estratega que analiza los pros y los contras de cada
movimiento táctico.
Accionaba de esa manera en virtud de su viva
inteligencia (esa misma facultad mental que magistralmente ha analizado en
nuestro tiempo Howard Gardner, el eminente académico de la Universidad de
Harvard); por su disciplina y, además, por su formación buscada por él al
margen de tutores o profesores. Dicho sea que en realidad fue autodidacta.
Luperón surgió a la palestra pública con una clara
valoración de la importancia de la libertad y de la soberanía. Su aprendizaje
en la biblioteca del señor Pedro Eduardo Dubocq, a partir de los 12 años de
edad, le permitió afincar en su pensamiento criterios sólidos que sobrepasaban
las simples nociones del deber patrio.
Sus energías interiores, que no eran pocas,
encontraron en las páginas de los libros que allí leyó con avidez el camino que
lo condujo en pocos años a ser un guerrero y político con disciplina, formación,
destreza y don de mando.
Uno de los libros que más hondo caló en el pensamiento
del jovencísimo Luperón fue la colección de biografías de decenas de famosos
personajes griegos y romanos que el filósofo e historiador griego Plutarco
agrupó en su obra siempre vigente titulada Vidas paralelas.
El referido hacendado maderero de origen francés, llegado
aquí desde Guadalupe, la Mariposa del sur del mar Caribe, observó que Gregorio
Luperón, entonces con solo catorce años de edad, tenía condiciones tan
extraordinarias que decidió nombrarlo capataz de su negocio de corte de caoba
en Jamao.
Hay que hacer destacar que particularmente para esa
época era muy difícil que un hombre rico decidiera poner en parte los destinos
de su fortuna en un imberbe que no era su pariente y que provenía de un hogar
carenciado. Por demás sin ningún vínculo con las élites de la zona.
La perspicacia del señor Dubocq, afincado en esa área
del Atlántico dominicano, le permitió
comprender que Luperón era un ser fuera de serie llamado traspasar los linderos
de una vida rural rutinaria.
Le facilitó inicialmente los medios para que fuera
desarrollando su potencial humano, lo cual le permitió lograr el insospechado
éxito que en unos pocos años tendría.
Mientras Luperón ejercía niveles de jefatura con la
peonada que cortaba árboles en la serranía de Jamao y sus colindancias comenzó
en la ciudad de Santiago de los Caballeros, contra el segundo gobierno de
Buenaventura Báez, la revolución del 7 de julio 1857, encabezada entre otros por
José Desiderio Valverde y Benigno Filomeno de Rojas.
Cuando se produjo la referida sublevación, el que
luego sería adalid de la Restauración tenía apenas 18 años de edad. Ese
acontecimiento lo precipitó a participar por primera vez en la vida pública del país.
En la cronología de su vida está que a esa edad fue
designado por los alzados en armas como Comandante Auxiliar del Puesto Cantonal
de Rincón.
Desde esa posición Luperón participó en los hechos que
provocaron casi un año después, el 12 de junio del 1858, la salida forzosa del
poder de Báez. Muchos pensaron entonces que el país se enrumbaría por caminos de
paz, libertad y prosperidad, pero la realidad fue otra.
El resultado final de aquello, por la atomización de
los cabecillas de la mencionada revolución, fue la fatal toma del poder por
quien poco tiempo después se convirtió en el parricida de la República
Dominicana. Ese fue el general Pedro Santana Familias, el jefe de los
anexionistas criollos.
Al concluir por su propia voluntad sus vínculos laborales
en Jamao con los señores Dubocq y Ginebra, Luperón abrió un negocio propio para
vender mercancías nacionales y extranjeras en un cruce de caminos de la zona,
específicamente en el pueblo de Sabaneta de Yásica, situado entre las
estribaciones del lado norte de la cordillera septentrional y el océano
Atlántico.
El 18 de marzo de 1861, cuando llevaba 3 años
ejerciendo el comercio de manera independiente, ocurrió en el país un trágico
hecho que definiría el rumbo definitivo hacia la proceridad de Gregorio
Luperón.
Ese fatídico día la nación fue anexada a España. La
soberanía se eclipsó, pero de ahí surgiría la llamarada de luz que permitió que
el mundo mirara con respeto y admiración al pueblo dominicano.
