lunes, 27 de abril de 2020

LA INQUISICIÓN EN SANTO DOMINGO ( I )


LA INQUISICIÓN EN  SANTO DOMINGO (I)
Publicado el 18-abril-2020
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

La definición más simple que se puede dar sobre la nefasta institución denominada La Inquisición es que formalmente fue un instrumento de persecución por cuestiones religiosas.
Para ejecutar sus decisiones los inquisidores hicieron un catálogo visible sobre los motivos de los terribles castigos que imponían, al mismo tiempo que  tenían códigos secretos para perseguir a miles de seres humanos por una miríada de elementos al margen de la fe.
El odio personal, la envidia, los pugilatos políticos, la competencia desleal en materia de negocios, los celos y la venganza por múltiples alegatos se sumaron a las contradicciones de creencias para provocar en muchos lugares del mundo una orgía de sangre y el despojo de bienes.
La Inquisición fue una realidad cuyas consecuencias muchos quisieran que pasaran al olvido total, pero los hechos son los hechos, y el presente tiene que nutrirse de elementos del pasado, con sus conexiones perdurables, porque ambos tiempos vertebran las características que definen cada etapa de los pueblos.
La Inquisición en Santo Domingo estuvo precedida de una serie de acontecimientos dramáticos en los palacios reales y catedrales europeas. De Europa llegó esa perversidad histórica hasta estos contornos caribeños.
Los más remotos orígenes de la inquisición que desde España se implantó aquí,  y con mayor contundencia en otros lugares de América, se ubican en los momentos más sórdidos y tenebrosos de la Edad Media.
En esa etapa de la humanidad los bancos de reflexión de muchas sacristías, a través de la inquisición episcopal, así como con el posterior apalancamiento por decisiones provenientes de las habitaciones de palacios reales, mantuvieron en zozobra permanente a gran parte del mundo.
En los siglos 15 y 16 los asuntos relacionados con reales o supuestas torceduras conductuales, en materia religiosa, eran categorizados como  crímenes y delitos  en las escalas de las reglas penales.
Tanto en Santo Domingo como en otros sitios la misión de procesar a los llamados herejes estaba a cargo de los obispos, quienes al tener algunas limitaciones sancionatorias se valían de tribunales de orden común para obtener contra los acusados penalidades adicionales, que en principio ellos tenían vedadas.
Hasta Santo Domingo llegaron, recalando en el tiempo, las directrices del Papa Lucio III, un toscano de armas a tomar, que se encargó de ampliar el espectro de acción de los obispos, a fin de que pudieran no sólo desterrar a los considerados herejes sino también disponer de sus bienes.
Ese Papa guerrero fue el que perfiló las bases que posteriormente sustentarían el denominado Santo Oficio y La Inquisición.
Al momento de morir en la región del Véneto, en el Nordeste de Italia, el Vicario de Cristo Lucio III estaba preparando tropas para enfrentarse al musulmán Saladino. Fue, sin su presencia, la guerra denominada La Tercera Cruzada.
Hasta este rincón del Caribe llegaron los rescoldos de lo que fue una etapa de mucha crueldad, con injusticias a raudales y donde la incuria estaba a la orden del día.
Estaba entonces, y también después, el oscurantismo en su máxima expresión, con una patética demostración de que el barro humano es capaz de las más bajas pasiones.
Pero eso venía de más atrás. Un hecho abominable que antecedió al Santo Oficio y La Inquisición, y que simboliza el terror, la tiniebla y la concentración de maldad en unos cuantos, fue la decisión que en el 1197 tomó el rey Pedro II de Aragón, apodado el Católico, quien estableció como código de acción quemar vivos a los considerados herejes que permanecieran en Gerona y demás pueblos emplazados en la ribera del río Oñar, en la región de Cataluña.
