ALEJANDRO
VI, UN PAPA VALENCIANO
POR
TEÓFILO LAPPOT ROBLES
Cuando
el día primero de enero del año 1431 Rodrigo de Borja (luego de Borgia) nació
en la pequeña ciudad de Játiva, en el oriente de la península ibérica, nadie
pudo imaginarse que seis décadas después
se convertiría en el que ha sido considerado desde entonces como un Papa corrupto,
codicioso y criminal.
Como
un agregado a lo anterior hay que decir que estaba dotado de una extraordinaria
eficiencia para manejar los hilos del poder, los cuales usaba con diplomacia e
intuición, cuando así le fuera conveniente.
En
Játiva y otros territorios valencianos hay una suerte de glorificación hacia la
familia Borja, cuyo patronímico se transformó en Italia a Borgia.
Hay
monumentos, en el callejero abundan sus nombres, e incluso existe una ruta
cultural para vender una historia edulcorada de los tres Papas con orígenes y genes valencianos: Calixto III (Alfonso de
Borgia), Alejandro VI (Rodrigo de
Borgia) e Inocencio X, quien fue tataranieto de Juan de Borgia.
Vale
apuntar que en esa zona de España también se maquilla la memoria del cardenal y
arzobispo de Valencia César Borgia, cuya capacidad para hacer maldad sólo era
comparable con su ambición por los bienes materiales.
Alejandro
VI fue el nombre oficial que Rodrigo de Borgia escogió para ejercer de manera
tenebrosa como el Papa número 214. Durante 11 años fue la máxima figura del
catolicismo, con un poder que pocos tuvieron antes y después de él.
Cuando
él nació su tierra natal formaba parte del entonces Reino de Valencia, el mismo
que desde el 1982 es la Comunidad Valenciana, situada en el este de España, con
el mar Mediterráneo bordeando un amplio corredor de su hermosa geografía.
Fue
Papa desde el 1492 hasta el 1503. Es decir que estuvo en el solio papal cuando
el feudalismo estaba en franco deterioro, ya en ruta hacia su desaparición,
cohabitando en parte con el renacimiento italiano.
El
filósofo político florentino Nicolás Maquiavelo, contemporáneo de Rodrigo de
Borja o Borgia, se expresó de manera clara sobre ese Papa cuyas acciones no
eran nada comunes:
“Surgió
después Alejandro VI, que, de todos los pontífices que han existido, fue el
único que mostró cómo un papa se puede imponer por la fuerza del dinero.”(El
Príncipe, capítulo XI.)
El
grueso de los historiadores de los hechos vinculados con la cúpula de la
iglesia católica, cuando no existía la ciudad del Vaticano ni se habían firmado
los Pactos de Letrán, del 1929, pero sí existía el ritual de la fumata, coinciden
en que Rodrigo de Borgia logró convertirse en Papa sobornando con mucho dinero
y ofreciendo canonjías a cardenales electores, que son aquellos que eligen al
que también se le identifica como Sumo Pontífice, desde que en el año 1059 el
Papa Nicolás II estableció que era a ellos que les correspondía dicha misión.
Relatos
de los siglos 15 y 16 contienen abundantes informaciones de que Rodrigo de Borgia,
ya como Papa Alejandro VI, perfeccionó lo que se conocía como el veneno de
acción lenta con el que mató a no pocos de los que intentaban obstaculizar su
cada vez más demencial ambición por controlarlo todo en los estados pontificios
y fuera de sus fronteras.
A
su muerte, llena de sospechas e intrigas, Alejandro VI fue sustituido en
términos prácticos por el belicoso Papa Julio II, conocido también como el Papa
Terrible, cuyo nombre bautismal era Giuliano della Rovere.
Es
pertinente decir que Julio II era enemigo de los Borgia. En vez del rosario, el
cáliz y los paramentos católicos él usaba la espada y la armadura frente a sus
enemigos. Era un guerrero nato que le gustaba participar en combates.
Entre
el Papado del valenciano del que trata esta crónica y el del combatiente nacido
en Savona, dentro de Liguria, en el noroccidente de Italia, hubo un interregno
de 26 días presidido por el Papa Pío III.
El
nombre de este papa breve era Francesco Nanni Todeschini. Fue escogido en un
cónclave urgente para apaciguar los ánimos entre las facciones que se
disputaban el poder detrás de las puertas de la Basílica de San Pedro. Todos
sabían que era un enfermo en fase terminal.
Es
importante señalar que Rodrigo de Borgia, con su nombre papal de Alejandro VI,
emitió el 25 de septiembre de 1493 la Bula Inter Caetera, en la cual estableció
que el mundo tenía que repartirse entre España y Portugal. Esa decisión la tomó
agregándose una supuesta calidad de “Señor del Orbe” y en confabulación con el
rey español Fernando el Católico, quien lo colmó de beneficios económicos.