A pesar de su juventud ya el nombre de Gregorio
Luperón resonaba en los pueblos costeros situados desde Río San Juan hasta la
Bahía de la Isabela, así como en las comarcas cercanas emplazadas tierra
adentro.
Tan evidente era que los pobladores de esa región
tenían conocimiento de las condiciones que adornaban al joven Gregorio Luperón
que dos prestantes ciudadanos lo urgieron, mediante carta del 25 de marzo de
1861, para que retornara a Puerto Plata a fin de desafiar la afrenta de la
anexión.
Así le escribieron: “Al fin se ha quitado la máscara
el general Santana, y verifica la traición de entregar la República a la
Monarquía española. Puerto Plata se opone y resistirá hasta la muerte. Tú haces
falta en tu pueblo; jamás habíamos visto este pueblo más decidido por la
defensa de su independencia.”3
Tres días después de leer esa impactante invitación, y
luego de vadear cañadas crecidas, evitar tramos pantanosos y caminar
fatigosamente por trillos y atajos intransitables por árboles caídos (una de
las usuales tormentas tropicales había afectado días antes esa parte del país) llegó
a la ciudad de Puerto Plata para iniciar un largo camino lleno de abrojos. Venció
todos los obstáculos y se convirtió en uno de los dominicanos más ilustres de
todos los tiempos.
Gregorio Luperón quedó conmovido al ver la bandera del
reino de España izada en el lugar donde antes estaba la dominicana, la cual
había sido lanzada con soberbia e
irrespeto por los anexionistas en quién sabe qué rincón, como si de un trapo
sucio se tratara.
En la fría mañana del 28 de marzo de 1861 ese paladín
de la libertad juró luchar hasta la muerte para devolver la soberanía al pueblo
dominicano.
En ese momento de tribulación, con la profanación de
que era víctima el sagrado lienzo tricolor que define la dominicanidad, bien
pudo Luperón haber pensado algo similar a lo que en el 1911 escribió el poeta seibano
Emilio A. Morel:
“El sacro pabellón dominicano/es la condensación del
patriotismo, /y no puede morir porque en sí mismo/lleva el alma de un pueblo soberano.”4
Fue tal su determinación que en no mucho tiempo ya no
sería conocido por Goyito, sino como El General de la Restauración.
Para una persona como Luperón la pérdida de la
libertad era una afrenta inaceptable, que merecía una respuesta vigorosa de
todos los dominicanos de buena voluntad. A recuperar la soberanía nacional se
dedicó desde entonces.
Una de las primeras expresiones públicas que demostró
el talante de valiente combatiente de Luperón fue cuando hizo lo que
correspondía con un español anexionista que con arrogancia lanzó en su
presencia improperios contra los dominicanos.
Fue apresado por el hecho de dejar bien aleccionado al
forastero aludido. Pronto se fugó de la cárcel y emprendió por primera vez el
camino del exilio.
En poco tiempo, sin importar riesgos, volvió a la
patria mancillada. Entró por Monte Cristi, dando inicio así a una épica jornada
de lucha restauradora que no terminaría hasta lograr, junto a miles de otros intrépidos patriotas
dominicanos, la derrota de los anexionistas españoles y criollos.
Lo precedente sirvió de argamasa para crear uno de los
personajes más impactantes de la historia dominicana.
Otras glosas más extensas constituyen el acervo
probatorio de las condiciones excepcionales con las cuales se presentó al
palenque de la vida pública dominicana
la esplendente personalidad de Gregorio Luperón.
Bibliografía:
1-Notas autobiográficas y apuntes históricos. Editora
Santo Domingo, 1974.Tomo I.P89. Gregorio Luperón.
2-Gregorio Luperón e historia de la Restauración.
Editorial El Diario, 1939.Tomo I.P27. Manuel Rodríguez Objío.
3- Carta a Luperón. Puerto Plata,
25-marzo-1861.Federico Sheffemberg y Baldomero Regalado.
4- 16 de Agosto. Cancionero de la Restauración.
Editora del Caribe,1963.P 156.Fabio A. Mota y Emilio Rodríguez Demorizi.
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