LUPERÓN EN LA RESTAURACIÓN ( Y II)
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
Mientras se encontraba fomentando la lucha armada en
los campos de La Vega, con principal punto operativo en la sección La Jagua,
llegó a oídos de Luperón la noticia de que la cercana ciudad de Santiago de los
Caballeros estaba sitiada por los anexionistas.
Sin pérdida de tiempo se presentó allí con decenas de
acompañantes en pie de guerra. Fue recibido con beneplácito por los oficiales y
soldados restauradores que resistían los feroces ataques de los enemigos. En
pocas horas fue designado jefe de un cantón y por sus condiciones excepcionales
de intrépido guerrero adquirió el rango de general.
En una obra autobiográfica dictada por él se relata la
forma en que se dio inicio a la gran batalla septembrina en aquella histórica
urbe dominicana.
En horas de la noche del 5 de septiembre del 1863,
ante la inminente llegada a Santiago de miles de anexionistas encabezados por
el renegado general criollo Juan Suero (llamado el Cid Negro) y el coronel
español Mariano Cappa para reforzar a sus conmilitones que estaban atrincherados
en puntos claves de esa ciudad, el general restaurador Gaspar Polanco ordenó
que se atacara la Fortaleza San Luis.
Luperón señaló, en resumen, que esa noche los
patriotas dominicanos portaban lanzas, fusiles antiguos, trabucos, pistolas,
machetes y garrotes.
Abunda al decir que una columna dirigida por el
General Gregorio de Lora marchó por la calle San Luis; el coronel Benito
Monción dirigió la artillería emplazada en el Castillo de Santiago contra la
citada fortaleza que controlaban los españoles; el mismo Luperón iba al frente
de una columna que se desplazaba por la calle Juan Francisco García y el
general Polanco, “con dos piezas de artillería, marchó por la calle de la
Barranca o de la Iglesia.”1
Un repaso de los hechos en que participó Luperón,
enfrentando y venciendo una y otra vez a los anexionistas, permite decir que el
6 de septiembre de 1863, en la ciudad de Santiago, fue como una especie de
parteaguas en la Guerra de Restauración.
A partir de esa fecha un espontáneo coro nacional resaltaba
que Luperón estaba dotado de un “valor fabuloso”. Ese calificativo fue desde
entonces parte esencial en la corona de elogios que rodea su firme figura
militar y su calidad superior en defensa de los valores supremos de la
República Dominicana.
Pertinente es decir que aunque el jefe supremo de las
operaciones militares de los restauradores en esa, la segunda ciudad del país,
era el general Gaspar Polanco, seguido de los también generales Pimentel y
Monción, la determinación y bravura de Luperón
fue de gran importancia para la victoria de los restauradores en ese día
glorioso. No se trata de un malentendido sobre el protagonismo real de esa
contienda. Los hechos avalan esa afirmación.
Los anexionistas estaban dirigidos allí por los
vendepatria generales José Hungría y Abad Alfau, quienes estaban reforzados por
numerosos altos oficiales españoles.
Desde su puesto de mando en el sitio histórico
conocido como El Meadero, Gregorio Luperón planificaba las acometidas contra
los anexionistas y encabezaba en cada ocasión los combates.
Cuando observó alguna desesperanza entre generales y
coroneles restauradores utilizó un ardid propio de toda guerra, haciendo
propalar noticias no confirmadas, pero que provocaron un efecto demoledor en la
moral de los intrusos.
Luperón tenía un carisma para iluminar a los
combatientes con sus arengas sobre la seguridad del triunfo. Cuando algunos
parecían desfallecer él se llenaba de energía redentora y convertía el desánimo
en entusiasmo patriótico.
Un oficio dirigido por Luperón al coronel Pepillo
Salcedo, de fecha 9 de septiembre de 1863, permite tener una idea clara sobre
el impacto de su participación en la Guerra Restauradora.
Con la contundencia de un adalid se expresaba en dicha
correspondencia un jovencísimo Gregorio Luperón, quien el día anterior había
cumplido 24 años de edad: “Venga, compañero, pues estando herido Benito, me veo
forzado a atender a los campamentos del Meadero y Marilópez, a las guerrillas,
a la artillería del fuerte, y hasta el Cuartel General de Polanco…”2
Dicha descripción es una estampa de ese aguerrido
general veinteañero. El texto anterior confirma que en gran parte por su
iniciativa de lucha sin tregua y su coraje los españoles tuvieron que desistir
7 días después de aquel luminoso 6 septembrino (el 13 de septiembre de 1863) de
sus macabros propósitos de ocupar la segunda ciudad dominicana.
Los ibéricos y sus secuaces criollos, al frente de los
cuales estaban el brigadier Manuel
Buceta del Villar y el coronel Mariano Cappa, salieron en desbandada desde
Gurabito y otros lugares santiagueros hacia Puerto Plata, por tortuosos trillos de Las Lavas, Altamira y
caseríos dispersos en esa ruta de la Cordillera Septentrional.