Para poner en el contexto del Santo Domingo colonial lo precedente es necesario señalar que entre el 1481 y el 1758 La Inquisición Española (creada formalmente en el 1478 por los Reyes Católicos), actuando como Tribunal del Santo Oficio, ordenó quemar vivas a 34,382 personas, acusadas de herejía. Casi 20 mil fueron detenidas, torturadas y vejadas y a cerca de 300 mil les fueron confiscados sus bienes.
El sacerdote dominico Tomás de Torquemada fue uno de los primeros y más terribles inquisidores españoles. Su brazo ejecutor abarcó el territorio unificado de los reinos españoles de Castilla y Aragón.
La vida non sancta de Torquemada, por más que algunos hayan querido suavizar su biografía, nunca acopló con el Salmo 42. No pasó de ser “el ciervo que brama por las corrientes de las aguas.”1
La importancia de ese clérigo con alma de verdugo puede asociarse con esta etiqueta abigarrada que sobre él hizo el escritor Sebastián del Olmo: “el martillo de los herejes, el relámpago de España, el protector de su país, el honor de su orden.”
Las principales víctimas de los reyes, de los influyentes cortesanos, así como de Torquemada y sus achichinques eran moradores de las juderías que en España tenían su principal centro en la ciudad de Toledo y se extendían a otras 23 comunidades, la mayoría de ellas situadas en el territorio que ahora es la región de Andalucía, desde Huelva hasta Armería y desde Cádiz hasta Jaén, en el Sur de España.
El comportamiento contra el judaísmo de personajes, con y sin sotanas, que tenían predominio político, social y religioso provocó la referida hecatombe que comenzó en Navarra, extendiéndose luego a Cataluña y siguiendo por otros lugares de esa España encrespada, llegando a su culmen, quizás en Sevilla.
Las fuentes históricas arrojan como información que se produjeron todo tipo de tropelías anti judías, que terminaban siempre en horripilantes matanzas, como ocurrió en Sevilla en el 1391, antes incluso de la creación institucional de La Inquisición.
En el 1492, el mismo año en que Cristóbal Colón arribó a la tierra que llamó La Española, se produjo formalmente la expulsión en España de miles de judíos.
 Sólo permanecieron allí aquellos que aceptaban el cristianismo como su nueva religión; eran los llamados conversos, pero además porque muchos de ellos tenían vínculos transversales con el poder o sus allegados, y también por un grueso y clandestino tráfico de sobornos.
El drama de las persecuciones por herejías en España no se circunscribían a los judíos, sino también a cualquier manifestación religiosa contraria a la fe católica, como  lo narra  el gran escritor y periodista vallisoletano Miguel Delibes en su novela El Hereje, quien por medio de su personaje Cipriano Salcedo describe las atrocidades cometidas por La Inquisición española, específicamente en el terrible siglo XVI, en el ámbito geográfico de Valladolid.2 
En Santo Domingo La Inquisición funcionaba como un apéndice de la Real Audiencia, entidad judicial cuyo campo de acción cubría buena parte de las colonias dispersas en diferentes riberas del mar Caribe.
Los integrantes de dicho tribunal eran ciudadanos que, en términos generales, salvo las consabidas excepciones, tenían aceptables niveles de responsabilidad siempre que no estuviera en juego el mantenimiento del status quo del gobierno colonial de la época, el cual actuaba por delegación de la casta reinante en España.
 En la obra Historia colonial de la isla Española o de Santo Domingo Américo Lugo hace un amplio recuento sobre los personajes que en la etapa colonial de nuestra historia cumplieron funciones en la Real Audiencia, relievando sus actuaciones cuando fungían como miembros del Tribunal de Inquisición. Tanto el inventario de nombres como algunas reflexiones permiten abrir opciones de investigación más amplias al respecto.3
Al estudiar la casuística de muchos expedientes conocidos por los diversos tribunales del Santo Oficio, en la América bajo el control español, se concluye que en Santo Domingo La Inquisición fue menos terrorífica que en otros lugares, tal y como constan en los registros históricos.
