COLÓN, PIGAFETTA
Y OTROS EXAGERARON SOBRE AMÉRICA
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
Las crónicas de Indias (por lo común una mezcla de
paradojas e hipérboles) abarcan el período histórico que se inicia cuando
Cristóbal Colón llegó a esta parte de la
tierra, prosigue con la sangrienta conquista de los pueblos indígenas y culmina
con la colonización llevada a cabo desde el Río Bravo hasta Tierra del Fuego,
incluyendo todas las islas del Caribe.
La exageración y la fantasía, al estilo medieval, eran
parte cotidiana de la línea narrativa de muchos cronistas que en el transcurso
de varios siglos pasaron por esta zona del mundo. Algunos de ellos, como Pedro
Mártir de Anglería, ni siquiera se acercaron por aquí.
Tal vez los muchos embustes que leyó en las crónicas
de América fue lo que llevó en el 1979 al antropólogo y filósofo francés Claude
Lévi Strauss a escribir que muchas de ellas parecían tener como objetivo
comprobar algunos vaticinios que aparecen en la Biblia, así como los relatos
fantásticos que en la Edad Media llegaron a Europa desde los pueblos de
Oriente.
Esta vez hablaré de las discordancias que algunos
divulgaron, especialmente sobre elementos del reino animal y plantas, del
continente que fue llamado al principio Nuevo Mundo.
El primero que dejó notas asimétricas al respecto fue
Cristóbal Colón, quien al referirse en su Diario a la vegetación que dijo haber
visto por estos contornos del mundo escribió lo siguiente: “los árboles eran
tan viciosos que las hojas dejaban de ser verdes y eran prietas de verdura.”
Al describir a la isla Trinidad la consideró como el
asiento del paraíso terrenal cuando fue creada la tierra. Calificativos
parecidos les dio a Cuba y a La Española, en lo que era en él una cascada de
opiniones que extravasaban la realidad.
Para el almirante Colón el morro de Montecristi era como
un gigantesco halcón de cetrería. Así lo describió: “tiene forma de un
alafaneque muy hermoso.” Vale decir que él pensaba que esa montaña del noroeste
dominicano era una isla.
Antonio Pigafetta, un hábil geógrafo y explorador
florentino que llegó a España en el 1518, no se quedó atrás en sus exageraciones
sobre el continente que desde el 1507 se conoce con el nombre de América.
Como integrante del viaje naval de exploración
alrededor del mundo, por órdenes de la Corona española, que en el 1519 encabezó
Fernando Magallanes (del cual Pigafetta era el único tripulante leal) y
concluyó en el 1522 Juan Sebastián Elcano, escribió que cuando bordeaban el
Océano Atlántico a la altura de Río de Janeiro, Brasil, y penetraron al Río de
la Plata, por los litorales de Uruguay y Argentina, y su paso por el estrecho
de Magallanes, vio lo que nadie más nunca ha visto:
“pájaros sin patas, cerdos con el ombligo en el lomo,
un cuadrúpedo con cuerpo de camello, cabeza y orejas de mula, relincho de
caballo y patas de ciervo.”
Américo Vespucio, florentino como Pigafetta, se asentó
como comerciante en Sevilla, en el sur español. Como experto en mapas y dotado
de un espíritu de explorador viajó por Brasil y Venezuela.
En sus famosas cartas Vespucio escribió que conoció
indígenas de 150 años, entre ellos a uno que se había comido a 300 de sus
congéneres y, además, que vio hombres con genitales gigantescos, que recurrían
para lograr eso a “un cierto recurso suyo, la mordedura de ciertos animales
venenosos.” Ninguno de sus compañeros de viaje corroboró lo dicho por Vespucio.
Otro cronista de Indias que no fue ajeno a exagerar sobre
animales, árboles y frutas de esta parte del mundo fue Bartolomé de las Casas,
a quien Pedro Henríquez Ureña calificó como el Quijote del Océano, por sus 14
viajes por el Atlántico.
Tal vez muchas de las fábulas que aparecen en las
narraciones de Bartolomé de las Casas comenzaron a germinar cuando siendo muy
joven presenció en la ciudad de Sevilla la llegada de Cristóbal Colón de su
primer viaje a esta parte del mundo, exhibiendo
allí indígenas, oro y también “loros y papagayos.”
Al referirse a la llanura cibaeña (el que luego fue
obispo de Chiapas, en el sur de México) dijo que era tan hermosa que sobresalía
a “toda la tierra del mundo sin alguna proporción cuanto pueda ser imaginada.”
Así lo escribió en su historia de las Indias.
El escritor español Menéndez Pelayo reconoce la
grandeza de fray Bartolomé de las Casas, pero en el volumen 7 de su obra titulada
Estudios de Crítica Histórica lo señala como hiperbólico y dice de él que era
intemperable su lenguaje.
Por su parte el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, en
el capítulo V del Libro Tercero de su obra Historia General y Natural de las
Indias, al referirse al entonces llamado lago Xaraguá (luego Enriquillo) dice
que había “todos los pescados que hay en el mar…e aún también hay tiburones de
los más grandes…”
Como se sabe, nadie ni antes ni después ha hecho
referencia a esa fabulosa población piscícola que Oviedo dijo haber observado
en el lago Enriquillo, en particular sobre los referidos escualos.
Oviedo, también en el referido capítulo, hizo fábula
sin valor ético con la celebérrima cruz de Santo Cerro escribiendo que colocada
en ese lugar por orden de Cristóbal Colón “jamás se pudrió, ni cayó por ninguna
tormenta de agua ni viento, ni jamás la pudieron mover de aquel lugar los
indios, aunque quisieron arrancar, tirando della con cuerdas de bejucos mucha
cantidad de indios…” Concluye dicho autor español que los indios se espantaron “como
avisados de arriba, o del cielo de su deidad.”
Hasta el sabio Alejandro von Humboldt fue metido en el
tema de las exageraciones sobre la naturaleza de América cuando en la novela titulada
Cien años de soledad Gabriel García Márquez recrea un supuesto encuentro de ese
geógrafo y explorador prusiano con unos aborígenes que le narraron sobre la
existencia de unos volcancitos fangosos cerca del poblado colombiano de Turbaco,
y le enseñaron a Macondo, “un árbol de tronco redondo…de maravillosa madera.”
Según García Márquez Humboldt escribió de ese árbol de
flores rojas y hojas anchas esta perla: “Sus frutos membranosos y transparentes
parecen linternas suspendidas en la extremidad de las ramas…”
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