LA RESTAURACIÓN
Y LA ANEXIÓN (I)
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
La Anexión de la República Dominicana al Reino de
España, ejecutada en el año 1861, fue uno de los acontecimientos más negativos
de la historia nacional.
Los hechos, que son tozudos, demostraron el inmenso
daño causado a una nación que apenas tenía 17 años de haberse liberado del yugo
de un ocupante que pretendió hacer desaparecer de los dominicanos eso que los
griegos llamaban en la antigüedad el ethos.
Ese crimen contra la Patria no fue un acontecimiento
fortuito, ni producto del azar que tanto ha incidido en grandes hechos de la
humanidad. Ni siquiera porque la República Dominicana estuviera “cautiva en los
grillos del personalismo”, como han invocado, en diferentes aspectos, algunos
historiadores.
La Anexión a España fue el resultado de todo un
tinglado de intereses políticos, sociales y económicos de un grupo reducido,
pero hegemónico, en la incipiente vida republicana del país, que estaba encarnado en la figura tosca de Pedro Santana
Familia.
Algunos comentaristas de cuchipanda y cuchufleta han
llegado al colmo de atribuir ese hecho nefando a una predestinación del más
allá, como si hubiera sido impulsado por un Dios “que juega a los dados…”, para
expresarlo con las palabras que le dijera (en otra época y por otros motivos)
el físico alemán judío Albert Einstein a su colega y compatriota Max Born,
co-fundador de la física cuántica.1
La Guerra Restauradora, en cambio, demostró el coraje,
la valentía y la firme decisión del pueblo dominicano de mantener su
Independencia, sin parar mientes en los sacrificios supremos que significaba
enfrentarse a un feroz imperio que durante siglos había demostrado el alcance
de sus garras.
Eran diferentes las fuerzas que se unieron para reconquistar
la soberanía nacional vendida, pero el eje transversal de esa lucha con
dimensiones épicas era demostrar el espíritu indómito y la firme vocación de
libertad del pueblo dominicano.
Desde el mismo momento en que se produjo la Anexión
los dominicanos demostraron su inconformidad con esa fatídica decisión, y
actuaron en consecuencia como un resorte para enfrentarse a esa iniquidad.
A pocas horas de arriarse la bandera nacional en la
vetusta ciudad de Santo Domingo, para en su lugar hacer flotar la del Reino de
España, el pueblo de San Francisco de Macorís se alzó contra tal perfidia. El 2
de Mayo del mismo 1861 José Contreras y otros patriotas atacaron en Moca a los
usurpadores.
En poco tiempo también estaban en territorio
dominicano el patricio Francisco del Rosario Sánchez, y otros valientes
dominicanos, en pie de guerra para enfrentar en el Sur a las tropas españolas y
sus aliados criollos. Sólo un despreciable acto de traición hizo fracasar
aquella expedición patriótica.
Fueron las primeras señales de que los anexionistas no
disfrutarían de “miel sobre hojuelas” en territorio dominicano. Luego ocurrían
otros muchos actos de rebeldía, como los ocurridos en febrero de 1863 en Neiba,
Sabaneta, Guayubín y Montecristi.
Dicho lo anterior al margen de una miríada de
comentarios, vertidos desde antes del mismo 1861 hasta nuestros días, unos con
enfoques realistas, afincados en coordenadas lógicas; y otros claramente
tendenciosos y falsos.
Opiniones sobre la Restauración
Juan Bosch
arranca sus comentarios sobre la Restauración indicando que fue obra de la
pequeña burguesía, en una lucha por el poder contra los hateros que desde el 1844 “mantuvieron al
país en un puño”, aunque acota que los dos años y medio anteriores al 16 de
agosto de 1863 el gobierno visible era España.
El autor de Composición Social Dominicana consignó que
“tal parece que a partir del momento en que los dominicanos se alzaron contra
el poder español la tierra de Santo Domingo se convirtió en un volcán que
disparaba sin cesar sobre el país un fuego destructor.”2
Se extrae como conclusión de esa visión ensayística
que la Guerra de Restauración pendulaba sobre intereses de clases sociales, que
luego tuvieron como nichos políticos los partidos Rojo y Azul, con sus
correspondientes contradicciones y las
consabidas matizaciones de sub grupos económicos.