Si se estudian al azar algunos documentos judiciales de la época colonial se comprobará que los sentenciadores de La Inquisición de Santo Domingo actuaron en varios casos sin la sevicia y la estulticia que servía de mantra a esa institución surgida en Europa. 
El análisis de sus decisiones, hecho con el bisturí con que lo haría un exégeta jurídico, permite deducir que la mayoría de los integrantes del Santo Oficio en Santo Domingo actuaba con los pies de plomo.
Pero ese reconocimiento no significa que quedaron exonerados por el tribunal de la historia, en razón de que en La Inquisición de Santo Domingo, así como en todas las otras, lo que se hacía no era brindar miel sobre hojuelas. El acíbar de la inquina siempre planeaba en un tribunal de esas características, como se puede verificar en la interesante obra titulada Heterodoxia e Inquisición en Santo Domingo (1492-1822), autoría de Carlos Esteban Deive.
Ese laborioso investigador dominicano nacido en el poblado de Sarria, ciudad de Lugo, España, se refiere en dicho libro, con base documental, al padre Bernardo Boyl quien ostentaba una especial representación papal para actuar aquí como inquisidor; también relata que el gobernador colonial Diego Colón en la práctica realizaba tareas similares, persiguiendo a súbditos de la corona española y calificándolos de herejes, con la carga criminosa que implicaba ese sambenito.4
Incluso Deive enlaza en la citada obra la atribuida actuación de Bartolomé de Las Casas (obviamente antes de metamorfosear su espíritu en lo que luego fue)  en un proceso contra dos judíos que finalmente cayeron calcinados por la hoguera inquisidora.
 Tanto en  las colonias centroamericanas y caribeñas, como en los demás lugares donde operó por mucho tiempo, La Inquisición venida de España fue un instrumento de persecución utilizado por estados y gobiernos regidos por reyes, jerarcas religiosos y poderosos señores del mundo de los negocios y de las grandes haciendas para perseguir y cometer tropelías, generalmente invocando la Divinidad Celestial.

              Martín García y La Inquisición en Santo Domingo

Alonso López Cerrato fue el primer inquisidor no religioso que ejercicio en el territorio que desde el 27 de Febrero de 1844 es República Dominicana. El mandato estaba avalado por la real cédula del 24 de julio de 1543.Su  trabajo en ese sentido fue defendido por Gonzalo Fernández de Oviedo y Bartolomé de Las Casas, quienes dicen en sus crónicas coloniales maravillas sobre dicho personaje fallecido en el 1555 en Guatemala. En ese sentido me atengo a lo que dice el Crispín de la obra teatral Los intereses creados, de Jacinto Benavente: “mejor que crear efectos es crear intereses.”
Uno de los casos más sonoros del tribunal de La Inquisición, que operaba dentro de la Real Audiencia en el Santo Domingo colonial, correspondió al juicio llevado a cabo contra el señor Martín García, en la segunda década del siglo XVI.
Dirigió dicho proceso judicial el inquisidor apostólico y obispo Alonso Manso, quien aunque tenía asiento en Puerto Rico fue designado mediante real cédula emitida en la ciudad catalana de Barcelona por el Rey Carlos V, el 20 de mayo de 1519, para que actuara como tal en la Isla de Santo Domingo.

Para que se tenga una idea del personaje referido vale decir que se da por seguro que la sierra Martín García debe su nombre a ese rico terrateniente español radicado en Azua, donde también poseía una floreciente ganadería al cuidado de cientos de esclavos y personal liberto.
Dicho macizo montañoso está ubicado en el Suroeste del país, entre las provincias Azua y Barahona. Fue declarado Parque Nacional el 22 de julio de 1997, mediante el Decreto 319-97.-5
Según  documentos de la época Martín García, por los motivos que fueran, no tenía cercanía con la jerarquía religiosa de la colonia e incluso se permitía emitir opiniones contra el comportamientos de ciertos párrocos, vicarios, arciprestes y canónigos, a pesar de que era un católico confeso.