Esa
Bula dio motivo a que el Rey de Francia, Francisco I, reclamara que le
presentaran pruebas bíblicas de esa facultad de reparto del mundo que se
atribuía Alejandro VI.
Las
consecuencias de dicha Bula no se hicieron esperar. El historiador mexicano
Fernando Benítez (quien fue embajador de su país en la República Dominicana) señala
sobre eso lo siguiente:
“Legalizó
los derechos de España a las Indias. Originó una larga lucha entre españoles y
portugueses. Franceses, ingleses y holandeses organizaron en gran escala la
piratería: las naves corsarias esclavizaban
negros en África…De ese modo se llevaron parte del enorme pastel
regalado por el Papa Borgia a los dos imperios.” (1992.¿Qué celebramos, qué
lamentamos?”P26.
El
ya referido escritor Nicolás Maquiavelo describió con pruebas a la vista tres de
los elementos característicos del Papa Alejandro VI: su propensión a la lujuria
(incluyendo escenas de orgías), su consumada práctica de hacer lucrativos
negocios con los asuntos religiosos y una crueldad que no conoció límites.
Alejandro
VI actuaba como si su manchado báculo papal hubiera estado formado por un tridente
y en cada punta sobresalieran las palabras latinas: Iussuria, Simoniae, crudeltate.
Sin ninguna duda él fue un resumen del
barro humano en su máxima expresión de maldad.
De
no haberse escrito antes La Divina Comedia, el Papa Alejandro VI hubiera sido
un morador del segundo círculo del infierno por su lujuria, del cuarto círculo
por su avaricia y del séptimo círculo por su violencia, pues en él brotaban
esas condiciones impropias de un religioso. Él llegó a lo más alto del poder
religioso y político de su época con añagazas y múltiples artimañas.
El
escritor francés Alejandro Dumas, en la serie Los Borgia, de su colección
Crímenes Célebres, no escatima esfuerzos para destacar que el Papa Alejandro VI
y sus hijos César, (quien además de reconocido matón fue obispo de Pamplona, Cardenal y Arzobispo de
Valencia) la renombrada Lucrecia; Juan, segundo duque de Gandía y Giuffredo,
príncipe de Squilace, procreados con su más famosa amante, Vannozza Cattanei,
ocupan un lugar importante en el tramo histórico en que les tocó desenvolver
sus actividades como adultos, en medio del renacimiento europeo.
El
novelista y dramaturgo Dumas destaca que esa familia de origen valenciano
cometió las peores villanías para escalar el poder y sostenerse en el mismo,
incluyendo asesinatos de enemigos y de
muchos que no lo eran, simples víctimas colaterales de intrigas.
Si
hubieran coincidido en el tiempo de sus respectivas existencias el Papa
Alejandro VI y algunos de sus hijos bien pudieron haber formado un circuito de
lujuriosos con el famoso personaje Esaú, aquel cazador cananeo que figura en la
historia bíblica por lo de la progenitura y lo del plato de lentejas.(Génesis
25 y 36.Romano 9:13. Hebreos12:16).
La
muerte de Alejandro VI, un hombre mundano que causó un inmenso daño a la
historia de la iglesia católica, se ha mantenido envuelta en el misterio.
Los
biógrafos de Alejandro VI coinciden en señalar que patólogos, tanatólogos,
antropólogos forenses, biólogos, genetistas, y otros especialistas versados
sobre temas de la muerte, no se han puesto de acuerdo con relación a lo que
provocó la súbita defunción de ese siniestro personaje.
Lo
que sí se comprobó fue que el 5 de agosto de 1503 entró a un suntuoso palacio con
aparente excelente salud junto a su hijo César (entonces con 28 años de edad y
ya veterano cardenal y capitán general de los ejércitos papales) a disfrutar de
una cena cuyo anfitrión era el cardenal Adriano di Corneto.
Al
día siguiente entró en una agonía que duró 13 días. El equipo médico que lo
atendió no pudo parar sus pasos veloces y cargados de ruido hacia la cuesta sin
fin de la muerte.
Cuando
Alejandro VI falleció su cuerpo presentaba algunas de las características
exteriores de envenenamiento, pero la controversia sobre su inesperado fin se
mantiene después de más de 500 años.
Tal
vez las furnias y el follaje de higueras y madroños por donde divagaba en ese
momento su espíritu de señor de horca y cuchillo guardaron en la fronda de
malezas de los contornos la causa real de su muerte. Yo no lo sé.
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