sábado, 6 de febrero de 2021

LA RESTAURACIÓN Y LA ANEXIÓN (I)

 

LA RESTAURACIÓN  Y LA ANEXIÓN (I)

                 POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

La Anexión de la República Dominicana al Reino de España, ejecutada en el año 1861, fue uno de los acontecimientos más negativos de la historia nacional.

Los hechos, que son tozudos, demostraron el inmenso daño causado a una nación que apenas tenía 17 años de haberse liberado del yugo de un ocupante que pretendió hacer desaparecer de los dominicanos eso que los griegos llamaban en la antigüedad el ethos.

Ese crimen contra la Patria no fue un acontecimiento fortuito, ni producto del azar que tanto ha incidido en grandes hechos de la humanidad. Ni siquiera porque la República Dominicana estuviera “cautiva en los grillos del personalismo”, como han invocado, en diferentes aspectos, algunos historiadores.

La Anexión a España fue el resultado de todo un tinglado de intereses políticos, sociales y económicos de un grupo reducido, pero hegemónico, en la incipiente vida republicana del país, que estaba  encarnado en la figura tosca de Pedro Santana Familia.

Algunos comentaristas de cuchipanda y cuchufleta han llegado al colmo de atribuir ese hecho nefando a una predestinación del más allá, como si hubiera sido impulsado por un Dios “que juega a los dados…”, para expresarlo con las palabras que le dijera (en otra época y por otros motivos) el físico alemán judío Albert Einstein a su colega y compatriota Max Born, co-fundador de la física cuántica.1

La Guerra Restauradora, en cambio, demostró el coraje, la valentía y la firme decisión del pueblo dominicano de mantener su Independencia, sin parar mientes en los sacrificios supremos que significaba enfrentarse a un feroz imperio que durante siglos había demostrado el alcance de sus garras.

Eran diferentes las fuerzas que se unieron para reconquistar la soberanía nacional vendida, pero el eje transversal de esa lucha con dimensiones épicas era demostrar el espíritu indómito y la firme vocación de libertad del pueblo dominicano.

Desde el mismo momento en que se produjo la Anexión los dominicanos demostraron su inconformidad con esa fatídica decisión, y actuaron en consecuencia como un resorte para enfrentarse a esa iniquidad.

A pocas horas de arriarse la bandera nacional en la vetusta ciudad de Santo Domingo, para en su lugar hacer flotar la del Reino de España, el pueblo de San Francisco de Macorís se alzó contra tal perfidia. El 2 de Mayo del mismo 1861 José Contreras y otros patriotas atacaron en Moca a los usurpadores.

En poco tiempo también estaban en territorio dominicano el patricio Francisco del Rosario Sánchez, y otros valientes dominicanos, en pie de guerra para enfrentar en el Sur a las tropas españolas y sus aliados criollos. Sólo un despreciable acto de traición hizo fracasar aquella expedición patriótica.

Fueron las primeras señales de que los anexionistas no disfrutarían de “miel sobre hojuelas” en territorio dominicano. Luego ocurrían otros muchos actos de rebeldía, como los ocurridos en febrero de 1863 en Neiba, Sabaneta, Guayubín y Montecristi.

Dicho lo anterior al margen de una miríada de comentarios, vertidos desde antes del mismo 1861 hasta nuestros días, unos con enfoques realistas, afincados en coordenadas lógicas; y otros claramente tendenciosos y falsos.

 

Opiniones sobre la Restauración

 Juan Bosch arranca sus comentarios sobre la Restauración indicando que fue obra de la pequeña burguesía, en una lucha por el poder contra los  hateros que desde el 1844 “mantuvieron al país en un puño”, aunque acota que los dos años y medio anteriores al 16 de agosto de 1863 el gobierno visible era España.

El autor de Composición Social Dominicana consignó que “tal parece que a partir del momento en que los dominicanos se alzaron contra el poder español la tierra de Santo Domingo se convirtió en un volcán que disparaba sin cesar sobre el país un fuego destructor.”2

Se extrae como conclusión de esa visión ensayística que la Guerra de Restauración pendulaba sobre intereses de clases sociales, que luego tuvieron como nichos políticos los partidos Rojo y Azul, con sus correspondientes contradicciones y  las consabidas matizaciones de sub grupos económicos.