Ese rico dueño de grandes estancias ganaderas, agrícolas y maderables fue acusado de blasfemia, motivo por el cual fue apresado en Azua y conducido a la ciudad de Santo Domingo, donde se le encerró en la Torre del Homenaje, después llamada Fortaleza Ozama.
El Tribunal de la Santa Inquisición, en un juicio sumario, prescindiendo de las consabidas formalidades, lo condenó bajo el supuesto de haber atentado contra las creencias religiosas de la Corona y de los súbditos españoles.
El juicio fue el más impactante de esa época, por la connotación del acusado,  por el contenido de las acusaciones, por la decisión tomada y por el desenlace final  que tuvo, con la intervención directa del Rey Carlos V.
En efecto, Martín García, a pesar de ser uno de los hombres económicamente más poderosos de su época, fue rápidamente condenado a una ristra de penalidades que incluían caminar descalzo por las calles de Santo Domingo con una vela encendida en las manos y un trapo como mordaza en la lengua sacada de su cavidad habitual.
Además, se le prohibió volver a sus predios de Azua durante dos meses y también se le impidió ejercer cualquier oficio o hacer negocios relacionados de modo directo con La Corona. La sentencia no contenía excomunión, pero García era tratado como si le hubieran vedado recibir los sacramentos del rito católico.
Como se trataba de un hombre de gran ascendencia económica y social, luego de ordenar sus negocios en Azua y zonas aledañas se trasladó a la capital colonial para asesorarse sobre la manera de arreglar su situación. Luego de consultas envió una carta de súplica al Rey, cargada de zalemas y reverencias, la cual surtió efectos positivos.
Desde la ciudad andaluza de Toledo, mediante cédula real del 7 de julio de 1529, el Rey Carlos V le respondió a Martín García, con el castellano de entonces, que resumo con la gramática de ahora así:
1-Que lo habilitaba en la plenitud de sus derechos, luego de analizar la sentencia impuesta en su contra por el obispo Alonso Manso, comprobar el cumplimiento de la misma en su parte de ejecución inmediata, y atendiendo a la súplica escrita de levantarle el impedimento de ejercer labores públicas y de honra en “estos nuestros reinos y en las yndias”.
2-Que por esa misma disposición real le quitaba cualquier nota de infamia que por la susodicha sentencia hubiera caído o incurrido.
Debió ser grande la algarabía que esa inusual decisión de perdón produjo en Martín García, sus asesores y sus allegados.
Para esa fecha Miguel de Cervantes no había nacido, por lo tanto no existía El Quijote; pero en un ejercicio de imaginación uno está tentado a pensar que de haber existido para entonces dicha obra paradigmática de la literatura universal el referido hacendado, que tenía afición por la lectura, habría rememorado su capítulo 74, en la parte que reza así:
“-¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres.”6 
Martín García tuvo mejor suerte que el también hacendado Juan de Loyola Haro de Molina, el personaje descrito por Domingo Faustino Sarmiento en su obra clásica Recuerdos de Familia, quien en el Virreinato del Perú fue acusado de ser judío por algunos de sus criados, muy probablemente azuzados por competidores de aquel.
A Juan de Loyola Haro de Molina La Inquisición le confiscó todos sus bienes, fue torturado, lo mataron y lo enterraron de manera clandestina.7
Muchos años después, en un acto de contrición, uno de sus delatores describió la patraña tramada contra el referido Juan de Loyola Haro de Molina. Su memoria fue reivindicada, tal y como consta en un expediente post mortem recogido en la valiosa obra de consulta Cuadernos de Estudios del Instituto de Investigaciones Históricas del Perú.8
Pero al margen de casos como el de Martín García y algunos más, cubiertos bajo el paraguas seudo legal del llamado Tribunal del Santo Oficio, es pertinente consignar que el polímata dominicano y escritor de temas literarios y académicos Marcio Veloz Maggiolo, en un ponderado análisis titulado La Inquisición arrepentida, luego de indicar que “la Santa Inquisición se caracterizó por su intransigencia y por la toma de decisiones muchas veces producto de la fanatización de los más altos sectores de la Iglesia Católica”, concluye que:
 “En Santo Domingo no fue un fenómeno importante, no existieron condena a la hoguera, y mucho menos se trató de un modelo de lucha contra los demonios, la brujería o las herejías que ofendían a la divinidad…por esas razones la inquisición en Santo Domingo colonial tiene, “gracias a Dios”, un expediente pobre.”9
En síntesis, como se puede comprobar al estudiar La Inquisición, los inquisidores de Santo Domingo no actuaron con el desafuero de muchos de sus colegas de otros lugares del mundo.
