NAPOLEÓN FUE
PERDEDOR EN EL CARIBE Y 4
POR TEÓFILO
LAPPOT ROBLES
Las
derrotas que los soldados bajo el mando supremo de Napoleón Bonaparte tuvieron
en el Caribe adquirieron más importancia histórica por tratarse de un líder
militar de gran envergadura y un político de excepcional habilidad, quien llegó
a gobernar más de 53 millones de personas esparcidas en diferentes países.
No
hay duda de que Napoleón es una de las más resonantes individualidades de la
historia de los siglos 18 y 19.
Muy
joven fue designado ayudante del vizconde de Barras, el jefe del gobierno
llamado Directorio, dentro del torbellino de la Revolución Francesa. Luego
derrocó a su protector, en un hecho de fuerza descrito en una entrega anterior
de esta breve serie.
No
es necesario hacer ahora una especie de vivisección de Napoleón Bonaparte para
decir que en él se conjugaban el implacable conductor de guerreros que bordeaba
la genialidad; el miserable cuya desazón lo condujo muchas veces a ordenar
crímenes viciosos, por simple venganza en su marco personal y también el
malvado a quien no le importaba bañar en sangre a pueblos indefensos, más allá
de la falsa piedad que le quiso transmitir al emperador de Austria, cuando le
escribió desde el pueblo piamontés de Marengo.
Se
trataba del mismo hombre que paradójicamente aconsejaba a sus cercanos a
practicar la prudencia: “Cubre tu mano de hierro con un guante de terciopelo.”
El
historiador y filósofo francés Hipólito Taine le atribuyó la responsabilidad
por la muerte de más de tres millones de personas. Sólo en su fracasada campaña
en Rusia, entre junio y diciembre de
1812, murieron más de 500 mil soldados napoleónicos. El zar Alejandro I acumuló
en su favor los estragos del “general invierno.”
Muchas
de las muertes atribuidas a decisiones bélicas de Napoleón se contabilizaron en
el Caribe donde él, con plenitud de responsabilidad sobre su ejército, cosechó
una cascada de fracasos, en razón de que su profundidad estratégica en lo
conceptual derivó en muchas ocasiones en acciones tácticas limitadas por
Leclerc y otros generales a maniobras de
combates y en ataques preventivos que no funcionaron en esta parte del mundo
por varios motivos, comenzando por la cuestión geográfica.
La
idiosincrasia de los pueblos antillanos también jugó en contra de las
pretensiones de Napoleón de ponerlos bajo su dominio. Diferente fue en Europa
donde su guerra de conquista tuvo notables éxitos, aunque también fracasos.
En
el Caribe insular él nunca pudo hacer un trono como el que creó en España para
su hermano José Bonaparte, alias Pepe Botella, después que el 2 de mayo de 1808
se produjo la sangrienta carga de los mamelucos (su caballería imperial de
musulmanes egipcios) y los fusilamientos de los días siguientes, ordenados por
el sanguinario Joachim Murat, su cuñado y jefe militar en Madrid. Esos trágicos
hechos fueron inmortalizados en sendos lienzos por el pintor zaragozano
Francisco de Goya.
Uno
de los más elocuentes ejemplos de la postura anti napoleónica de los caribeños,
y en concreto del pueblo dominicano que entonces estaba en formación, quedó
registrado en una resolución emitida por el Ayuntamiento de Higüey el 16 de
junio de 1810.
Ese
texto de ley municipal hacía referencia a que el pueblo que hasta hacía poco
(19 meses atrás) había sido colonia de Francia había sufrido muchos atropellos
de parte de los colonizadores.
Se
enfatizó también que los hechos históricos que comenzaron en esa ciudad del
este dominicano con una marcha de cientos de lugareños acompañando, en son de
guerra, al caudillo cotuisano Juan
Sánchez Ramírez, hasta el cerro seibano de Palo Hincado, el 7 de noviembre de
1808, fueron “…las chispas del incendio nacional que ha de consumir en Europa
al pérfido Napoleón y sus ejércitos…”
Así
como dijeron los ediles higüeyanos ocurrió en la realidad, pues el 18 de junio
de 1815, en las colinas cercanas a la ciudad europea de Waterloo, se apagó la
estrella que había dado resplandor a Napoleón Bonaparte. Cuatro días después
abdicó y le puso fin al gobierno de los llamados Cien Días.
Pero
también hay que señalar que al margen de sus fracasos militares en el Caribe,
que fueron hechos de fácil comprobación, en otras acciones de su vida privada y
pública muchos autores han juzgado a Napoleón Bonaparte desde sus perspectivas
particulares, con juicios generalmente carentes de rigor y de serena reflexión.
El
poeta Goethe trató con carantoña al emperador de los franceses. Hizo en su
favor comentarios almibarados luego de entrevistarse con él el día 2 de octubre
de 1808, y recibir de sus manos la condecoración de la Legión de Honor.
El
ensayista y poeta español Rafael Cansinos Assens calificó dicho encuentro como un
“instante supremo” para el escritor alemán.
El
autor de obras tan importantes como las tituladas Fausto y Los sufrimientos del
joven Werther escribió párrafos lamentables sobre el implacable y avasallante
corso. Al observarlo entrar a la ciudad de Erfurt, montado en su caballo árabe
de nombre Marengo, exclamó: “he visto el sol.”
Luego
completó su juicio melifluo con esta frase: “Napoleón buscaba la virtud y,
cuando resultó que no era posible encontrarla, encontró el poder.” Todo indica
que Goethe tenía su mente nublada por el fanatismo que le despertaba el
magnetismo y la teatralidad del emperador de Francia.