La Guerra Restauradora ha sido enfocada desde otra
perspectiva por el historiador Cassá. Para él los preparativos de esa hazaña
liberadora del pueblo dominicano contra
los españoles se basaban en que Luperón “se estableció en Sabaneta, población
cercana a la frontera norte, donde cultivó la amistad del comandante de armas,
Santiago Rodríguez…Pacientemente Luperón fue sumando personas a una acción de
propaganda con el propósito de desencadenar la insurrección armada…Luperón se
puso de acuerdo con otros conjurados de la Línea Noroeste para iniciar la
rebelión.”3
Sin embargo, Ramón González Tablas, un oficial español
con cualidades de polígrafo, retorciendo la verdad y tratando de hundir la
dignidad del pueblo dominicano, pretendió en vano descalificar el espíritu
aguerrido de los restauradores, tildando su voluntad de ser libres como “hija
del egoísmo” y presentando la férrea oposición a la Anexión como “agravios
inventados por la exageración política.”4
A esos dicharachos de González Tablas se les
contraponen las opiniones divulgadas en la ciudad de Nueva York (en plena
Guerra Restauradora) por el escritor, diplomático y político dominicano, nacido
en Puerto Rico, Alejandro Angulo Guridi:
“El hermoso espectáculo que ofrece al mundo el heroico
pueblo dominicano en la lucha desigual pero victoriosa que desde agosto último
viene sosteniendo contra España, merece la simpatía y la ayuda moral y material
de todos los hombres libres de los países latino-americanos…”5
El cuarto fuego de Santiago fue luminoso
Las lenguas de fuego no fueron ajenas al proceso
restaurador. La ciudad de Santiago de los Caballeros aportó una cuota elevada
de sacrificios, al ver convertida en hoguera gran parte de su infraestructura.
Ese fue el cuarto incendio que sufría en su historia
esa gran ciudad, entonces un pueblo de modestas dimensiones. Los tres primeros
siniestros fueron con intenciones perversas de doblegar a sus moradores.
Lo que ocurrió en
Santiago el día 6 de septiembre de 1863 fue al parecer imprescindible, si uno
se sitúa en el ámbito de la táctica militar contra los anexionistas. Dicho eso
sin tener que profundizar en la escala gnoseológica de la justificación y sin
entrar en el terreno epistemológico del apoyo, a posteriori, de ese hecho como
tal.
Por las calles, callejones y cuestas de la ciudad de
Santiago de los Caballeros los héroes de la Restauración transitaron
victoriosos sobre las cenizas necesarias.
En esa ocasión la espada más sobresaliente fue la del
glorioso héroe General Gregorio Luperón, cuya bravura elevó hasta la bóveda del
espacio sideral dominicano el deseo de libertad.
El fallecido historiador Hugo Tolentino Dipp ha sido
hasta el presente el que mejor ha descrito, a mi modesto juicio, el periplo
restaurador de ese insigne personaje que desde una humilde cuna puertoplateña
se empinó hasta las cumbres donde reposan los inmortales. El riguroso análisis
que hace sobre Luperón (a quien Juan Suero, apodado el Cid Negro, juró una y
mil veces que iba a matar) no deja ningún resquicio de duda sobre su papel
protagónico en el triunfo de las armas dominicanas frente a los anexionistas,
compuestos por españoles y criollos renegados.6
Hasta donde sé, los detractores de la Restauración,
que los ha habido, no han cuestionado, con sustento creíble, esa acción de
guerra. Ha sido descrita como un blasón que permitió llenar de gloria, una vez
más, a la segunda ciudad del país. Los restauradores no podían moverse con
melindres ante la mortífera maquinaria de los anexionistas.
Años después el prócer Pedro Francisco Bonó, en carta
fechada el 15 de septiembre de 1880, dirigida a Tomás Pastoriza, describía lo
ocurrido en la ciudad de Santiago de los Caballeros así:
“Vivía en
Santiago en el 1863 y fui una de las víctimas del incendio de ese año. Casas,
tienda, almacén, biblioteca, todo se quemó; y sólo salvé la ropa que me cubría,
que a los ocho días ya estaba hecha jirones.”7
Es pertinente decir que quien así escribió, a parte de
sus grandes virtudes personales, fue Comisionado de la Guerra Restauradora, y
como tal reseñó la pobreza (10 cajas de municiones, 5 trabucos, unas manos de
plátanos, una banda de tocino y pocos fusiles”) que palpó en el Cantón de
Bermejo, lugar de los contornos de Cevicos, que fue un punto luminoso de esa
lucha liberadora. Luego Bonó fue Ministro de Relaciones Exteriores y de
Hacienda.