La Guerra Restauradora ha sido enfocada desde otra perspectiva por el historiador Cassá. Para él los preparativos de esa hazaña liberadora del pueblo dominicano  contra los españoles se basaban en que Luperón “se estableció en Sabaneta, población cercana a la frontera norte, donde cultivó la amistad del comandante de armas, Santiago Rodríguez…Pacientemente Luperón fue sumando personas a una acción de propaganda con el propósito de desencadenar la insurrección armada…Luperón se puso de acuerdo con otros conjurados de la Línea Noroeste para iniciar la rebelión.”3  

Sin embargo, Ramón González Tablas, un oficial español con cualidades de polígrafo, retorciendo la verdad y tratando de hundir la dignidad del pueblo dominicano, pretendió en vano descalificar el espíritu aguerrido de los restauradores, tildando su voluntad de ser libres como “hija del egoísmo” y presentando la férrea oposición a la Anexión como “agravios inventados por la exageración política.”4

A esos dicharachos de González Tablas se les contraponen las opiniones divulgadas en la ciudad de Nueva York (en plena Guerra Restauradora) por el escritor, diplomático y político dominicano, nacido en Puerto Rico, Alejandro Angulo Guridi:

“El hermoso espectáculo que ofrece al mundo el heroico pueblo dominicano en la lucha desigual pero victoriosa que desde agosto último viene sosteniendo contra España, merece la simpatía y la ayuda moral y material de todos los hombres libres de los países latino-americanos…”5

 

El cuarto fuego de Santiago fue luminoso

Las lenguas de fuego no fueron ajenas al proceso restaurador. La ciudad de Santiago de los Caballeros aportó una cuota elevada de sacrificios, al ver convertida en hoguera gran parte de su infraestructura.

Ese fue el cuarto incendio que sufría en su historia esa gran ciudad, entonces un pueblo de modestas dimensiones. Los tres primeros siniestros fueron con intenciones perversas de doblegar a sus moradores.

Lo que  ocurrió en Santiago el día 6 de septiembre de 1863 fue al parecer imprescindible, si uno se sitúa en el ámbito de la táctica militar contra los anexionistas. Dicho eso sin tener que profundizar en la escala gnoseológica de la justificación y sin entrar en el terreno epistemológico del apoyo, a posteriori, de ese hecho como tal.

Por las calles, callejones y cuestas de la ciudad de Santiago de los Caballeros los héroes de la Restauración transitaron victoriosos sobre las cenizas necesarias.

En esa ocasión la espada más sobresaliente fue la del glorioso héroe General Gregorio Luperón, cuya bravura elevó hasta la bóveda del espacio sideral dominicano el deseo de libertad.

El fallecido historiador Hugo Tolentino Dipp ha sido hasta el presente el que mejor ha descrito, a mi modesto juicio, el periplo restaurador de ese insigne personaje que desde una humilde cuna puertoplateña se empinó hasta las cumbres donde reposan los inmortales. El riguroso análisis que hace sobre Luperón (a quien Juan Suero, apodado el Cid Negro, juró una y mil veces que iba a matar) no deja ningún resquicio de duda sobre su papel protagónico en el triunfo de las armas dominicanas frente a los anexionistas, compuestos por españoles y criollos renegados.6

Hasta donde sé, los detractores de la Restauración, que los ha habido, no han cuestionado, con sustento creíble, esa acción de guerra. Ha sido descrita como un blasón que permitió llenar de gloria, una vez más, a la segunda ciudad del país. Los restauradores no podían moverse con melindres ante la mortífera maquinaria de los anexionistas.