En esa misma zona, dos días antes, vale decir el día
11 de septiembre de 1863, también fue
derrotado el brigadier Rafael Primo de Rivera, que en vísperas
había llegado desde Cuba a Puerto Plata, entonces el más importante puerto marítimo de la República Dominicana y uno de los puntos claves de su mercado de exportación e importación.
Su presencia, al frente de dos batallones con tropas
curtidas en guerra de ultramar, era para reforzar a los anexionistas que cada
día se encontraban en mayores dificultades. La aplastante derrota de Primo de Rivera y sus soldados se produjo en el lugar conocido como Cuesta
de los Balazos, en Altamira, donde los restauradores, bajo el mando del bizarro coronel Latour pusieron en el alto la dignidad del
pueblo dominicano.
Cuando los restauradores crearon un primer gobierno en
armas, instalado en la ciudad de Santiago de los Caballeros, Luperón fue
designado Jefe Superior de Operaciones en
la provincia Santo Domingo. Ese
territorio abarcaba un vasto teatro de guerra, desde la orilla del mar Caribe,
en la desembocadura del río Ozama, hasta más al norte de la zona de mogotes, cuevas y una gran red
hídrica llamada Los Haitises.
Ese era el puesto militar de mayor responsabilidad que en ese momento tenía el país. Es oportuno decir aquí, para poner en perspectiva la
elevada encomienda dada a Luperón, que en la capital de la
República Dominicana y su amplio contorno se concentraban los más poderosos contingentes de
soldados españoles y criollos anexionistas encabezados por el general Santana. En busca de ellos fue el gran jefe
restaurador Gregorio Luperón.
Le correspondió hacer trizas los propósitos de
Santana, quien pretendía entonces invadir con miles de tropas el Cibao. En la batalla de Arroyo Bermejo, el
primero de octubre de 1863, quedó sellado el triunfo de Gregorio Luperón sobre
Pedro Santana, derrumbándose así el anexionismo como doctrina política.
Como antecedentes inmediatos de dicho encuentro bélico
vale decir que Luperón y sus tropas sacaron de combate a los anexionistas que
encontraron en la ruta de La Vega, Cevicos, El Sillón de la Viuda y varios
lugares de la sierra de Yamasá.
Luego de la derrota de los anexionistas en Arroyo
Bermejo, el nombrado marqués de Las Carreras, símbolo mayor de
la traición a la patria, se replegó por la ruta de Guanuma; pero Luperón no le dio tregua, tal y como bien lo describe Pedro Archambault en su obra
Historia de la Restauración:
“Mandó detrás de Santana una fuerte guerrilla en
persecución de los realistas, dejó una guardia en Bermejo, situó otra en el
camino a Monte Plata y recorrió todas las cercanías de San Pedro para el mejor
conocimiento de sus operaciones…”3
Las cuencas de los ríos
Yabacao, Casuí, Congo y Soco, parte de los llanos costeros del mar Caribe y
diversos promontorios de la Cordillera Oriental se convirtieron en tumbas abiertas para cientos de anexionistas.
Aquellas derrotas en cadena fueron el principio del fin de Santana, a quien el
principal jefe de lo que quedaba del gobierno anexionista terminó quitándole lo
poco de mando que le quedaba. Ocho meses después el llamado Chacal de Guabatico
moría envuelto en el lodazal de sus acciones.
La probada autoridad moral de Luperón en la guerra
restauradora surgió porque él
prefería la gloria (en el más patriótico
sentido de la expresión) al poder en sí, amén de que rechazaba cualquier
sugerencia que se saliera de sus lineamientos de intransigencia en la lucha por
recuperar la libertad de los dominicanos.
Por sus altos méritos en los campos de batalla la
figura de Luperón fue creciendo en admiración no sólo entre sus tropas sino en
todo el pueblo. Al mismo tiempo hay que señalar que la sola mención de su nombre causaba terror
entre los anexionistas criollos y extranjeros.
Su biógrafo Hugo Tolentino Dipp resumió muy bien el
papel estelar de ese prócer dominicano:
“Toda esta campaña hizo de Luperón un héroe popular de
las libertades nacionales. Su prestigio como primera espada de la Restauración
era indiscutible…Por encima de las mezquinas pasiones, Luperón se encumbraba
como una figura cuyo valor y temeridad iban a la par con el patriotismo
intransigente que le caracterizaba.”4
En la próxima crónica abordaré la significación
política de su figura luego de la epopeya restauradora.
Bibliografía:
1-Notas autobiográficas. Tomo I.Pp133 y 134.
Reimpresión facsimilar. Editora de Santo domingo, 1974. Gregorio Luperón.
2-Carta de Luperón a Pepillo
Salcedo.9-septiembre-1863.Ibídem.Pp141 y 142. Gregorio Luperón.
3-Historia de la Restauración. Editora Taller
1987.P139.Pedro M. Archambault.
4-Gregorio Luperón. Biografía Política. Editora Alfa y
Omega. Tercera edición.P113. Hugo Tolentino Dipp.
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