Fue sobre los múltiples episodios de relevancia
histórica ocurridos durante la Guerra Restauradora en la gran ciudad del Cibao
que el acucioso historiador Sócrates Nolasco escribió el primero de marzo de
1940 lo siguiente:
“En la
inteligencia y en la masa de Santiago está la Restauración de la República,
como Dios está en el Verbo. Héroe es el pueblo: heroína es la ciudad
ilustre…Tintos en sangre caminan. Sangre y barro y agua de lluvia chorrean
hasta los talones; “pero sus botas no ensuciaron, estamparon huellas de luz.”8
Confundido anexionista; convencido restaurador
El primer presidente civil que tuvo el país, Benigno
Filomeno de Rojas, aunque al comienzo de la Anexión mostró algún nivel de
simpatía por ella, luego fue un auténtico restaurador. Sus hechos están ahí
como una señal indeleble de su compromiso patriótico.
Ese personaje de la vida pública dominicana fue uno de
los máximos exponentes de la tesis sobre el relevante papel de las masas
populares en el rescate de la soberanía nacional, la cual había sido entregada
a España por platos de lentejas y charreteras confeccionadas en las fundiciones
de la ibérica ciudad de Toledo.
Resumo la visión de don Benigno F. de Rojas sobre lo
anterior indicando que en sus escritos reivindicó que la revolución dominicana
pertenecía a sus moradores de a pie. “Deben persuadirse de que a un pueblo que
ha gozado la libertad no es posible sojuzgársele sin el exterminio de sus
hombres…”9
Entre los muchos poemas inspirados en la Guerra
Restauradora hay que mencionar el tríptico poético de la eximia Salomé Ureña de
Henríquez (Diez y Seis de Agosto (1874); Hecatombe (1878) y El 16 de Agosto (1879). En ellos denuncia “la
ambición de la hidra gigante”, resalta la Patria “bañada por el sol de la
esperanza” y sobre “la sangre meritoria que corriera en El Cercado” la califica
de “vil mancha infamatoria para el español osado.”10
Por el simbolismo de su contenido reproduzco
parcialmente una canción de autor anónimo, que apareció entre los papeles del
legendario combatiente restaurador higüeyano Eustaquio Ducoudray Villavicencio.
Dice así: “…Que al través de la espesa manigua/Brilla el sol de la
Restauración./A las armas manigüeros./Que viva la libertad./Que somos
dominicanos.”11
Bibliografía:
1-Carta de Albert Einstein a Max Born, 1925.
2-Composición Social Dominicana. Impresora Soto
Castillo, 2013.P255.Juan Bosch.
3-Personajes Dominicanos. Tomo II.P19.Editora Alfa y
Omega,2013. Roberto Cassá.
4-Historia de la dominación y última guerra de España
en Santo Domingo. Editora de Santo Domingo,1974. Capítulo IV.P50.Ramón González
Tablas.
5- Santo Domingo y España. Imprenta M.W. Siebert, New
York,1864; insertado en Escritos sobre la Restauración. Editora
Centenario,2002.Pp107-160 . Alejandro Angulo Guridi.
6-Gregorio Luperón. Biografía política. Editora Alfa y
Omega,1981.Hugo Tolentino Dipp.
7-Papeles de Pedro F. Bonó, Editora del Caribe, 1964.
8-Obras Completas. Editora Corripio, 1994.
Pp347-350.Sócrates Nolasco.
9-Documentos de Benigno Filomeno de Rojas.
10-Diez y Seis de Agosto, Hecatombe y El 16 de Agosto,
poemas. Salomé Ureña de Henríquez.
11-Vetilio Alfau Durán en el Listín Diario. Escritos (I).Editora
Corripio, 1994.Pp620 y 621.
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