En su abono digo que dichos señores probablemente no podían haber leído al sacerdote jesuita Baltasar Gracián, el autor de El Arte de la Prudencia, obra  de aforismos cuyo nombre original era el Oráculo Manual, publicado en el 1647, con su “castellano elíptico.”
A muchos enjuiciadores al servicio de La Inquisición, en gran parte de América y en varias zonas de Europa, sí les ajustaban estas expresiones del mencionado escritor, filósofo y clérigo zaragozano: “La necedad siempre actúa descaradamente. Todos los necios, en efecto, son audaces. Su misma cortedad mental les imposibilita ver las dificultades…La necedad siempre actúa descaradamente. Todos los necios, en efecto, son audaces. Su misma cortedad mental les imposibilita ver las dificultades, y los priva del sentimiento del fracaso…Hay muchos bajíos hoy en el trato humano y conviene ir tanteando el fondo con la sonda.”10
Dicho lo anterior sabiendo que Jorge Luis Borges, el gran cuentista, narrador  y poeta argentino escribió cosas fuertes sobre el citado padre Gracián.
Así se expresó Borges sobre Gracián en un poema nada laudatorio: “helada y laboriosa nadería, fue para este jesuita la poesía, reducida por él a estratagema…A las claras estrellas orientales/que palidecen en la vasta aurora,/apodó con palabra pecadora/gallinas de los campos celestiales…No hubo música en su alma.”11
Es oportuno decir que según expertos en lingüística el texto original del referido libro de Gracián era farragoso, propio de su experiencia vital barroca. La primera edición dominicana fue publicada en el 1996 por el difunto sacerdote jesuita, y escritor con fecunda labor de bien en el país, Mario Suárez Marill, quien realizó un valioso ajuste y adecuación de letras y estilo al escrito inicial, aunque manteniendo los conceptos del autor.
Bibliografía:
1-Salmo 42. La Biblia.
2-El Hereje. Editorial Destino, 2007. Miguel Delibes.
3-Historia colonial de la isla Española o de Santo Domingo (1557-1608). Américo Lugo.
4-Heterodoxia e Inquisición en Santo Domingo (1492-1822).Editora Taller, 1983.Carlos Esteban Deive.
5-Decreto No.319-97, promulgado el 22 de julio de 1997.
6-El Quijote. Capítulo LXXIV. Edición IV Centenario. Real Academia Española, 2004.P1100.Miguel de Cervantes Saavedra.
7-Recuerdos de Familia. Editora Clarín, 2009, tomado del original publicado en Chile en el 1850. Domingo Faustino Sarmiento.
8-Cuadernos de estudios del Instituto de Investigaciones Históricas del Perú. Tomo II.Pp302-307.Publicado en el 1941.Biblioteca virtual Miguel de Cervantes.
9-La Inquisición arrepentida. Publicado el 10-mayo-2013.Marcio Veloz Maggiolo.
10-El Arte de la Prudencia. Primera edición dominicana, 1996.Editora Santo Domingo.P47.Baltasar Gracián. Traductor Mario Suárez Marill.
11-Baltasar Gracián. Poema. Jorge Luis Borges.

Publicado el 18-abril-2020


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