Años después el prócer Pedro Francisco Bonó, en carta fechada el 15 de septiembre de 1880, dirigida a Tomás Pastoriza, describía lo ocurrido en la ciudad de Santiago de los Caballeros así:

 “Vivía en Santiago en el 1863 y fui una de las víctimas del incendio de ese año. Casas, tienda, almacén, biblioteca, todo se quemó; y sólo salvé la ropa que me cubría, que a los ocho días ya estaba hecha jirones.”7

Es pertinente decir que quien así escribió, a parte de sus grandes virtudes personales, fue Comisionado de la Guerra Restauradora, y como tal reseñó la pobreza (10 cajas de municiones, 5 trabucos, unas manos de plátanos, una banda de tocino y pocos fusiles”) que palpó en el Cantón de Bermejo, lugar de los contornos de Cevicos, que fue un punto luminoso de esa lucha liberadora. Luego Bonó fue Ministro de Relaciones Exteriores y de Hacienda.

Fue sobre los múltiples episodios de relevancia histórica ocurridos durante la Guerra Restauradora en la gran ciudad del Cibao que el acucioso historiador Sócrates Nolasco escribió el primero de marzo de 1940 lo siguiente:

 “En la inteligencia y en la masa de Santiago está la Restauración de la República, como Dios está en el Verbo. Héroe es el pueblo: heroína es la ciudad ilustre…Tintos en sangre caminan. Sangre y barro y agua de lluvia chorrean hasta los talones; “pero sus botas no ensuciaron, estamparon huellas de luz.”8

Confundido anexionista; convencido restaurador

El primer presidente civil que tuvo el país, Benigno Filomeno de Rojas, aunque al comienzo de la Anexión mostró algún nivel de simpatía por ella, luego fue un auténtico restaurador. Sus hechos están ahí como una señal indeleble de su compromiso patriótico.

Ese personaje de la vida pública dominicana fue uno de los máximos exponentes de la tesis sobre el relevante papel de las masas populares en el rescate de la soberanía nacional, la cual había sido entregada a España por platos de lentejas y charreteras confeccionadas en las fundiciones de la ibérica ciudad de Toledo.

Resumo la visión de don Benigno F. de Rojas sobre lo anterior indicando que en sus escritos reivindicó que la revolución dominicana pertenecía a sus moradores de a pie. “Deben persuadirse de que a un pueblo que ha gozado la libertad no es posible sojuzgársele sin el exterminio de sus hombres…”9

Entre los muchos poemas inspirados en la Guerra Restauradora hay que mencionar el tríptico poético de la eximia Salomé Ureña de Henríquez (Diez y Seis de Agosto (1874); Hecatombe (1878) y  El 16 de Agosto (1879). En ellos denuncia “la ambición de la hidra gigante”, resalta la Patria “bañada por el sol de la esperanza” y sobre “la sangre meritoria que corriera en El Cercado” la califica de “vil mancha infamatoria para el español osado.”10

Por el simbolismo de su contenido reproduzco parcialmente una canción de autor anónimo, que apareció entre los papeles del legendario combatiente restaurador higüeyano Eustaquio Ducoudray Villavicencio. Dice así: “…Que al través de la espesa manigua/Brilla el sol de la Restauración./A las armas manigüeros./Que viva la libertad./Que somos dominicanos.”11

 

Bibliografía:

1-Carta de Albert Einstein a Max Born, 1925.

2-Composición Social Dominicana. Impresora Soto Castillo, 2013.P255.Juan Bosch.

3-Personajes Dominicanos. Tomo II.P19.Editora Alfa y Omega,2013. Roberto Cassá.

4-Historia de la dominación y última guerra de España en Santo Domingo. Editora de Santo Domingo,1974. Capítulo IV.P50.Ramón González Tablas.

5- Santo Domingo y España. Imprenta M.W. Siebert, New York,1864; insertado en Escritos sobre la Restauración. Editora Centenario,2002.Pp107-160 . Alejandro Angulo Guridi.

6-Gregorio Luperón. Biografía política. Editora Alfa y Omega,1981.Hugo Tolentino Dipp.

7-Papeles de Pedro F. Bonó, Editora del Caribe, 1964.

8-Obras Completas. Editora Corripio, 1994. Pp347-350.Sócrates Nolasco.

9-Documentos de Benigno Filomeno de Rojas.

10-Diez y Seis de Agosto, Hecatombe y El 16 de Agosto, poemas. Salomé Ureña de Henríquez.

11-Vetilio Alfau Durán en el Listín Diario. Escritos (I).Editora Corripio, 1994.Pp620 y 621.

 

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