Otros
biógrafos, ensayistas y cronistas han tergiversado muchos aspectos del vendaval
que fue la vida amatoria de Napoleón Bonaparte con Catalina, Luisa Letang,
Eugenia Mello, Desirée Clary, Josefina, María Walewska, Eleanora Denuelle,
María Luisa de Habsburgo y un largo etc.
Tanto
por sus apologistas como por sus detractores a la figura de Napoleón se le
puede aplicar la llamada ley de Campoamor.
Ramón
de Campoamor, uno de los poetas más publicitados del realismo literario español,
escribió desde su Asturia natal aquello de que: “…todo es según el color del
cristal con que se mire.”
La
parábola vital del emperador francés encaja en la frase anterior. Los juicios
sobre el hombre que se empinó de la nada hasta dominar gran parte de Europa son
muy diversos.
Lo
que no admite matices es que Napoleón se dejó arrebatar de Gran Bretaña las
pequeñas y estratégicas islas caribeñas de San Eustaquio (21km2) y Saba, con
apenas 13 km2.
Volviendo
un poco atrás en el tiempo (para reseñar los infortunios caribeños de los
planes de conquistas de Napoleón) hay que decir que cuando el 28 de noviembre
de 1804 el general Donatien- Marie-Joseph de Rochambeau capituló en la ciudad
de Cabo Haitiano, vencido por Jean Jacques Dessalines, quien fue derrotado en
realidad fue el poderoso emperador francés.
Esa
derrota fue suya, pues no pudo mantener bajo su control la que había sido por
mucho tiempo colonia de Francia en el oeste de la isla de Santo Domingo, a
pesar de las reiteradas órdenes dadas a sus generales de utilizar la metralla y
la bayoneta para aplastar a los sublevados haitianos.
En
un informe de los hechos referidos, que forma parte destacada de la historia
del vecino país, se resumió lo ocurrido en dicha ciudad ribereña del Atlántico
así: “el Cabo ha sido evacuado, y poco después el Mole, quedando en manos de
los rebeldes el único puerto de la parte francesa que podíamos esperar
conservar todavía…”
El
general Francois Marie de Kerverseau, autor de las palabras anteriores, remató
su relato de aquellos hechos de esta manera: “El General en Jefe cayó con sus
tropas en manos de los ingleses…”
En
el 1803 ese mismo general Kerverseau era el comandante militar en la ciudad de
Santo Domingo. Fue obligado a entregar su puesto por el general Jean-Louis
Ferrand, quien hasta entonces estaba afincado como jefe en Montecristi.
Ese
“lance de intriga” fue en los hechos una derrota para Napoleón, pues quedó
comprobado que no tenía control sobre los generales que lo representaban en la
entonces colonia francesa, que desde el 27 de febrero de 1844 (con sus
atributos de soberanía) se llama República Dominicana.
El
6 de febrero de 1806 tropas napoleónicas provenientes del Caribe oriental se
acercaban por el mar a la ciudad de Santo Domingo, con el objetivo de reforzar
el tambaleante gobierno colonial del general Ferrand.
Fueron
abatidas por barcos británicos que realizaban desplazamientos de cabotaje, comandados
por el almirante John Thomas Duckworth. Ese hecho de armas fue otro fracaso
para Napoleón en esta zona de la tierra.
La
última derrota en Santo Domingo del emperador galo se produjo el 27 de noviembre
de 1808. En esa ocasión soldados británicos dirigidos por el general Hugh Lyle
Carmichael, apoyados por un escuadrón de fragatas, sitiaron la capital colonial
obligando al general francés Dubarquier y su guarnición a rendirse y entregar
el gobierno a Juan Sánchez Ramírez, vencedor en Palo Hincado.
Dicho
lo anterior a pesar de que el poder que llegó acumular el emperador francés era
tan grande que en medio de la cadena de triunfos militares que logró en Europa
en el 1806 alguien dijo: “Napoleón ha soplado sobre Prusia y Prusia ha dejado
de existir.”
También
hay que decir que no sólo se apoderó de los llamados Estados Pontificios, sino que
en el 1809 encarceló (en Avignon, Savona y Fontainebleau) al Papa Pío VII,
quien duró 5 años confinado, hasta que los austriacos lo liberaron en el 1814. Fue
declarado en el 2007 Siervo de Dios por el Papa Benedicto XVI.
Cuando
ya Napoleón estaba convencido de su destino final, en ruta hacia su prisión en
la isla Santa Elena, exclamó ante el conde Charles-Tristan de Montholon, el ex
mariscal Henri-Gratien Bertrand, el conde de las Cases y unos pocos más que lo
acompañaban: “en mi carrera faltaba la adversidad.”
En
realidad, la adversidad la arrastraba él desde los días en que no pudo doblegar
con su poderosa maquinaria militar a pequeñas islas distribuidas en el mar
Caribe.
Las
crónicas históricas de antaño recogen que el 5 de mayo de 1821, día que murió
prisionero de los británicos en Santa Elena, ese remoto territorio insular
ubicado en el Océano Atlántico Sur fue azotado por una tempestad.
El
15 de abril de 1821, en el tramo final de su testamento, Napoleón Bonaparte le
dictó a su asistente Emmanuel, conde de las Cases, historiador y registrador de
sus últimas disposiciones, lo siguiente: “…muero prematuramente, asesinado por
la oligarquía inglesa y su sicario…Deseo que mis cenizas descansen a orillas
del Sena, en medio del pueblo francés, que tanto he amado.”
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